Existen fórmulas establecidas sobre cómo debería comenzar un cuento infantil; “érase que se era…” o “hace mucho, mucho tiempo, en un reino lejano…” son, precisamente, dos de estos comienzos típicos. En el caso de las narraciones para adultos, el inicio de la historia, que nos predispone para prestar atención a lo que nos van a contar, no se da de una forma tan encorsetada, y esto es más cierto aún en el caso de la novela. Un comienzo atrayente, que capte la atención del lector, es algo fundamental, y puede marcar la diferencia entre que quien lo hojea decida llevarse el libro consigo o lo deje de nuevo sobre la estantería.
En general, no obstante, los comienzos de las novelas no se quedan en la simplificación que estoy llevando a cabo. Escritos o no con esa intención, no sólo llegan a atraparnos como a moscas en una telaraña, impotentes (y gozosos) de escapar de la trama que se desarrolla ante nuestros ojos y en nuestra imaginación, sino que quedan grabados de forma indeleble en nuestra memoria. Su mero recuerdo despierta en nosotros las maravillas que vivimos en el pasado, nos impulsa a departir con quienes nos rodean, compartir con ellos nuestras impresiones sobre el argumento (“¿recuerdas la ascensión por la chimenea del Stromboli sobre un mar de lava?”, “¡te encantaría el momento en que, echando mano al bolsillo, se pregunta qué es lo que tiene dentro!”), los personajes (“te sorprenderá descubrir la perspectiva de Jaime cuando empiece a hablar con su propia voz”, “sí, los de Dickens son un poco estereotipados, pero dime tú si en aquella época podía ser de otro modo”, “¡Ven, Milana! Milana bonita, ven…”) o el mero placer de la lectura (“te encantará, a mí me atrapó y me pasé la noche entera leyendo. ¡Así vengo con estas ojeras!”).
En un agujero en el suelo, vivía un hobbit. No un agujero húmedo, sucio, repugnante, con restos de gusanos y olor a fango, ni tampoco un agujero seco, desnudo y arenoso, sin nada en que sentarse o que comer: era un agujero-hobbit, y eso significa comodidad.
Ante tamaña invitación, ¿quién no pasaría al interior, tomaría asiento y se dispondría a maravillarse con las historias que los libros están dispuestos a contarnos? Hacedlo pues, sentaos y contemplad el mágico mundo de las palabras.
En ocasiones, a nuestro narrador no le queda más remedio que tomar pluma y papel, y consignar en él los hechos increíbles que vivió en su juventud. Así le ocurre al ya anciano monje de
El nombre de la rosa, y también al bueno de Jim Hawkins:
El Squire Trelawney, el doctor Livesey y los demás señores me han encargado poner por escrito todo lo referente a la «Isla del Tesoro», de principio a fin, sin dejar otra cosa en el tintero que la posición de la isla, y esto porque aún quedan allí riquezas que no han sido recogidas. Tomo, pues, la pluma en el año de gracia de 17... y retrocedo hasta el tiempo en que mi padre era el dueño de la posada del «Almirante Benbow», y en que el viejo navegante, de moreno y curtido rostro, cruzado por un sablazo, se acomodó como huésped bajo nuestro techo.
¿Quién sería capaz de marcharse sin saber si, en un descuido, el joven Jim nos da alguna pista sobre la ubicación de tan singular ínsula? Al quedarnos escuchando su historia, descubriremos nuevos usos para los barriles de manzanas y algunas de las desventuras de Ben Gunn. Lo que no podríamos saber es que, llegando al puerto para embarcar junto a Jim en la Hispaniola, se nos acercaría un joven muy educado, que antes de nada, comenzaría por presentarse.
Llamadme Ismael. Hace unos años -no importa cuánto hace exactamente-, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un nuevo noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustituto de la pistola y la bala.
Nos vamos, pues, junto a Jim, con el pensamiento ocupado por las palabras de Ismael. Deberíamos, llegado el momento, intentar saber qué fue de él. Nos esperan peligros y aventuras, peleas a muerte y sin tregua, en las que haríamos bien en contar con el acero afilado y el pulso firme de un buen espadachín. Un hombre curtido en mil batallas y de honor, a pesar de lo que pudiéramos imaginar por su destartalado aspecto.
No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente. Se llamaba Diego Alatriste y Tenorio, y había luchado como soldado en los tercios viejos en las guerras de Flandes. Cuando lo conocí malvivía en Madrid, alquilándose por cuatro maravedís en trabajos de poco lustre, a menudo en calidad de espadachín por cuenta de otros que no tenían la destreza ni los arrestos para solventar sus propias querellas. Ya saben: un marido cornudo por aquí, un pleito o una herencia dudosa por allá, deudas de juego pagadas a medias y algunos etcéteras más.
Alatriste es un hombre valiente, ya lo sabemos, y el filo de su espada habrá acabado, sin dudarlo, con la vida de más de uno de sus coetáneos. Sin embargo, a pesar de mantener la calma en un duelo, no tiene la frialdad necesaria como para proclamarse a sí mismo como asesino.
Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne; supongo que el proceso está en el recuerdo de todos y que no se necesitan mayores explicaciones sobre mi persona. Aunque ni el diablo sabe qué es lo que ha de recordar la gente, ni por qué. En realidad, siempre he pensado que no hay memoria colectiva, lo que quizá sea una forma de defensa de la especie humana. La frase "todo tiempo pasado fue mejor" no indica que antes sucedieran menos cosas malas, sino que —felizmente— la gente las echa en el olvido.
Y aunque así no fuese, aunque no cayesen en el olvido, lo cierto es que resulta terrible tener constancia del peso de las palabras, que nos transmiten noticias que nos gustaría ser capaces de borrar de nuestra memoria, ya que podríamos saber de ellas antes incluso que la persona que va a sufrir el impacto de la caída, mientras muere, contra el duro suelo.
El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un bosque de higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un instante fue feliz en el sueño, pero al despertar se sintió por completo salpicado de cagada de pájaros.
En estos momentos, cuando caemos hacia la tierra y el sueño eterno de la muerte, y justo antes, cuando contemplamos el frío acero que nos ha de matar, ya sea en forma de punzante cuchillo o afilada bala, el tiempo se estira, demuestra que es flexible, y nos concede la gracia de un último momento en el que recrear la vida que disfrutamos y que está a punto de finalizar.
Hace muchos años, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía, habría de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.
Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos.
El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarías con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos.
Afortunadamente, la naturaleza es sabia, y tras el doloroso momento en que acuchillan nuestro cuerpo, todo se vuelve blando, nos preguntamos qué le ocurre a ese cuerpo que yace rodeado de hombres y mujeres que se rasgan sus vestiduras, sus rostros rotos de dolor. Al fin y al cabo, aquí no se está tan mal.
Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro.
Y sabemos que no será nuestra última aventura. Que a pesar de que una lágrima asome a nuestros ojos, tristes y tiernos, en otro momento saldremos de nuevo al camino, con un campesino por compañero y amigo de aquel desgarbado personaje que vemos venir hacia nosotros, con el desaliño y la mirada perdida de los cuerdos.
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los días de entresemana se honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera.
Me consta que son muchos más de los que están, por lo que os invito a hacer memoria. ¿Qué comienzos de novela os han marcado de forma tal que seríais capaces de devolver a la mente toda la historia con recitar unas pocas palabras de aquéllos?