martes, 30 de diciembre de 2008

Vathek

Sobre esta obra, escribiría Borges que “se trata del primer Infierno realmente atroz de la literatura”, y no le falta razón al maestro argentino: William Beckford, el excéntrico bibliófilo que se hiciera construir Fonthill Abbey para albergar su colección de arte, nos legó en las páginas de Vathek las imágenes del averno al que llegará su protagonista, el Califa Harún Benalmotásim Vatiq Bilá, hijo de la princesa nigromante Carathis, cuando los astros le revelen que a sus puertas llegará un viajero que habrá de desvelarle los secretos del Palacio de Istakhar.

Así ocurrirá, y un extraño personaje, tan horrendo que los guardias de palacio habrán de cubrir sus ojos para llevarlo a las estancias del califa, hará acto de presencia ante Vathek para presentar ante éste una cimitarra grabada con una ilegible y cambiante grafía. Vathek, aconsejado por su no menos ambiciosa madre, busca entre sus gentes a algún sabio que sepa traducirle el grabado de la hoja. De este modo se presenta ante él, tras muchos intentos fallidos, un anciano que le revela el contenido del misterioso mensaje: un día, la hoja afirma que “soy la menor maravilla de una región donde todo es maravilloso y digno del mayor príncipe de la tierra”, y al siguiente advierte “ay de quien temerariamente aspira a saber lo que debería ignorar”. Pero nada es demasiado para el hombre más poderoso de la tierra, por lo que Vathek se dispone a hacer suyas las maravillas que promete la espada.

No duda en ajusticiar a inocentes en una macabra ofrenda, ni en acometer un viaje con todo su séquito en pos del diablo, pues tal era la condición del misterioso visitante que le otorgó como presente la cimitarra. Sin embargo, con su carácter poco juicioso, y acostumbrado a que absolutamente todo se disponga según su criterio, desoye los consejos de su maligna madre, Carathis, e incurre en cuantas prohibiciones le hiciera el demonio al comienzo de sus andanzas.
El final de este librito es sublime, y Beckford plasma en él todo el horror que nos anticipaba Borges al comienzo de nuestra lectura. Como en todo buen cuento, las aventuras y prodigios de nuestro protagonista albergan una enseñanza que el autor no pretende ocultar, sino todo lo contrario; nos hace partícipes del destino de Vathek e invita a que reflexionemos sobre el mismo. No vayamos, presos de sus mismas pasiones, a caer en similares errores.

Resumiendo, estamos ante una pequeña joya que no puede faltar en los estantes de cualquier Homo libris que se precie de serlo. Este cuento árabe, pues tal es el subtítulo de Vathek, recoge la ambición de poder, conocimiento y placer del protagonista, muy en consonancia con otros personajes de novela gótica, y os deparará momentos como el que os dejo hoy:

Pese a todas las voluptuosidades en las que Vathek se sumía, aquel príncipe no era por ello menos amado ni menos querido por sus súbditos. Se creía que un soberano entregado al placer es, por lo menos, tan apto para gobernar como aquel que se declara su enemigo. Pero su carácter ardiente e inquieto no le permitió limitarse a eso. Mientras su padre vivía, había estudiado tanto, para no aburrirse, que sabía en exceso; quiso, finalmente, saberlo todo, incluso las ciencias que no existen. Le gustaba discutir con los sabios; pero éstos no debían llevar demasiado lejos la contradicción. A unos les cerraba la boca por medio de regalos; aquellos cuya tozudez resistía su liberalidad eran enviados a prisión para calmar sus ímpetus; remedio que con frecuencia tenía éxito.

domingo, 28 de diciembre de 2008

La guerra de las salamandras

Aunque fue publicada en 1936, un par de años antes de la muerte de su autor, parece que La guerra de las salamandras, de Karel Capek hubiese sido escrita ayer, ya que no ha perdido nada de su vigencia, máxime en estos tiempos en los que el feroz y exacerbado capitalismo ha terminado por devorarse a sí mismo, como ya ocurriera con la malhadada Ungoliant. Capek nos presenta una obra que, bajo la apariencia de novelita de aventuras puede leerse sin más y dejar un regusto agradable en el lector, pero que alberga mucho más a poco que comencemos a establecer correspondencias entre sus personajes y nuestro entorno y la Historia.

Es La guerra de las salamandras una novela antiutópica, en la línea de obras maestras como Un mundo feliz (1932), de Aldous Huxley, 1984 (1949), de George Orwell, Farenheit 451 (1954), de Ray Bradbury. En la primera de ellas, Huxley nos presentaba un estado totalitario en el que los niños eran “reprogramados” a través de los sueños, y la máxima es ser feliz, obviando el privilegio y haciendo prevalecer las sensaciones físicas. Leer está mal visto, ya que supone para ellos una muestra de insatisfacción, lo que va en contra de lo que propugna la conducta social imperante. Orwell, por otro lado, presenta un mundo hipotético que no dista demasiado del de Huxley. En 1984, la sociedad está dividida en castas, e impera un estado totalitario que tampoco ve con muy buenos ojos los libros. El protagonista trabaja en el Ministerio de la Verdad, un organismo encargado de reescribir la Historia según las necesidades políticas del momento. Por último, Bradbury muestra desde el primer momento, con el título de su novela, la aversión que provocarán los libros en su mundo utópico. El papel arde a dicha temperatura, y en Fahrenheit 451 los bomberos están encargados de destruir los libros. El protagonista de la novela es uno de estos bomberos, que vive con su mujer, Mildred, adicta a los culebrones y que apenas usa el cerebro para pensar. Pero tanto daría ella u otra, en una sociedad en la que todos actúan de igual manera, y los que no lo hacen así son perseguidos y ajusticiados. Guy, nuestro protagonista, descubrirá a través de la joven Clarisse la existencia de un mundo alternativo, en el que la gente conversa, discute y recuerda el pasado. Un mundo en el que no han sido desposeídos de todo lo que nos hace humanos. A partir de ese momento, sólo le quedará la opción de la huida.

Como vemos, estas tres novelas antiutópicas tienen bastantes elementos en común: presentan sociedades futuras en las que un estado totalitario anula a la ciudadanía limitando o erradicando el acceso a la cultura –y, en concreto, a su manifestación más importante en lo tocante a la transmisión del conocimiento, los libros–, ofreciéndoles a cambio una serie de estímulos adocenantes que les hagan innecesaria, incluso, la necesidad de pensar.

Capek, que difundió la palabra robot gracias a su obra de teatro R.U.R. (acrónimo de Rossum’s Universal Robots), ofrece, sin embargo, otro planteamiento igualmente estremecedor sobre nuestra innata calidad de “amos del mundo”. En La guerra de las salamandras, un capitán buscador de perlas descubre la existencia de un extraño ser en una isla del Pacífico, similar a una salamandra pero de gran tamaño, que parece disfrutar imitando sus gestos. Días después, las salamandras intercambian con él perlas por armas para matar a los tiburones, sus depredadores naturales. Nuestro capitán, chico listo, comprende que el trueque puede serle bastante ventajoso, y se dedica a armar a las salamandras a cambio de perlas. Tiempo después, busca socios para comenzar una explotación a gran escala del mercado de las perlas haciendo uso de las salamandras y, tras encontrarlo, dedica su tiempo a ir expandiendo el hábitat de sus nuevas amigas en islas a todo lo largo y ancho del mundo conocido.

En la segunda parte de la novela, se nos presenta a las salamandras como monstruos de feria capaces de llevar a cabo todo tipo de trucos; como sufridos obreros que trabajan, mano de obra barata o esclavo, decídalo usted mismo, de marea a marea, a cambio de sustento y algunos materiales para construir sus viviendas. Pronto su población supera en un factor de 4 ó 5 a la humana, y la producción de muelles, la extensión de tierras y la obtención de materiales submarinos alcanzarán máximos históricos. Poco después, comenzará propiamente la que fue dada en llamarse Guerra de las Salamandras.

Así comienza la tercera y última parte del libro. Las salamandras se rebelan, su líder exige a los humanos que se recluyan en las montañas. A partir de ese momento, hombres y mujeres deberán trabajar para las salamandras, facilitándoles material de construcción, huyendo hacia zonas elevadas para que sea posible dividir la tierra aumentando así las zonas costeras, las únicas en las que pueden vivir estos urodelos gigantes.

Sí, así es. La guerra de las salamandras saca a la palestra una de las grandes cuestiones de la humanidad: nuestra capacidad de ir contra nosotros mismos, como especie. El hecho de que no nos importe pisotear a nuestros semejantes (y menos aún a los que no lo son, o lo parecen menos) en aras de conseguir ser más grandes, más poderosos, más ricos. De paso, no deja títere con cabeza, ni profesión sin ser vilipendiada. Y es, que, mal que nos pese, nos lo ganamos a pulso.

¿El final? Leedla, os la recomiendo fervorosamente. Capek, como si de un Deus ex machina se tratase, aparece en el último capítulo en un diálogo consigo mismo, y reflexiona, “Ya lo ves… Si fueran solamente las salamandras contra la Humanidad, quizá no sería tan difícil hacer algo. Pero gente contra gente, eso no hay quien lo detenga…”.

martes, 23 de diciembre de 2008

Palabras en peligro de extinción

Inflexión, atroz, rezongar, apabullar; abúlico, altanero, estólido, alfeñique; septuagenaria, fruslería. Son palabras, todas ellas, que si bien no han de formar parte necesariamente de un vocabulario erudito, no resultan demasiado habituales en nuestros diálogos o escritos cotidianos. De hecho, ni tan siquiera lo son en los libros que solemos leer, y no necesariamente porque hayan trocado en elementos obsoletos del lenguaje, ni tan siquiera porque estemos ante términos arcaicos o en desuso. Simplemente, nuestro vocabulario se está reduciendo, quedando circunscrito a su mínima expresión, deformado por los barbarismos que parece que atesorásemos con delectación, dejando caer en el olvido hermosas palabras que tienen la resonancia de siglos de historia: contumaz, terruño, albricias, entuerto...

Las palabras con las que comenzaba el texto de hoy las encontraba días atrás en un pequeño librito que, a la sazón, sería vilipendiado por más de uno. Pero es que ese simple bolsilibro, una “novela de a duro” del año 77 del siglo pasado, con toda su aparente sencillez, atesora una forma de escribir, de comunicar, que está desapareciendo. Y es que resulta cuanto menos curioso que un bolsilibro despliegue en sus páginas semejante riqueza léxica.

En estos días de procesadores de textos repletos de funciones, los escritores y periodistas delegan en la máquina algo que sólo –al menos de momento- puede llevar a cabo un ser humano: expresarse con corrección y de forma adecuada, comunicando e, incluso, apasionando al lector. No digo con esto –no se me malinterprete-, que hoy día no se escriban buenos libros. Apunto, meramente, que antaño se escribía mejor, por término general.

Para los que no los conozcan o ubiquen, los bolsilibros, las “novelas de a duro”, eran esos libritos de pequeño formato que tanto éxito tuvieron a mediados del siglo pasado. En particular, durante los años 60-70, editoriales como Bruguera publicaron numerosas novelas con dicho formato, abarcando todas las temáticas posibles: ciencia ficción, terror, misterio, aventura, el oeste americano o romántica. Escritos por autores que necesitaban de su trabajo para subsistir, no buscaban en ellas la excelencia literaria, sino simplemente que cumplieran su principal cometido: entretener a sus lectores y, de paso, poder comer una semana más. Escritas a ritmo de una novela a la semana, con máquina de escribir y en condiciones realmente precarias, no deja de resultar curioso, como vengo insistiendo, que su calidad, sin ser la panacea, sea considerablemente superior a cualquier best-seller que nos llegue hoy día del mercado anglosajón. Es más, los lectores destinatarios de aquellas eran gente con escasos estudios que, sin embargo, eran capaces de entenderlas y divertirse con ellas. Es decir, poseían un vocabulario más amplio que buena parte de los jóvenes de hoy día, que han tenido mayor facilidad de acceso a la educación.

Pero no es mi intención polemizar a este respecto. Simplemente quería dejar constancia de que, tratándose sin duda de un género menor en el que el autor no busca profundizar en la psicología de sus personajes o plantearnos dilemas éticos sobre los que reflexionar, sino simplemente procurarnos la evasión de una lectura ligera, en sus páginas ha quedado plasmada una época pretérita en la que se cuidaba un poco más que ahora nuestro lenguaje.

Porque sin lenguaje no tenemos Historia, ni podemos transmitir nuestros conocimientos, y porque la lengua es nuestro principal patrimonio cultural, protejámosla.

domingo, 14 de diciembre de 2008

Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus

Escribo estas líneas en un tiempo en el que, por buena o mala fortuna, prácticamente todo ha sido dicho sobre el libro que da el pistoletazo de salida a las andanzas de esta nueva aventura que afronto: un blog sobre y por los libros. Sin embargo, me pareció oportuno comenzar con él, por la tremenda amalgama de acercamientos que ofrece la obra, y por tratarse de un libro muy importante para mí.

El nombre de la rosa, del semiólogo italiano Umberto Eco, fue un best-seller allá en la década de los 80, en cuyos albores fue publicada, pero no estamos ante un superventas al uso (kenfolletiano, zafoniano…), no, sino ante una novela culta, con tintes de relato policíaco, latinajos por doquier y el afán de teorizar sobre política y religión en la oscura Edad Media con un discurso que no puede ser ajeno a nuestros días. Tras su lanzamiento, se presentaron tantas interpretaciones sobre la novela como fueron posibles, siendo todas ellas, sin embargo, inconclusas e insignificantes. Porque El nombre de la rosa es más que una simple historia, más que un acercamiento de Eco al género de la novela en la que fuese su primera obra de ficción. Es por esto que trascendió más allá del tiempo, y a día de hoy es un clásico contemporáneo en toda regla.

Como buen libro de profundas raíces, puede leerse bajo distintos estados de ánimo, en diversos momentos de nuestras vidas, y cada lectura será diferente y enriquecedora respecto a las demás. Las aventuras del dual Guillermo de Baskerville (Sherlock Holmes del medioevo, fraile y hombre de ciencia a un tiempo) acompañado del joven novicio a su cargo, Adso de Melk, pueden verse como una intrigante y apasionante historia policíaca; el debate sobre la Iglesia y la pobreza de Jesucristo brinda una interesantísima visión sobre las corruptelas que ya entonces existían en el seno pontificio y su “santa” Inquisición; el amor carnal de Adso y la joven muchacha, un adendum pasional no demasiado ajeno al practicado por tantos otros monjes en la novela, iniciática para el novicio; la reflexión filosófica que enfrenta a fray Guillermo (de Occam) y Santo Tomás de Aquino; la ambientación histórica, conseguida en grado sumo, un referente bibliográfico para profesores y alumnos que utilicen la novela como lectura de referencia.

No son precisamente referencias lo que faltan en El nombre de la rosa. Recrea a Holmes en el personaje de Guillermo, cuyo apellido toma de una de las más famosas aventuras del detective inglés, a Borges en el fraile Jorge de Burgos, y nos trae un libro de Aristóteles perdido (en la Historia y en la historia) sobre la risa.

Todo esto, y mucho más, es para mí la primera novela de Eco, la que me dio a conocer a un autor con el que tantas veces he disfrutado: con su desquite en El péndulo de Foucault, una novela erudita sobre la orden del Temple, náufrago frente a La isla del día de antes, una historia sobre la incertidumbre y la necesidad de respuestas que no deja por ello de ser una hilarante y divertidísima lectura, siguiendo a Baudolino hasta Alejandría en su vuelta a la novela histórica, en este caso de tintes picarescos, o recorriendo el imaginario vital del autor en su autobiográfica y última novela, La misteriosa llama de la reina Loana.

En estos días en los que la nieve despliega su manto sobre todo el país, y el frío acude para infiltrarse por cualquier resquicio de la casa, dan ganas de sentarse junto a la luz y el calor del hogar, echarse una manta sobre el regazo y abrir la novela. Junto al plano de la abadía, cuya ubicación no quiso desvelar el autor, da comienzo la narración de un envejecido Adso que, antes de que la memoria huya de sí, nos dice que…

[…]
Ya al final de mi vida de pecador, mientras, canoso y decrépito como el mundo, espero el momento de perderme en el abismo sin fondo de la divinidad desierta y silenciosa, participando así de la luz inefable de las inteligencias angélicas, en esta celda del querido monasterio de Melk, donde aún me retiene mi cuerpo pesado y enfermo, me dispongo a dejar constancia sobre este pergamino de los hechos asombrosos y terribles que me fue dado presenciar en mi juventud, repitiendo
verbatim cuanto vi y oí, y sin aventurar interpretación alguna, para dejar, en cierto modo, a los que vengan después (si es que antes no llega el Anticristo) signos de signos, sobre los que pueda ejercerse la plegaria del desciframiento.
[…]

Feliz lectura.