viernes, 30 de enero de 2009

Caza de libros

Para quienes se declaran amantes incondicionales suyos, los libros guardan innumerables formas de disfrute. Obvia decirlo, la principal de ellas es la propia lectura de los mismos, pero podríamos citar otras como la sorpresa del descubrimiento, tras horas ojeando estantes en una librería o biblioteca, hojeando volumen tras volumen, de un título que, como si de un flechazo se tratase, nos susurra al oído, llévame contigo, que no te decepcionaré, y así hacemos, descubriendo un nuevo mundo mágico o un autor al que consagrar nuestras horas felices de lectura.

Una de mis aficiones libreras, aparte de las ya citadas, es salir a la caza de libros. No confundamos ésta con la propia del bookcrossing, este ya no tan reciente fenómeno, a partes iguales romántico y bibliófilo, de liberar en un determinado lugar uno o varios libros que, bien encontrados por algún viandante o bien por alguna persona que va a tomar un té bien caliente a la cafetería donde hemos depositado el volumen, lo acoge con agrado para leerlo y, posteriormente, volver a liberarlo en algún otro lugar, convirtiendo así el planeta en una biblioteca global. Dejando de lado las divagaciones, lo cierto es que mi cacería habitual es más la de Luis Corso, el protagonista de El club Dumas, que la del bookcrosser, salvando que no suelo salir a la busca y captura de incunables sino de libros descatalogados o ediciones perdidas de libros recomendados, descubiertos por el boca a boca (o, en estos días, el blog a blog), o leídos por mí mismo años atrás en alguna biblioteca, e imposibles de encontrar hoy día. Siguiendo con el símil cinegético, el encuentro con el libro adecuado en una librería, de viejo o no, sería una caza en puesto, y ésta otra, más dinámica, al rececho.

Para localizar estos libros que se resisten a ser encontrados, antaño recorría una librería de viejo tras otra, buscaba entre libros de saldo, o en ferias de libros antiguos y de ocasión. En bastantes ocasiones tenía éxito en mi búsqueda, aunque el paso por tan suculentos lugares traía aparejada la adquisición de un sinnúmero de otras obras. Efectos colaterales que no resultan dañinos más que para la propia economía. Hoy día, aunque sigo practicando con más gusto el método tradicional (ando convenciéndome estos días de llevar a cabo una visita tanto a la Ciudad Condal como a la capital del país en un recorrido por todo tipo de librerías en un safari que me encantaría plasmar en esta bitácora), he encontrado en Internet una jauría de sabuesos dispuestos a facilitarme la localización de estos libros. A la conocida tienda Amazon se le suman numerosas librerías de viejo que cuentan con una versión de sus catálogos en la red, y un buscador común para todas ellas, Iberlibro. Gracias a éste, he conseguido localizar una serie de libros que marcaron mis primeros años lectores, y cuyas reseñas, por lo raros que resultan hoy día y por la poca información existente sobre ellos en la red, incluiré en su momento en la bitácora.

Vosotros, como Homo libris, ¿sois más cazadores o recolectores? ¿Buscáis de forma activa los libros, o esperáis encontrar buenos títulos en las baldas de cualquier librería? ¿Qué medios usáis para localizarlos?

Feliz captura.

jueves, 22 de enero de 2009

El experimento del Dr. Heidegger

Aunque es posible adorar la literatura con un fervor casi religioso o místico, en el que lo material no empañe la devoción que sentimos hacia las palabras, quienes amamos los libros caemos en ocasiones en la pagana idolatría de ensalzar a un tiempo continente y contenido, cuerpo y alma, tal vez no por igual, pero sí con similar vehemencia.

Es lo que me ocurrió hará cosa de un mes cuando me encontré en la librería con el ejemplar de El experimento del Dr. Heidegger, de Nathaniel Hawthorne, editado por Ediciones Eneida dentro de su colección Confabulaciones. Si ya la pluma de Hawthorne confiere de por sí seguridad sobre la calidad del texto que encontraremos en su interior (no en vano es uno de los más representativos, junto a Poe o Melville, del Romanticismo americano, y es autor de novelas tan reconocidas como La Letra Escarlata), la preciosa edición en que se presentaba ante mí llegó a enamorarme de inmediato.

Presentado en rústica (tal vez su único defecto), el ejemplar que tenía en mis manos presentaba en su portada, ligeramente rugosa, un detalle de la obra Ophelia, de Sir John Everett. Tras abrirlo comprobé que una doble guarda roja precedía al texto, impreso con una tipografía clara y elegante, bastante poco al uso en las ediciones de hoy día, sobre un papel de calidad, suave y de tono ligeramente marfileño. La encuadernación, con los pliegos bien cosidos a la greca y encolados en el lomo, indicaba que el libro estaba hecho para durar. Sobra añadir que el libro se vino a casa conmigo, pues tuve además la suerte de que quien me acompañaba tuvo a bien regalármelo justo entonces.

En cuanto al contenido, tanto el relato que da título al ejemplar, El experimento del Dr. Heidegger, como el resto que le acompañan (El artífice de la belleza, El entierro de Roger Malvin, Los nuevos Adán y Eva…) hacen gala del talento estilístico de Hawthorne, del que ya escribiera Poe en su día lo siguiente:
[…] posee el estilo más puro, el gusto más fino, erudición, humor delicado, dramatismo conmovedor, imaginación radiante y el más consumado ingenio; con todas esas buenas cualidades, se ha mostrado un buen místico.
En general, los cuentos que recoge esta selección hacen gala del estilo de la época; poseen cierto sabor funesto, mezclan a partes iguales el interés por la ciencia y la mera especulación sobre los misterios de la vida y la muerte, en tanto nos muestran a un Hawthorne incapaz de desligarse de la represora educación recibida. Su lectura es amena, y es capaz de embelesarnos simplemente con la musicalidad de las palabras, que hilvana con un estilo sutil y preciso.

En resumen, se trata de un hermoso libro que no deberíamos dejar escapar. Por un lado, para acercarnos a Hawthorne a través de sus cuentos, por otro, porque por su bellísima factura hace de él una delicia para los sentidos de cualquier Homo libris.

¡Feliz lectura!

lunes, 19 de enero de 2009

Edgar Allan Poe

Se cumplen hoy doscientos años del nacimiento del gran poeta maldito, Edgar Allan Poe. Mucho se ha escrito y hablado sobre su vida y su obra, y todos coinciden en afirmar que el autor es una de las grandes plumas de la literatura norteamericana del siglo XIX. Sin duda, Poe no habría sido el mismo de no haber nacido en el seno de una familia rota desde su infancia; sus padres murieron y fue adoptado por un matrimonio acomodado que, sin embargo, desoyó sus anhelos y con quienes rompió relaciones para terminar desheredado. Lo que es cierto es que esta infancia marcada por el dolor, y una platónica relación con su prima Virginia, con la que contrajo matrimonio cuando ésta tenía únicamente 13 años, edad que él doblaba, constituyeron el alimento que una mente inquieta y febril necesitaba para dar rienda suelta a su genialidad.

Poe fue el primer autor norteamericano que intentó vivir de los réditos de su literatura, y este afán le costó caro. Poeta vocacional, articulista por necesidad y narrador inmortal, Edgar ha pasado a la historia gracias a sus cuentos, que supo construir de forma magistral. Su obra ha constituido una referencia para autores de todos los continentes, y fueron seguidores confesos suyos Baudelaire, Verne, Lovecraft, Dovstoievski, Borges o Cortázar, entre otros.

Personalmente, descubrí a Poe a una edad temprana, aproximadamente a los 9 ó 10 años. Fue, si mal no recuerdo, gracias a las cuidadas ediciones de la colección Tus Libros de Anaya, en la que publicaban a autores clásicos con un estudio preliminar sobre la vida del autor y la obra que se tenía entre manos. Posiblemente fue El gato negro el primer cuento que leí suyo, y le siguen en mi memoria El pozo y el péndulo, El escarabajo de oro y Los crímenes de la calle Morgue. Después vendrían El corazón delator, Hop Frog, El tonel de amontillado, La caída de la casa Usher o Berenice, y poemas como los inolvidables Anabel Lee o El Cuervo.

Es difícil ser objetivo, y plantearse hasta qué punto nos ha marcado un autor, pero no andaría muy errado al afirmar que junto a Verne, y posteriormente Tolkien, Poe es el autor que más me llegó a impactar como lector, y que fue quien me llevó a amar es estilo breve del relato. No cabe duda que, posteriormente, Chéjov, Borges, Cortázar o Lovecraft le seguirían en mis desvelos literarios, pero Poe ya me había atrapado para siempre. Lo recomendé siempre a mis amigos, tomé ideas que ya usara él para relatos propios en un intento de homenajearle, y a día de hoy me reencuentro periódicamente con sus obra inmortal.

Por todo esto, os recomendaría encarecidamente que lo leyeseis si no lo habéis hecho ya. Leedlo en Internet, hay numerosas páginas con sus poemas y cuentos, o compradlo en alguna de las fabulosas ediciones que se están editando en este año tan marcado: desde la de bolsillo de Alianza Editorial a la ultimísima Todos los cuentos, de Círculo de Lectores y Galaxia Gutenberg, hay un amplio abanico en el que escoger. Además, podemos leer a Poe en diversos idiomas sin que desmerezca la traducción (salvo los poemas, que obviamente pierden su musicalidad). No en balde, Poe contó con unos traductores de lujo: Charles Baudelaire fue quien volcó al francés su obra, y Julio Cortázar hizo otro tanto para traernos el placer de su lectura al español.

No puedo despedir el día de hoy sin recordarle. Por eso, os dejo con el dilema de una elección. Elegid entre escuchar la hermosa lectura que de El cuervo llevara a cabo Juan Antonio Cebrián en el programa radiofónico La Rosa de los Vientos, y que está disponible para su descarga en la propia página del programa, o deleitaros con la lectura que de la versión original de The Raven lleva a cabo el afamado actor británico Basil Rathbone (uno de los Sherlock Holmes más conocidos de la historia del cine).

Sea como fuere, feliz audición.






Una vez, al filo de una lúgubre media noche,
mientras débil y cansado, en tristes reflexiones embebido,
inclinado sobre un viejo y raro libro de olvidada ciencia,
cabeceando, casi dormido,
oyóse de súbito un leve golpe,
como si suavemente tocaran,
tocaran a la puerta de mi cuarto.
“Es -dije musitando- un visitante
tocando quedo a la puerta de mi cuarto.
Eso es todo, y nada más.”







Once upon a midnight dreary, while I pondered weak and weary,
Over many a quaint and curious volume of forgotten lore,
While I nodded, nearly napping, suddenly there came a tapping,
As of some one gently rapping, rapping at my chamber door.
`'Tis some visitor,' I muttered, `tapping at my chamber door -
Only this, and nothing more.'

miércoles, 14 de enero de 2009

José Saramago

Podemos descubrir a un autor de las más variopintas maneras: mediante la recomendación de un amigo, a través de la lectura de uno de sus artículos, escuchándole en alguna entrevista en radio o televisión, e incluso a través de Internet o por el simple reconocimiento de una voz amiga tras leer el primer libro suyo que acabamos de disfrutar; y esto por citar sólo algunas.

Con José Saramago me ocurrió lo primero. Cuando un amigo me dejó el borrador de su primera novela para que le diese mi opinión y la conversación en torno a la misma derivó en algunas similitudes entre aquella y la escrita por Saramago justo el año antes de que le concediesen el Premio Nobel de Literatura. Corrían, por tanto, los últimos años del milenio pasado en el momento en que departíamos sobre las similitudes entre los personajes de su obra (El extraño mundo de un hombre gris), los de Kafka y, claro está, don José, el protagonista de Todos los nombres, la novela de Saramago a la que me refería anteriormente.

Leí a Saramago con fruición, descubriendo su magistral estilo a la hora de unir subordinada tras subordinada, construyendo un texto de frases encabalgadas que no cansa al ser leído. Requiere, sí, la atención plena del lector, pero una vez atrapada ésta, nada puede hacer que despegue los párpados de las páginas del libro que tiene ante sí. Fue aquél un descubrimiento de tal magnitud que no me cansé de recomendar el libro a todas mis amistades, sufriendo de paso una fiebre lectora que me impulsó a devorar compulsivamente cuanto había salido de la pluma del portugués universal. Lo cierto es que a día de hoy sigue encantándome, y me parece una de las voces más sensatas en este mundo cada vez más perdido.

Aunque en alguna de sus últimas novelas me ha parecido que flojeaba un poco (por ejemplo, en Las intermitencias de la muerte), esto no ha sido óbice para que el disfrute de otras obras suyas sea un placer inigualable. Ensayo sobre la ceguera, y su “continuación” en Ensayo sobre la lucidez, donde plantea interesantes cuestiones sobre la democracia y el papel real de la ciudadanía en ella; La caverna platónica en que vivimos sumidos en un consumismo compulsivo; su peculiar visión sobre la figura central del cristianismo en El evangelio según Jesucristo, que le llevase ser profusamente criticado en su país natal, o la peculiar escisión de la Península Ibérica del resto del continente en La balsa de piedra nos muestran a un Saramago reflexivo, crítico con las injusticias y lúcido como pocos.

Tengo pendiente El viaje del elefante, su obra más reciente, escrita justo tras superar la enfermedad que le postró, pero no pudo con él. Un disfrute que espero compartir con vosotros en breve.

¡Feliz lectura!

jueves, 8 de enero de 2009

Peer Gynt

Peer Gynt, el soñador, el enamoradizo, el voluble joven que deseaba ser emperador, haciendo caso omiso a las advertencias maternas, acude tras una frustrada cacería a la boda de su enamorada Ingrid que, harta ya de sus fantasías ha decidido contraer compromiso con otro joven. Allí conoce a Solveig, una chica extranjera de la queda prendado, pero recordando su misión, impide que se lleve a cabo el enlace raptando a Ingrid y echándose a las montañas, donde la dejará abandonada para conocer, justo después, a la hija del Rey de la Montaña de cuyas garras tendrá que escapar si no quiere quedar convertido en duende para siempre. Tras esto, partirá en un viaje que le llevará alrededor del globo, y gracias al cual visitará lejanos países en los que buscar, siempre, la fama y la gloria que alcanza y le es arrebatada una vez tras otra. Finalmente, en el último acto, regresará ya anciano a su tierra natal donde le espera, inmutable, su destino final.

Cuando Henrik Ibsen escribió su obra teatral en verso Peer Gynt en 1867, lo hizo teniendo en mente la gran dificultad representativa que albergaba la misma, debida principalmente a los numerosos cambios de escenario que disponen las distintas ubicaciones que Peer va recorriendo en sus viajes. A lo largo de cinco actos, esta obra se alejaba notoriamente de otros escritos del autor, claramente realistas, al estar inspirada en la mitología nórdica y tener un corte marcadamente fantástico. Por todo ello, no fue hasta nueve años después de su publicación que la obra pudo representarse por vez primera en Oslo. Contó con la musicalización que preparó para la misma Edvard Grieg, que compuso la música incidental que serviría como acompañamiento a la acción y, de paso, aplacaría la impaciencia del público en los inevitables interludios que se producirían entre escena y escena.

Tal fue el éxito de la obra musical, que en lo sucesivo constituiría un referente clave en la cultura popular, siendo posible encontrar versiones y adaptaciones de las distintas suites que la componen en diversas manifestaciones artísticas, como el cine o la música. Como curiosidad, cabría reseñar que, en 1941, un jovencísimo Charlton Heston protagonizó una película muda basada en el drama de Ibsen, contando como único acompañamiento con la música de Grieg.

Personalmente, conocí las suites de Grieg hace bastantes años, mucho antes que la obra en que se inspiraron, y se convirtieron entonces en algunas de las composiciones de la música clásica más queridas para mí. Tiempo después descubriría la fuente que las inspiró –hasta el punto de que no habrían existido si no hubiera sido como verdadero acompañamiento de la obra teatral-, y quedé prendado por la historia de Gynt. Pese a ser bastante tópica -el viaje como simbolismo del crecimiento interior; el personaje que parte para, habiéndose descubierto a sí mismo, regresa a casa; la obra iniciática por antonomasia-, no deja de tener su encanto.

Estamos, por tanto, ante una obra de teatro que a buen seguro nos deleitará con su lectura; permite demorarnos en sus páginas mientras nos reímos e irritamos a partes iguales con las ocurrencias de Peer, con su ambición sin límites y su inocencia y marcada moral. Ante un clásico totalmente recomendable, sin duda alguna.



sábado, 3 de enero de 2009

Harry Dickson

Ocasiones no faltan en las que un personaje sobrevive al autor de sus días, y en las que su existencia cobra un cariz tan real que trasciende su particular universo para llegar a invadir –gratamente, sin duda– el de sus lectores. Así ocurre, por citar a algunos, con el inmortal Quijote, que sigue desfaciendo entuertos por la inmensa planicie literaria de La Mancha, el tenebroso conde cuyo castillo eleva desafiante sus torreones entre las brumas de los Cárpatos, mientras los lugareños temen susurrar su nombre, Drácula, o con el sin par rey de los detectives, el victoriano Sherlock Holmes, azote del crimen y, de paso, de su autor, Conan Doyle.

Este último, el imbatible Holmes, gran tirador, tanto de pistola como de esgrima, ocioso heroinómano y maestro del disfraz, acompañado siempre por su biógrafo el doctor Watson y nunca por la vestimenta con que pasó a la inmortalidad de la memoria colectiva fue, muy pronto, uno de mis ídolos de infancia. Poco o nada cabría añadir a esta aseveración si tenemos en cuenta la inflamada imaginación de un joven lector que, tras las del detective pasaría a disfrutar con las aventuras de Dupin, los cuentos de Poe, su creador, y cambiando de bando, con los protagonizados por el genial Arsenio Lupin. El rey de los detectives era arrojado, inteligente y todo un caballero, ¿qué mejor ejemplo a seguir que el suyo? Cierto es que había momentos en los que, necesitado de estímulo, permanecía laxo en un fumadero de opio, o necesitaba de su afilada aguja, pero eso eran males menores, totalmente comprensibles por otro lado, para un tierno infante obnubilado por tamaña personalidad.

A resultas de todo esto, crecí escéptico de lo que podían ofrecerme aventuras no escritas por su biógrafo real, Conan Doyle, que tanto llegó a aborrecerle, aunque he de confesar que consumí diversas variantes no literarias del personaje: películas como El secreto de la pirámide o diversos libro-juegos tan en boga durante la década de los ochenta pasaron con agrado ante mis ojos mas, como decía, no me decidí a leer nunca las aventuras relatadas por otros autores. Sin embargo, no hace mucho descubrí la existencia de una criatura nacida por obra y gracia del detective londinense: Harry Dickson había llegado a mis manos.

Harry Dickson es un personaje que, sin haber trascendido hasta el punto de los que enumeraba al principio de este texto, sí que posee en su haber una historia digna de ser relatada. Porque Harry Dickson fue, en su día, Sherlock Holmes.

La historia de Dickson es, como apuntaba, apasionante. A principios del siglo pasado, aparecían publicadas en Alemania una serie de historias protagonizadas por Holmes, pero que eran del todo ajenas a las escritas en su día por Conan Doyle. Estos folletines llamaron la atención a quienes poseían los derechos del autor en Alemania, por lo que solicitaron la inmediata retirada de los mismos de la circulación acompañando amablemente la sugerencia con una amenaza de querellarse contra ellos en caso contrario. La editorial, que no quería perder el tirón que estaban teniendo las historias, cambió el nombre de la serie, que pasó de llamarse Detektiv Sherlock Holmes und seine weltberühmten Abenteuer a Aus dem Geheimakten des Welt-Detektivs a partir de su undécimo número. Sin embargo, con todo el descaro del mundo, el protagonista de las aventuras seguía siendo Sherlock Holmes, aunque Watson fue sustituido desde un primer momento por un joven ayudante que tenía por nombre Tom Wills, mientras que en los primeros números su colaborador era un tal Harry Taxon. Cabe señalar que el flagrante plagio teutón traspasó fronteras y aparecieron ediciones en España, Portugal y otros países europeos y sudamericanos. Todo un éxito editorial, sin duda alguna.

Pues bien, veintidós años después estos hechos, una editorial francesa decide verter del neerlandés las aventuras de Harry Dickson, y contrata para ello al autor Raymond Jean de Kremer, más conocido como Jean Ray, para llevar a cabo la traducción. Ray –del que hablaré dentro de poco comentando un exquisito volumen con obras suyas que pude encontrar hace unos días en una librería de viejo de Granada–, tal vez por hastío respecto a la labor de traducción que tenía que acometer, tal vez por gozar de una ardiente imaginación, pronto comenzó a incluir aportaciones propias a las historias de Harry Dickson, experimento que parece ser que fructificó con éxito, ya que su editor aceptó que Ray rescribiese las historias de Dickson siempre y cuando los plazos de entrega no se viesen alterados. Jean Ray cumplió, e inspirándose únicamente en las portadas de las novelitas que debía “traducir”, escribió más de ciento ochenta aventuras de Harry Dickson , además de traducir una veintena de las doscientas treinta originales.

Cabe señalar que las historias de Dickson, en particular las escritas por Jean Ray, tienen un sabor profundamente sobrenatural, bastante alejado del personaje que pretendió ser en un principio. Sin embargo, poseen la agradable cualidad de saber entretener, lo cual no es poco, y dejan tras su lectura la necesidad de conocer un poco más a este Sherlock Holmes americano (muy británico en todo caso, y residente en Baker Street) y adentrarse, junto a él y Tom Wills, en otra apasionante aventura.

En España, Júcar editó 65 de estas aventuras durante los años setenta, y aunque aún hoy es posible encontrarlas en librerías de viejo y en los rastros de nuestras ciudades, resulta complicado hacerse con toda la colección. Por ello, no estaría de más una reedición que, a buen seguro, contaría con los parabienes de quienes nos deleitamos con una historia bien contada.