miércoles, 22 de abril de 2009

Colecciones

Hace unos días finalizaba la lectura de Festín de Cuervos, el cuarto libro de Canción de Hielo y Fuego, la inmensa novela-río con la que George R. R. Martin nos deleita y hace sufrir a un tiempo, y que promete mantenernos expectantes hasta su finalización en algún momento de un hipotético futuro cercano (o no tanto, si tenemos en cuenta el decreciente ritmo de publicación, que no de calidad, del autor).

Terminada la lectura, y dando por hecho que transcurrirá un tiempo bastante dilatado hasta que Martin publique (y especialmente salga en castellano) Dance with Dragons, la continuación de la historia, me asaltan una serie de inquietantes preguntas, a las que no termino de dar respuesta. ¿Qué nos hace convertirnos en sufridos lectores de sagas interminables, aún no terminadas de escribir, traducir y/o publicar? ¿Por qué nos enganchamos a ellas como antaño los lectores de folletines, y anhelamos el próximo capítulo, la aparición de un avance, la noticia de alguna novedad en el horizonte de publicaciones? ¿Es una expresión de fanatismo, de fervor cuasi religioso o de pasión por lo escrito? ¿Se trata de un fenómeno similar al que se está dando con las series de televisión, que en buena parte desplazan al cine como elemento de divertimento en la actualidad? ¿No salimos escarmentados ante las jugarretas editoriales?

Me resulta difícil dar respuesta a dichas cuestiones, aunque lo cierto es que en el mundo de las grandes sagas literarias (o, cuanto menos, libreras) me ha ocurrido de todo. Desde esperar año tras año la aparición de un libro que nunca llega, la sexta parte de Hijos de la Tierra, de Jean M. Auel, que comencé a leer hace dieciocho años, hasta hacerlo con una saga ya escrita pero no volcada del polaco, como ocurre con La dama del lago, de Andrzej Sapkowski, último volumen de la serie de Geralt de Rivia, que tras un par de años de espera la editorial no solamente no publica, sino que otra comienza la reedición de toda la saga, y nos hacen esperar a los lectores un añito más hasta ponerse a la par y generar, de paso, una mayor expectación. Hablo, claro está, de Bibliópolis y Alamut respectivamente.

En otras ocasiones, las editoriales son aún más duras. Que se lo digan a los lectores de Titus Groan, que tuvieron que esperar tres lustros a que Minotauro se dignase a traducir Gormenghast, y a mí mismo que, conociendo la situación, no adquirí en su día el libro para encontrarme años después con las tres partes descatalogadas; conseguí adquirir la primera y tercera para encontrarme, una vez más, con Gormenghast no disponible. La búsqueda de este título me ha provocado más de un quebradero de cabeza y problemas con compras por Internet que tal vez algún día que venga a colación traiga al blog.

También ocurrió con Timun Mas y su edición de Otherland, otra novela río, ésta de Tad Williams (de él me encantó particularmente su Añoranzas y Pesares), que la editorial se encargó de dividir y subdividir en diversos tomos para aumentar el número de ejemplares a vender y, por ende, de ingresos. Sin embargo la jugada le salió mal, las ventas cayeron en picado, y la serie no fue completada. Visto el cariz que tomaban las cosas, me desencanté y la dejé aproximadamente por la mitad, aunque realmente prometía. Años más tarde, Círculo de Lectores tuvo un gesto hermoso, publicando esta última parte para quienes deseasen completar, aunque fuese con otro formato, la colección. Pero para mí ya era demasiado tarde, habría tenido que reunir el resto de ejemplares, y por aquel entonces me encontraba cansado de la situación creada.

Así las cosas, ¿es arriesgado hoy día sumergirse en la lectura de una novela-río? ¿Creéis que las editoriales aprovechan el tirón de determinados autores para hacer su agosto a costa del sufrimiento de los lectores? ¿Puede más nuestra afición que el desgaste causado por este maltrato? ¿Cuál es vuestro parecer?

sábado, 11 de abril de 2009

La Ratesa


Así se cumplió, dijo la Ratesa con que sueño. Donde estuvo el hombre, en cada lugar que dejó, quedó basura. Hasta en la búsqueda de las últimas verdades y pisando los talones de su Dios produjo basura. Por su basura, acumulada capa a capa, se le podía reconocer siempre en cuanto se excavaba para buscarlo; porque más longevos que el hombre son sus residuos. ¡Sólo la basura ha durado más que él!
Recibir una rata común, de las denominadas de alcantarilla, como regalo de Navidad es algo de lo más inusual. Tanto como que nos haya llegado porque la solicitemos de forma expresa. Sin embargo, así comienza esta novela de Günter Grass, con la llegada de tan insólito como esperado regalo, una rata que pronto colmará los sueños del narrador convirtiéndose en La Ratesa, aquella que le describe cómo el hombre ha llevado su existencia hasta el límite y más allá, desembocando en un cataclismo nuclear a nivel mundial que ha terminado con su extinción.

A Günter Grass le tenía ganas. Así, había visto publicadas una obra suya tras otra, y desde que leí el argumento de El Rodaballo, y descubrí su Tambor de Hojalata, deseaba leerle. Sin embargo, por un motivo u otro nunca había terminado por decidirme a devorar uno de sus libros, hasta que se apoderó de mí la imagen de La Ratesa. Encontré el libro en la librería de viejo BookMarket, y si bien no lo compré en mi primera visita, ni en la segunda, ni tan siquiera en la tercera, el libro me llamaba una vez tras otra al acudir a la estantería en la que se alojaba. Finalmente, en esta última visita que describía días atrás, el libro se vino conmigo.

Leerlo ha supuesto seguir a Grass a lo largo de las callejas de una ciudad devastada. Comenzó por tomarme de la mano y empezar a hablar sin pausa, para soltarme comenzada la narración y dejarme perdido en una calle oscura. Oía su voz al otro lado del muro, corría para encontrarle girando una esquina y, tras volverla, encontrarme con que había vuelto a perderle. Su voz, ahora, provenía de una calle lejana, llegaba y oía cómo seguía relatando la historia de la destrucción del hombre, el viaje científico a los mares de Damroka y varias mujeres más a bordo de una gabarra a los mares septentrionales, el señor Matzerath a Polonia y las peripecias de unos particulares Hänsel y Gretel con ínfulas de punkies.

Pese a todo, aun extenuado por esta búsqueda continua de la historia, he de admitirlo: el libro me ha encantado. No es un libro para leer a la ligera; tampoco lo esperaba. Günter Grass plasma en La Ratesa todo el horror de la autodestrucción del hombre, que ya podía barruntarse en los años ochenta, cuando fuera publicado el libro, poco antes de que le fuera concedido el Premio Nobel a su autor. Hoy día, las cosas no han cambiado demasiado, sino que cada vez van a peor. Las palabras de la Ratesa parecerían premonitorias, de no ser porque todo, siempre, fue así:

Es verdad, amigo mío, dijo la Ratesa, pero de todas formas deberías oír lo que nos indujo a hundirnos bajo tierra: hacia el final de la historia humana, vuestra especie se había habituado a un lenguaje que lo nivelaba todo tranquilizadoramente, consideradamente, que no llamaba a nada por su nombre y sonaba sensato hasta cuando hacía pasar las tonterías por conocimientos. Era asombroso cómo los capitostes, los políticos, lograban hacer las palabras flexibles y maleables. Decían: con el terror nuestra seguridad aumenta. O bien: el progreso tiene un precio. O bien: el desarrollo técnico no puede detenerse. O bien: no podemos volver a la Edad de Piedra. Y ese lenguaje engañoso era aceptado. Por eso se vivía con el terror, se corría tras negocios o diversiones, se lamentaban las víctimas de las antorchas de admonición, se las consideraba hipersensibles y, por ello, incapaces de resistir las contradicciones de la época.

De acuerdo: ¡hasta vuestra basura es impresionante! Y a menudo criaturas como nosotras nos asombramos cuando las tormentas de polvo refulgente traen desde muy lejos a la llanura, por encima de las colinas, voluminosos elementos de construcción. ¡Mirad, ahí planea un techo de fibra de vidrio! Así recordamos a los encumbrados hombres: pensando en subir cada vez más alto, cada vez más arriba… ¡Mirad qué arrugado cae al suelo su progreso!

jueves, 2 de abril de 2009

La isla de Abel


Abel nunca habría pensado que, celebrando el primer aniversario de su boda con Amanda, una implacable tormenta terminaría por separarle de su joven esposa. El ratón, que había vivido siempre entre los algodones que su estatus social le proporcionaban, tuvo que armarse de valor para sobrevivir en la isla a la que fue arrojado por la tempestad.

Así se desarrollan, de forma aparentemente simple, las aventuras que este Robinson de los roedores vive en la isla a la que William Steig parece desterrarle. El libro, que leí en mi infancia (es uno de los que recuerdo de entre los muchos que disfruté en mis primeros años como lector de la Biblioteca Pública de Santa Fe, en Granada), pude encontrarlo hace poco en una librería de segunda mano, y pasó a sumarse a los “recuperados” de aquellos tiempos, cada vez más lejanos.

Si os hablo de Steig, a muchos ni os sonará el apellido del autor de La isla de Abel, el librito que traigo hoy a colación por celebrarse el Día del Libro Infantil y Juvenil. Pero si os menciono a un ogro verde, malhumorado, que vive en una ciénaga y que se ha convertido en los últimos años en un fenómeno de masas tras su aparición en el cine, a la mayoría le vendrá a la mente el nombre de Shrek.



Fue Steig un neoyorkino que dedicó su vida a escribir e ilustrar libros infantiles, y que falleció hace seis años, a la edad de noventa y cuatro. Publicó La isla de Abel en 1976, pero no sería hasta 1990 que vería la luz Shrek! Ganador de prestigiosos premios de literatura infantil, quería traer hoy al blog su memoria, para recordarle a él y a tantos otros autores que, iniciando a jóvenes lectores, les descubren un mundo de fantasía en los libros. Por desgracia, en numerosas ocasiones su obra permanece en la sombra, o es desconocida su procedencia a pesar incluso de que sus personajes puedan alcanzar la misma fama que el ya mencionado ogro.

Feliz lectura.