viernes, 25 de septiembre de 2009

¡Fuego! ¡Fuego!

El otro día, tratando el tema de los enemigos que pueden dañar, e incluso destruir, a nuestros amigos los libros, nuestros amigos R. y Ardaleth mencionaban la posibilidad de tener en casa un pequeño extintor para sofocar algún pequeño incendio que, de producirse en casa, podría llegar a destruir nuestra biblioteca.

Lo cierto es que cuando me estuve planteando la entrada sobre los posibles enemigos de nuestros amigos de papel no lo hice desde una perspectiva catastrofista, sino reseñando alguno de los inclementes peligros que acechan a toda biblioteca. Ni terremotos (menuda experiencia la que compartió con nosotros R.), ni inundaciones (de humedad sí que hablábamos, pero no en este grado de saturación acuática), ni otros desastres de esta magnitud. Al mencionar la posibilidad de incendios, pensé en escribir esta entrada. Porque, ¿qué mayor peligro para los libros y los delicados materiales que los componen que el del fuego?

Si nos remontamos siglos atrás en la Historia se nos aparecerá, sin duda, la imagen de la Biblioteca de Alejandría. Aunque sus maravillosos tesoros no se hubiesen visto afectados por el incendio de la ciudad en el año 48 a. C., que un error filológico llevase a Plutarco de Queronea a mencionar que el fuego se extendió hasta devastar aquella, continente y contenido, nos hace recordarla aquí en primer lugar.

No es el fuego el único peligro que corren las bibliotecas, y a lo largo de los siglos han sido devastadas por incendios e inundaciones, expoliadas por saqueadores, destruidas por bombardeos… Sin embargo, dando un salto al plano literario, lo cierto es que cabría ver en el fuego un elemento metafórico; cuando los libros arden se pierde la cultura, la memoria de los pueblos. Nos vemos sumidos en la barbarie y la ignorancia cuando un patrimonio así llega a perderse. No hay peor castigo para un pueblo que hacer desaparecer su pasado. La memoria de los hombres es fútil, tenemos que apoyarnos en los libros para que lo importante persista.

A poco que lo pensemos, son numerosas las referencias dentro de la literatura a este tipo de hechos. Desde el mismísimo Quijote, que pierde la biblioteca que le llevó a su lúcido estado de locura a instancias del ama, y gracias a las conspiradoras manos del cura y del barbero, hasta la borgiana biblioteca de El nombre de la rosa que sufre los efectos del fuego, en muchas obras literarias se presenta el fuego como elemento purificador, capaz de llevarnos al lejano estadio virginal del desconocimiento, que no ha de ser (de hecho, no creo que lo sea) el ideal.

Uno de los libros que más puede marcarnos en relación a esto que comento es Fahrenheit 451, la genial novela distópica de Ray Bradbury, repleta de elementos metafóricos. Los hombres-libro, los bomberos incendiarios que destruyen sistemáticamente cuanto libro se les presente por delante. En la sociedad que nos describe el libro se considera que leer es malo, porque genera angustia, hace a los hombres distintos los unos de los otros, dándoles capacidad de criterio propio. Montag, uno de estos bomberos sufre una fuerte impresión al contemplar a una anciana que se inmola, prendiendo fuego a su casa y pertenencias, antes de perder sus libros. Este será el punto de partida para que nuestro protagonista intente comprender la motivación que lleva a estas personas a anteponer sus vidas a la pérdida de sus libros.

También contamos entre nuestras letras con un singular libro sobre la quema de libros, en particular durante periodos de guerra y represión. Se trata de Los libros arden mal, del gallego Manuel Rivas. Rivas, que es uno de mis autores preferidos, del que me encanta su prosa especialmente musical. En él, encontramos una mezcla de cuentos se van entretejiendo en una obra singular que abarca casi un siglo entre sus poco más de seiscientas páginas, y que hace especial hincapié en la Guerra Civil y la posguerra, donde se produjeron numerosas quemas de libros en Galicia. Como ya ocurriera en Berlín en 1933, quienes arrojaron a las llamas del olvido los libros del pueblo no fueron gente ignorante. Sabían muy buen lo que se hacían. Os invito a descubrir este libro, si no lo conocíais ya, y a disfrutar con las palabras de Rivas. Y también a concederme la gracia de las vuestras, opinando sobre los incendios, la destrucción de libros y el papel que les otorgáis dentro de la Cultura.

Os deseo una feliz (a la par que cuidadosa) lectura junto a una chimenea. Al menos, en cuanto empiece a refrescar un poco más la temperatura. ;)

martes, 22 de septiembre de 2009

De las hojas caídas y otras hierbas

Un año más fiel a la cita, ha llegado el otoño. La que es para mí la estación más hermosa se hace, año tras año, menos presente, más corta, excesivamente cálida. Pero, mientras exista el otoño, habrá lugar para historias recorriendo un sendero alfombrado de hojas, con la pipa cargada (aunque sea metafóricamente) y anillos de humo en el aire (también metafóricos, o podremos perdernos el maravilloso olor a humedad, a setas recién cosechadas, a los frutos que se esconden en el sotobosque, en plena disposición para esos duendecillos nocturnos que son los roedores.

Es día 22 de septiembre, y entramos –al menos oficialmente- en el otoño. Es el cumpleaños de Bilbo y Frodo, y tal día como hoy, en una lejana comarca, Bilbo celebraría su cumpleaños centésimo décimo primero con una fiesta de especial magnificencia. Ya saben ustedes, "No conozco a la mitad de ustedes, ni la mitad de lo que querría y lo que yo querría es menos de la mitad de lo que la mitad de ustedes merece”. Se me antoja el día de hoy como el ideal para comenzar la relectura de El Señor de los Anillos, para hacerlo con la maravillosa voz de Loreena McKennitt y, por ejemplo, su disco “A Winter Garden”, o con canciones como “Lady of Shalott”, que ya apareció en su día en el blog.

Hablando de cumpleaños, del otoño y de canciones sobre esta damisela, hoy también es el cumpleaños de Emilie Autumn, una artista muy particular, multi-instrumentista y cantante, cuya música no deja indiferente a nadie: o la adoras, o no te atrae lo más mínimo. Virtuosa del violín, os dejo aquí la canción “Shalott”.


Además, el otoño viene cargado de novedades literarias (y de colecciones de quiosco :D). Murakami lanzará una nueva novela, El fin del mundo y un sombrío País de las Maravillas, otro tanto hará Pamuk con El museo de la inocencia, y otros autores del gusto del que aquí escribe y, me consta, de muchos de quienes estáis leyendo estas líneas ahora, como Eduardo Mendoza, Tres vidas de santos, La noche de los tiempos de Muñoz Molina. Incluso los amantes de los más vendidos tendrán su huequito, con el libro de relatos de Stephen King, Después del anochecer, la continuación a Coltán de Vázquez-Figueroa en Kalashnikov, y (uf, venga, hazlo, escríbelo) la continuación a El Código da Vinci con El símbolo perdido. También se reeditarán clásicos como Stevenson, de la mano de Mondadori, y una versión inédita hasta ahora en España del Manuscrito encontrado en Zaragoza de Potocki. El veinte aniversario de la caída del muro de Berlín será recordada en títulos como El muro de Berlín de Frederick Taylor, o La caída del muro de Berlín, que editará Alianza. En resumen, que vamos a tener lecturas para todos los gustos. La gran pregunta es… ¿para cuándo los lanzamientos en formato digital para los lectores de libros electrónicos?

Por último, también hoy se lanza a nivel mundial la película “The Age of Stupid” (“La Era de la Estupidez”), haciéndola coincidir con la celebración de la Asamblea general de Naciones Unidas en la que se tratará el problema del cambio climático. En ella nos presentan a un hombre solitario que vive en el año 2055 en un mundo devastado por el cambio climático. Viendo en los reportajes de cuarenta años atrás el daño que se estaba haciendo al planeta, se pregunta por qué no hicimos nada para remediarlo. Una interesante propuesta para la reflexión.


¡Feliz otoño!

domingo, 20 de septiembre de 2009

¡Esto es la guerra!

Y no hablo precisamente de la Segunda Guerra Mundial, de la que se cumplen ahora los setenta años, para eso os remito a la entrada de Alienor, sino de la encarnizada lucha contra aquellos agentes que destruyen y dañan a nuestros amigos más queridos: los libros.

Si nos preguntaran quiénes son los enemigos más peligrosos para nuestros libros, posiblemente nos vendrían a la cabeza las personas a quienes se los prestamos en una ida sin retorno, o aquellas que nos los devuelven en un estado más que lamentable. O bien aquellos simpáticos, pero no por ello menos dañinos, ratones caseros que con sus poderosos incisivos producen daños irreparables en los libros de nuestras bibliotecas. Afortunadamente, la mejora de las condiciones de hogares y edificios públicos ha permitido que estos roedores, junto a sus aún más peligrosas primas las ratas, sean cada vez menos frecuentes en los archivos y bibliotecas (de esto seguro que nos puede hablar con mayor propiedad nuestra amiga Lammermoor). En cambio, existen otros enemigos, aún menos visibles que los escurridizos ratones, que pueden dar al traste con una buena biblioteca. Vamos a recordar algunos de ellos.

Desde que vivo en Málaga, mi mayor obsesión respecto a la conservación de mis libros ha sido la constante presencia de humedad en el ambiente. La humedad no entiende de puertas ni barreras, y se hace patente especialmente en verano. Los libros, por su propia constitución de papel, tela, cartón y, en algunos casos, piel, son verdaderas víctimas de la humedad, que oprime sus páginas, las hace volver a la pasta original que las vio nacer o, en casos no tan graves, las convierte en frágiles seres que se deshacen con tocarlos. Para luchar contra la humedad, puede usarse una adecuada calefacción que mantenga la sala a una temperatura estable y reseque un poco el ambiente. Sin embargo, no conviene propasarse, porque los cambios bruscos de temperatura, así como las temperaturas elevadas, provocan pequeñas variaciones de tamaño en los libros (por la dilatación y contracción de sus materiales) que puede dañar el papel o la encuadernación (en particular, la cola que se usó para pegar su lomo).

Unido a la humedad constante está la temperatura elevada (pero, a diferencia de la solución propuesta anteriormente, que no elimine la humedad existente en el ambiente). Si se dan estos dos fenómenos, y además tenemos la biblioteca en penumbra, es posible que aparezcan odiosos hongos que ensucien y estropeen el papel. A la humedad ambiente habría que añadir posibles filtraciones de tuberías o del suelo en las paredes de los edificios. Contra todo esto deberemos batallar sin descanso, so pena de ver mermada nuestra estupenda colección.

Otro de los enemigos, siempre presentes y además visible, es el polvo. Ese que nos empeñamos a erradicar sin ver fin a la batalla, y que se acumula en los lomos y la parte superior de nuestros amigos. Además del daño estético que hace a nuestra biblioteca, se le suma la alergia que produce en algunos de los lectores. Pero no queda ahí la cosa, y dado que el polvo porta gérmenes, hongos y diversos materiales, puede resultar abrasivo para el papel, y desencadenar procesos de deterioro físicos y químicos, que lleguen a estropear sin remedio algún ejemplar.

Los insectos tampoco son un enemigo desdeñable. Desde las famosas polillas al precioso pero mortífero pececillo de plata, pasando por la carcoma o las termitas, si a una colonia de insectos se le ocurre plantar su campamento en nuestra biblioteca, lo cierto es que estamos literalmente… fastidiados. Para erradicarlos posiblemente haya que recurrir a un experto, aunque destacaría el bien que hacen algunas arañas cazadoras y las salamanquesas en el control de estos y otros insectos. Así que las arañas son buenas amigas, nuestras y de nuestros libros ;)


Por supuesto, el (ab)uso es un mal amigo de los libros. Aquellos que abren los libros 180 grados, les doblan las páginas o llevan a cabo con ellos atrocidades innombrables, deberían ser condenados al patíbulo. Pero, aunque se les trate bien, nuestros amigos están constituidos por materiales delicados y sensibles, por lo que el desgaste estará siempre presente. Hay que cuidarlos lo máximo posible y restaurarlos cuando se encuentren dañados. También tener en cuenta las ediciones, cuando vamos a adquirirlos. Obviamente los libros de bolsillo hacen mucho bien a nuestra economía, y hay ediciones de envidiable calidad. Pero hay muchos otros, especialmente los que se sacan a menor precio con el único interés de suscitar la venta (es el caso de las numerosas ediciones de bolsillo que aparecen en verano) que suelen tener un papel de mala calidad, encuadernaciones que no superarán varias lecturas o que se deteriorarán en apenas un lustro. En cambio, hay otros libros de bolsillo, especialmente aquellos que pertenecen a colecciones de referencia en algunas editoriales, que han sido producidos con el mismo cariño y calidad que otros libros de mayor valor económico. Según deseemos que un determinado libro nos acompañe durante toda la vida o no, deberemos pensar en la calidad de los elementos que lo constituyen.

¿Y vosotros, soléis ser muy exigentes con las ediciones? ¿Tenéis especial cuidado con alguno de los aspectos mencionados? ¿Qué otros elementos os producen fobia, o temor, respecto al cuidado de vuestros valiosos compañeros?

viernes, 18 de septiembre de 2009

En un agujero en el suelo vivía un hobbit

“En un agujero en el suelo vivía un hobbit”, escribió el profesor en un papel de examen dejado en blanco por uno de sus alumnos. Resulta difícil decir algo nuevo sobre El Hobbit, la maravillosa historia con que Tolkien nos abrió las puertas su mágico mundo de hombres, enanos, elfos, hobbits, y otros seres menos amables que no tienen por costumbre invitarle a uno a té y pastelillos de semillas cuando se acerca a la puerta de sus casas en una deliciosa mañana de primavera.

Es bastante probable que la mayoría de vosotros haya leído este libro, disfrutado con alguna de sus adaptaciones (cinematográficas, al cómic, a los videojuegos), o conozca simplemente algo sobre su historia. A todos, absolutamente a todos, os recomendaría descubrirla, leerla o volver a releerla. El descubrimiento de un ejemplar en una librería de viejo me ha incitado a reencontrarme con Bilbo Bolsón y sus singulares compañeros, y ya que muchos de vosotros conoceréis algunos detalles de la aventura de los enanos, el mago y el hobbit, os ahorraré los detalles de la misma: sus maravillosos encuentros con Guille Estrujónez y su par de amigos, el descanso en La Última Morada de Rivendel, las aventuras del Bosque Negro o el encuentro con Smaug, el dragón. Simplemente deciros que he disfrutado de la historia tanto o más que las veces anteriores, la última de las cuales quedaba ya un poco lejos. Eso sí, he notado bastantes errores de construcción en las frases (uno de los cuales se encuentra, por ejemplo, en el párrafo que cité en la última entrada) debidos a la traducción. Así que, para no aburriros, os contaré algunas de las anécdotas que guardo con cariño durante una larga relación con el libro.

La primera vez que oí hablar de El Hobbit estaba en el colegio, en aquella desaparecida y remota EGB. Fue un amigo al que ya he citado en alguna ocasión, Sergio, quien me dijo que estaba leyendo un libro que habían recomendado en el programa de televisión “Un cesto lleno de libros” (me encantaba). Según me contó, el libro trataba sobre una mágica aventura a lo largo de una tierra imaginaria, en la que unos pequeños seres, conocidos por el nombre de medianos, debían destruir un objeto maligno. Como ya os habréis imaginado, mi amigo me estaba hablando de El Señor de los Anillos, y añadía que había leído sobre la existencia de un libro anterior que aclaraba algunos aspectos de aquél. Aunque no leí los libros en aquella época, tomé buena nota de ellos, y pasarían unos años hasta que pude leer El Señor de los Anillos y hacerme con una copia de la trilogía, la editada por Círculo de Lectores en un único volumen con la sobrecubierta de un tono rosado. Así fue como descubrí la apasionante gesta de Frodo y sus amigos, y Tolkien se convirtió en El Autor (sí, con mayúsculas, je, je). Me hice con El Silmarillion y, un tiempo después, con El Hobbit, que acababa de editar Círculo en una hermosa edición (la misma que acabo de reencontrar). El enamoramiento estaba asegurado.

Pasaron los años, y seguí haciéndome con las obras de Tolkien: El volumen que incluía Hoja, de Niggle, Egidio el granjero de Ham y El herrero de Wooton Mayor, El Libro de los Cuentos Perdidos, Los Cuentos Inconclusos de Númenor y la Tierra Media, Los Monstruos y los Críticos… y disfrutando de las pariciones “espontáneas” de textos del autor (hay que ver lo despistado que debe de ser el hijo de Tolkien, Christopher, para seguir encontrando manuscritos del padre décadas después de su fallecimiento :P ): Roverandom, Las aventuras de Tom Bombadil, que tanto se demoraron en aparecer, Los hijos de Húrin… y espero ansioso a que llegue octubre para hacerme con La leyenda de Sigurd y Gudrún. ¡Pero bueno! ¡Tiendo a divagar! ¡Volvamos a El Hobbit!

Pasado el tiempo, perdí el libro que poseía por una situación infausta, y me hice con la hermosa edición ilustrada de Minotauro, con los preciosos dibujos de Alan Lee. Sin quitar valor a la misma (realmente me encanta, aunque su tamaño prácticamente obliga a leerla en un atril), no era “mi Hobbit”. Además de con los libros, durante estos años había disfrutado de las aventuras conversacionales que lanzó Melbourne House: "The Hobbit", "The Fellowship of the Ring", "The Return of the King" y "The Crack of Doom" y sus parodias "The Boggit" y "Bored of the Rings". ¿Cómo íbamos a imaginar que llegarían tiempos en que gráficos en 3D reemplazarían a aquellas pequeñas maravillas, y más aún que estarían basadas en las películas de Peter Jackson? En aquella época nos divertíamos con juegos en que algunas imágenes estáticas y algo de texto (en inglés, sí que costaba) estimulaban nuestra imaginación. También surgieron algunos juegos de rol, ya para PC, así como alguno de mesa para disfrutar junto a los amigos de algún recorrido que otro por la Tierra Media.

Ahora, años después, el reencuentro con una copia del libro en la misma edición que el que perdí, he vuelto a disfrutar con su tacto, con las dimensiones conocidas, con su menuda tipografía y con una aventura conocida mas no por ello menos divertida junto a Gandalf y sus pequeños grandes amigos. Y aunque el otoño se acerca con numerosas obligaciones y escaso tiempo libre (esta semana ha estado bien surtida y he mantenido el blog poco activo, pero no ha sido el balde: anduve recuperando a un viejo conocido y tomando con él unas pintas de cerveza en el Dragón Verde, ¿venís?), no me cabe la menor duda de que disfrutaré como nunca de este particular agujero hobbit que es el blog, invitándoos a té y pastas siempre que gustéis, y visitando los vuestros cuando el tiempo acompañe. Porque si de algo habla El Hobbit es de amistad, de los buenos momentos de la vida y de que una aventura de cuando en cuando no está nada mal. ¡Aunque siempre será mejor un pastel de calabaza!

¡Feliz lectura!

domingo, 13 de septiembre de 2009

Fin de fiesta

Ahora bien, parece extraño, pero las cosas que es bueno tener y los días que se pasan de un modo agradable se cuentan muy pronto, y no se les presta demasiada atención; en cambio, las cosas que son incómodas, estremecedoras, y aun horribles, pueden hacer un buen relato, y además lleva tiempo contarlas. Se quedaron muchos días en aquella casa agradable, catorce al menos, y les costó irse. Bilbo se hubiese quedado allí con gusto para siempre, incluso suponiendo que un deseo hubiera podido transportarlo sin problemas directamente de vuelta al agujero-hobbit.

J.R.R. Tolkien, El Hobbit.
Finalizan las vacaciones, éstas que he tenido un tanto dispersas este año (en dos bloques) y que, por motivos que no vienen al caso pero incluyen a un herrero que no sacará al país de la crisis precisamente por su buen hacer y profesionalidad, no han dado tanto de sí como hubiera deseado.

Pero no es momento para el disgusto o la pena. Comienza un nuevo periodo, no tengo una nueva "parada en boxes" hasta la Navidad, se intuye tempestad en el plano laboral y ando pensando meterme en algunos berenjenales de los buenos, a ver qué tal salen. Sin embargo, no todo es malo. Ha comenzado a llover, en Granada ha refrescado y nos ha cogido una buena tormenta de regreso a Málaga (¡me encanta!). Por Santa Fe ha estado rondando una hermosísima cigüeña negra, de paso hacia su destino invernal, y todo esto ha venido acompañado por el reencuentro con El Hobbit, el magnífico relato de Bilbo Bolsón.

En unos días os cuento, que tengo que ponerme al día con vuestros comentarios, entradas en los blogs...

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Microsiervos

En primer lugar me gustaría resaltar lo bien que titula sus obras el autor que nos acompaña hoy. Yo, que soy incapaz de dar un nombre a los cuatro relatos mal contados que he escrito, me inclino ante quien, con el título de la novela con que se dio a conocer, puso nombre a toda su generación. Hablo, claro está, de Douglas Coupland y de Generación X. Tras el éxito de la novela en que describía los problemas de la “Generación de la Apatía”, publicó otras obras como Planeta Champú, Microsiervos (que es, además, el nombre de uno de los blogs en español más visitados y la obra que nos acompaña en la entrada de hoy) o jPod, que intenta recuperar la frescura de Microsiervos (y que, en mi caso, leí con anterioridad).

Si intento no comparar Microsiervos con jPod, la verdad es que me resulta una novela divertida y original. Esto último tal vez más por el juego con la tipografía, con las frases sueltas y símbolos y marcas vinculadas al mundo de la informática, que es el único posible para los protagonistas de la novela, que por la propia historia que nos narra. Tanto los protagonistas de Microsiervos como los de jPod son geeks, personas muy vinculadas al mundo de las nuevas tecnologías, que hacen de las mismas la razón de su existencia. Viven trabajando en empresas punteras (Microsoft, IBM…), llevando a cabo tareas de programación, verificación de aplicaciones… y su vida personal es prácticamente nula. La poca que tienen la pasan también entre ordenadores, series de televisión, comida rápida y chistes (malos) sobre la informática.

Mi visión de los hechos es (por decirlo de algún modo) un tanto parcial. No en balde nací a mediados de los setenta, crecí en un mundo en el que surgían como churros los salones recreativos, aparecían los primeros ordenadores personales (primero, los microordenadores de 8 bits, después los Amiga y los PC compatibles) y las consolas se sucedían en un multiplicarse los bits, Megahercios y colores. Para colmo, soy informático de profesión y, en parte, de devoción. Así que entiendo bien a estos microsiervos, dedicados en cuerpo y alma a sus trabajos tecnológicos, borrando de sus existencias todo vestigio de vida propia, que ven pasar sus días sin ser capaces de salir de esa jaula que han construido y que les aparta del mundanal ruido. Lo peor es ver cómo los depredadores, gestores de “recursos”, se ceban en ellos. Cómo les ofrecen falsas esperanzas: mejoras laborales que nunca se materializan, promoción interna y cursos de formación para hacerlos realmente más productivos para la empresa…

Microsiervos es un libro que se lee con agilidad, que cuenta con diversos recursos narrativos que la hicieron original en su momento, pero que hoy día no ha terminado de convencerme. Ya os digo, no sé si será por las similitudes con jPod, o bien porque uno está de vuelta de todo y, aun reconociéndose algo microsiervo, siempre fue un “raro entre los raros”. :) En fin, es un libro divertido que, si tenéis oportunidad de leer, puede haceros pasar un buen rato. Y si no, siempre podéis haceros con el libro de Alfredo de Hoces, un ingeniero informático malagueño que vivió sus primeras andaduras en una conocida empresa de consultoría informática durante su etapa más dura. El libro es divertidísimo, está cargado de ironía y presenta como pocos las vicisitudes por las que debemos pasar los informáticos (del programador al arquitecto, del analista al consultor) en nuestro trabajo diario. Resulta impagable a este respecto leer el capítulo llamado El proyecto bicicleta.

¡Y yo contando los días que quedan para volver! ¡Ahhhhhh! Fuckowski, memorias de un ingeniero estaba disponible por Internet, y estoy viendo que el autor vende la versión 2.0, corregida y ampliada, en versión impresa y en PDF, esta última a muy buen precio. Y, si os llama la atención el tema, no dejéis de ver (si tenéis oportunidad) The Big Bang theory.

P.S.: Ya me he puesto al día en cuanto a las lecturas. ¡Que tiemblen Murakami, lo que resta del pobre Tristram Shandy y Tim Powers! Mañana partimos para Granada, y es posible que no os pueda leer hasta el domingo. ¡Que tengáis un buen término de semana, y un agradable descanso en el finde!

¡Feliz lectura!

¿Por qué nos comportamos como lo hacemos?

Cuando hace unos días mostraba la desilusión que me había producido la lectura de un ensayo sobre el lobo, me venían a la mente otras obras ciertamente interesantes sobre el gran cazador del hemisferio norte. En particular, dos libros de Ramón Grande del Brío sobre el lobo ibérico: El lobo ibérico. Biología y Mitología, editado por Blume en 1984 y ya agotada, y El lobo ibérico: biología, ecología y comportamiento, de Amarú, que recoge el contenido de aquella y de otra obra del autor, Territorio y sociedad del lobo ibérico. En todas ellas, Grande del Brío repasa la biología del lobo haciendo especial hincapié en su comportamiento en la naturaleza, y trata las relaciones entre el cánido y el hombre: los mitos surgidos en torno a su figura y su presencia en la cultura popular. Son, junto al libro El lobo ibérico en Andalucía: historia, mitología, relaciones con el hombre, de Víctor Gutiérrez Alba, obras de referencia para todo aquél interesado en la vida y secretos del gran cazador.

Pues bien, precisamente recordando estos libros me encontré con el ensayo Las bases ecológicas del comportamiento humano, del mismo autor, posiblemente el más prolífico del conservacionismo en España. Doctor en Historia, naturalista que trabajó en colaboración con Félix Rodríguez de la Fuente, es uno de los más respetados estudiosos de la etología del lobo ibérico, tiene a su cargo equipos de investigación en torno a temas medioambientales y, en su día, incluso tocó la guitarra en la banda salmantina de rock Grupo 96. Si algo debo criticar de su ingente labor es la forma que tiene de escribir, abusando de la puntuación (terminé el libro actual haciendo caso omiso de las comas, que me frenaban palabra tras palabra). Una buena corrección de estilo haría relucir la forma tanto como el fondo de la obra, sin duda alguna magistral (os remito a la entrada de Azote Ortográfico donde se cita al Panhispánico de Dudas: "Es incorrecto escribir coma entre el sujeto y el verbo de una oración, incluso cuando el sujeto está compuesto de varios elementos separados por comas").

Tras este pequeño tirón de orejas al autor, a la editorial o a quien competa, paso a comentaros algunos aspectos de una obra que me ha parecido apasionante, aunque es cierto que su estilo es el de un libro de texto universitario antes que el de un ensayo con tintes didácticos o divulgativos. Es una obra científica, que se sabe tal y no pretende ser más accesible de lo que ya es. Aunque no tendría por qué, me parecería interesante que el autor se interesase por elaborar una obra de contenido similar pero más accesible al común de los lectores, porque podría llevar a más gente a reflexionar en torno al rumbo que tomamos hace unas decenas de miles de años y que nos está llevando, indefectiblemente, hacia nuestra autodestrucción.

A lo largo de los capítulos que conforman el libro, Grande del Brío va desmontando algunas de las teorías que conductistas y ambientalistas han mantenido a lo largo de los años sobre la conducta del ser humano, especialmente en lo tocante a las relaciones entre miembros de nuestra propia especie y dentro del medio ambiente que habitamos. Está claro que, desde que comenzamos a modificar el entorno en nuestro propio beneficio de forma sistemática (allá por el Neolítico), hemos actuado con nuestro medio como ninguna otra especie animal con anterioridad. A raíz de esta conducta que prima la alteración antes que la adaptación, se produce una “emancipación” del hombre respecto a la Naturaleza, debido a su inteligencia. Emancipación que no es tal, ya que seguimos dependiendo de ella para subsistir, por mucho que nos cueste reconocerlo.

Se propugna que hay que civilizar pueblos salvajes, explotar el medio, domeñar la Naturaleza; en suma, incrementar la producción de energía, geometrizar el paisaje, fabricar armas. Todo esto forma parte del cuerpo doctrinal del hombre civilizado, bebe en las fuentes de la concepción antropocéntrica, según la cual, el hombre debe explotar las “riquezas” que el medio le ofrezca. Y cuenta, además, con el “respaldo” del mandato bíblico. Esos presupuestos “mentales” operan de forma acumulativa a lo largo del tiempo, no mueren ni resucitan en cada generación, se refuerzan cada vez más; pero, a pesar de todo, los observadores superficiales verán en el fárrago de asociaciones, programas divulgativos, campañas de “sensibilización” y “concienciación” y disposiciones legales de “protección del medio”, la muestra de la existencia de una pretendida filosofía de comunión con la Naturaleza.
Es decir, que a la destrucción del medio ambiente, al enturbiamiento de las relaciones interpersonales, a la deshumanización de las ciudades, le sigue la aparición de movimientos “pro-medio ambiente”, “pro-derechos humanos”… que, lo queramos o no, suponen en muchos casos un mero lavado de cara de gobiernos y empresas. Precisamente hace unos días en el blog de Azote Ortográfico se trataba el tema, a colación de una entrada sobre los errores ortográficos que exhibe la compañía en sus carteles publicitarios.

En una segunda parte, el ensayo profundiza en las raíces de la agresividad. El texto comulga en lo básico con la obra del Premio Nobel en Medicina y reputado etólogo Konrad Lorenz, que estudió las implicaciones de la agresión en la conducta animal. Grande de Bríos recapacita en torno a las distintas formas de agresión en las sociedades civilizadas, contrastándolas con las primitivas y con los animales depredadores. Nuestra sociedad establece pautas de conducta agresivas contra su propia especie (en el día a día, con tratos entre las personas y, en último término con la guerra) y con el medio que le rodea. Al autor no le cabe la menor duda que la escalada armamentística actual y el devenir de las guerras en el futuro no tendrá fin, ya que es una de tantas expresiones de la pérdida de referentes que tiene la humanidad hoy día, a causa de su propia alteración del medio, que provoca, como si de un círculo vicioso se tratase, un mayor incremento de la agresividad interespecífica. Así las cosas, relatos como La carretera, que también aparecía en el blog hace poco, no constituyen más que una expresión realista –ni tan siquiera pesimista- de lo que está por llegar si no cambiamos nuestra conducta de forma radical. ¿Y es esto posible? Desde mi punto de vista (totalmente personal y basado meramente en lo que llevo visto en la vida), no creo que cambiemos en lo esencial. La extinción de nuestra especie vendrá de nuestra propia mano, y no ha de tardar, en términos geológicos.
Quien haya aprendido a evaluar las situaciones humanas, comprenderá que el problema, extremadamente grave, de la conservación del llamado equilibrio ecológico, exige una reducción de índice demográfico y del proceso artificial de crecimiento y desarrollo, una valoración del hombre por encima de la máquina… y un largo etcétera de actuaciones en esa línea, que ya diversos ecólogos y etólogos han preconizado, y en lo que, forzosamente, tendrán que estar de acuerdo quienes todavía siguen contemplando este planeta como soporte de vida; en contra de quienes lo consideran como escenario de sus competiciones particulares, en su alocada carera por agotar los recursos naturales y obtener un poder transitorio y ficticio sobre los restantes seres, ya sean éstos animales o humanos.
En fin, la reducción o, al menos, el control de la agresividad, exigiría la renuncia a proseguir la carrera de explotación de los recursos naturales según los patrones que se han seguido hasta ahora. Sería, en todo caso, un sacrificio que, con toda probabilidad, la humanidad, o al menos, una gran parte de ella, no estaría dispuesta a asumir, por aquello de que si el aumento de la productividad “es algo que muchos quieren, entonces, no tendría por qué ser rechazable”. Y, así, en esa falacia multisecular, las sociedades humanas civilizadas continuarán, qué duda cabe, su labor de desnaturalización del ecosistema, “dando gato por liebre”, es decir, acaparando y liberando cada vez mayores cantidades de energía, para ellas y sus sistemas asociados –plantas, animales domésticos…- en detrimento de la salud ecológica, que lo es también etológica. Y, guiados por las prédicas de los conductistas, esas mismas sociedades se justificarán, irresponsablemente, cargando todas sus culpas sobre el ambiente, al que, si pudieran, condenarían, como supuesto fautor de todos sus males.

domingo, 6 de septiembre de 2009

El cuarto sello

He roto la promesa no pronunciada de evitar intercalar más lecturas hasta terminar los libros que estaba leyendo, pero la invitación a aventurarnos en La carretera, de Cormac McCarthy que nos hacía Alienor desde su blog, The Lady of Shalott, ha terminado materializándose en mi caso este fin de semana. Así que aquí me tenéis, enganchado a una historia que resulta estremecedora no sólo por lo que nos muestra, sino por lo que queda oculto gracias a la prosa ágil del autor que nos sumerge en las tinieblas de un mundo destruido y esquilmado. No entraré a reseñar la novela porque llevo poco más de la mitad y, aunque posiblemente la termine hoy mismo, al fin y al cabo Alienor desgrana algo del argumento en su entrada. Sólo os digo una cosa: leedla, os la recomiendo incluso aun sin haberla terminado.

Debo decir que tengo una especial predilección por las historias apocalípticas (también por los naufragios y las islas desiertas, debe de ser parte de mi antisocial personalidad). Recuerdo con agrado el verano en que leí la vasta novela Apocalipsis, de Stephen King. En ella los supervivientes de una terrible plaga debían enfrentarse a los peligros de un mundo devastado, uniéndose en un viaje épico para destruir el mal que representaba Randall Flagg y su particular recreación de Gomorra, ubicada en Las Vegas. Sin embargo, aquí sabíamos a qué atenernos, por el contrario, en La carretera todo es incertidumbre. En cualquier caso, no es King el primero en mostrarnos una escena apocalíptica en la que el hombre deba descubrirse a sí mismo.

De las novelas apocalípticas que he leído, una de las más interesantes es Soy Leyenda, de Richard Matheson. Dejando de lado las numerosas versiones cinematográficas de la obra, las aventuras de Robert Neville y sus intentos de analizar las causas de la plaga que arrasa la población, convirtiéndola en una extraña versión del vampiro tradicional, me atraparon en su día. Isi nos trajo hace poco su visión de la novela, y personalmente no dejaría de recomendaros también El increíble hombre menguante, del mismo autor.

Aunque a Mary Shelley se la conoce fundamentalmente por su historia sobre su moderno Prometeo, Frankenstein, también publicó en su día El último hombre, una novela futurista (está ambientada en el año 2097) en la que la guerra y los desequilibrios sociales han sido el germen para que, nuevamente, un virus sea el causante de todos los males de la humanidad. La novela fue muy criticada en su época (la tildaron de “repugnante”), aunque para Shelley fue una de sus obras más queridas.

Poco tiempo después de la obra de Shelley, Richard Jefferies haría una dura crítica a la industrialización en su novela Después de Londres. En ella, Inglaterra aparece sumida en la miseria y sus ciudades sepultadas por un infecto pantano. Los supervivientes deben salir adelante olvidando sus costumbres y volviendo a un estadio superado: el del Medievo. Una sutil forma de indicarnos que no es posible el crecimiento sin límite que promete la tecnología sin dejar atrás algo imprescindible: nuestro espíritu, entendiendo por tal nuestra esencia vital y la relación con nuestros orígenes.

S. Fowler Wright presentaría, a mediados de los años 20 del siglo pasado, un mundo sumergido tras sufrir la Tierra un trastorno geológico a nivel global. En Diluvio: Un romance, las Islas Británicas quedan reducidas a un archipiélago en el que deberán sobrevivir Martin Webster y Claire Arlington, un abogado y una atleta que se enfrentarán a la falta de alimentos, los perros salvajes y los enloquecidos supervivientes a la catástrofe.

También dentro del campo de la ciencia ficción, John Wyndham publicó en 1951 El día de los trífidos, una novela en la que la humanidad queda sumida en la ceguera por la propagación de una plaga (lo que me recuerda a Ensayo sobre la ceguera, de Saramago, igual que, hasta cierto punto, la novela de Wright a La balsa de piedra, también del portugués, aunque ninguna de las dos son ciertamente novelas apocalípticas). Como los males nunca vienen solos, surge una nueva especie vegetal, los trífidos, unos seres dotados de cierta inteligencia y un afán conquistador digno de nuestra especie. La crítica de Wyndham se dirigió al uso de la biotecnología y a la industria armamentística.

El cine también ha recogido el interés que suscita el tema que nos ocupa. Desde las versiones cinematográficas de Apocalipsis o Soy leyenda, hasta la serie de "Mad Max" o películas de dudoso éxito comercial como "Waterworld", han intentado plasmar la incertidumbre y el sobrecogimiento ante el fin del mundo tal y como lo conocemos. Desgraciadamente, creo que algún momento no demasiado remoto (en tiempo geológico) llegará un día en el que, en efecto, todo cambie y desaparezcamos. Posiblemente las causas vengan de nuestra propia mano, si no minimizamos (revertirlo ya no es posible) cuanto antes los cambios a los que estamos sometiendo al planeta. Y eso sí que es escalofriante.

Para finalizar, quería dejaros con una de las historias apocalípticas que más me impactaron en la infancia. Se trata de la historia de Henry Bemis, un oficinista y empedernido lector, al que nunca dejan tiempo para leer (¿Os sentís reflejados? Je, je, je). Un Homo libris en toda regla, que a buen seguro tiene muchas de las pequeñas manías que tratábamos en la anterior entrada, y que un buen día se encuentra solo en el mundo y con todo el tiempo del ídem para leer. Sólo os digo que el final del episodio "Suficiente tiempo al fin" me estremeció en su día, y que es la historia de la serie "La dimensión desconocida" que más he recordado a lo largo de los años. Que la disfrutéis.

¡Feliz lectura, hasta el fin de los días!








Actualización (07/09/2009):

Tras terminar la lectura de La carretera una sensación de desazón me invade plenamente. El horror del libro no está tanto en lo que nos narra, sino en la pesadumbre que se abate sobre los personajes y, por extensión, sobre nosotros. En un mundo sin esperanza, el instinto de supervivencia se sobrepone al deseo de la muerte como único descanso posible. Pero es mejor que lo leáis. Me reafirmo en la recomendación del libro.

Si tuviera que elegir una banda sonora para el libro, sin duda alguna escogería "The Cry of Mankind", de los británicos My Dying Bride, como tema principal. Y posiblemente lo haría seguir con "It will come".
The sun will die on us tonight
The days are gone for everyone
The holy cry
Forever night
What have we done?
Who killed the sun?



¡Y cuidado con los posibles spoilers sobre el capítulo de "La dimensión desconocida" en los comentarios ;)

jueves, 3 de septiembre de 2009

Usos y costumbres

Ayer, en un arrebato de amor paterno, os traje al blog una fotografía del último libro con el que acababa de hacerme, ostentando orgulloso mi ex libris junto al Papyre con la versión “electrónica” del mismo. Fulgida comentaba que ella era incapaz de marcar de forma alguna sus libros, ya no grabándoles la marca de un ex libris, sino incluso subrayándolos o incluyendo anotaciones en sus páginas. Mi respuesta era que, en lo fundamental, compartía su opinión, pero me quedaron ganas de tratar un poco más profundamente el tema. Y ahí voy.

Entre las peculiaridades del Homo libris se encuentra su habitual tendencia a desarrollar comportamientos territoriales en torno a su principal objeto de deseo. Estos usos y costumbres son compartidos por ambos sexos, sin que exista una predilección clara por parte de uno de ellos por unos hábitos determinados. Esto es, se dan de forma aleatoria, no siempre en igual grado de intensidad e, incluso, de gravedad. Y decimos gravedad porque en los casos más crónicos, como veremos, el Homo libris es capaz de caer en una espiral de costumbres que le lleven a relacionarse con otros miembros de su especie haciendo uso, fundamentalmente, de la palabra escrita.

En concreto, uno de los sujetos sometido a estudio presentaba una marcada compulsión por el cuidado de los libros. Poco dado al préstamo, prefería en las más de las ocasiones adquirir otro ejemplar del libro que iba a ser prestado y proceder a su regalo antes que ceder aquél, según él por la incertidumbre que le provocaba el no retorno del mismo, o su devolución en un penoso estado de desgaste. Aunque el paso de los años ha suavizado notablemente este extraño hábito, aún hoy día sufre rebrotes de cuando en cuando.

El mismo individuo observado mostraba además una interesante conducta a la hora de hacerse con libros. De adquirirlos nuevos en una librería, buscaba aquel que no presentara marca alguna de desgaste o roce en sus cubiertas, sus páginas debían aparecer en perfecto estado, sin marcas de suciedad o extraños dobleces. De existir varios libros, buscaba el que se encontrase en mejor estado y, en caso de venir rigurosamente protegidos con algún envoltorio, escogía uno de estos antes que otro que estuviera desprotegido. Curiosamente, en caso de tratarse de una librería de ocasión, o más concretamente de viejo, no parecía importarle tanto el estado de los libros, y mostraba un mayor interés por la edición del libro, e incluso por la existencia de marcas de pertenencia de un anterior propietario (ex libris, como mencionábamos ayer, dedicatorias o firma y rúbrica del mismo), antes que por su estado físico. Mostraba rechazo a la compra de libros en grandes superficies y centros comerciales, y no soportaba encontrar etiquetas pegadas en el interior del lomo, en las guardas, o con aspecto de alarma, especialmente por el grosor de la misma y el pegamento que suele usarse en éstas, que puede provocar pequeños desgarros en la, de por sí, delicada textura del papel.

Sea como fuere, el sujeto en cuestión procedía a forrar en muchos casos los libros adquiridos. En particular aquellos que pensaba someter a condiciones de mayor estrés, como llevarlos consigo para su lectura en el transporte público, o en la mochila o el bolsillo del abrigo para devorarlo en cualquier situación que se lo permitiera.

Por supuesto, nunca mostró intención alguna de proceder al doblado de las páginas de un libro. En el caso de los libros que conseguía de alguna biblioteca pública, si éstos aparecían con algún doblez o marcas de haberlo tenido, podía entrar en cólera por el poco cuidado que mostraban los otros lectores. También gustaba de reparar los libros que caían en sus manos con signos de agotamiento como, por ejemplo, lomos despegados, cubiertas rasgadas o manchas de humedad entre sus páginas.

El Homo libris del que estamos hablando parece tener predilección, además, por marcar el punto donde deja su lectura con los marca páginas diseñados a tal efecto, pero no muestra rechazo a usar cualquier otro elemento que tenga un grosor adecuado (generalmente, inferior al milímetro, creemos que para evitar deformaciones en el papel o la encuadernación). Muestra preferencia por los libros de papel ahuesado, encuadernación cosida en pliegos, y siente pasión por los libros antiguos con encuadernación holandesa, aunque los actuales los prefiere en tela. Sin embargo, no desprecia encuadernaciones más modestas ni libros de bolsillo, que suele llevar consigo casi a todos lados (la ducha, hasta la fecha, parece ser el único lugar donde no se le ha observado leyendo, aunque insiste en que de niño leyó, hasta dejar el agua fría, alguna aventura holmesiana).

Aunque la experiencia fundamental de la lectura viene dada por el sentido de la vista, el Homo libris se caracteriza por extraer del libro toda una serie de sensaciones vetadas, en general, al común de los mortales. Se deleita olfateando sus páginas, acariciándolas y sintiendo el tacto del lomo o las cubiertas (de ahí, creemos, su predilección por la tela). También lee, por supuesto, y aunque la luz del día es la más adecuada para no fatigar la vista, no son pocos los libros que leyó de joven usando una linterna, bajo las sábanas, mientras todos dormían. También apurando los últimos rayos de sol, o junto a una lámpara o un flexo.

Así es como redactamos ahora el informe que se encuentran ustedes leyendo y, ante tamaña suposición, nuestro Homo libris particular exclama vehemente: "¡Lean, lean, pero no a mí! ¡Cojan el libro que tengan más a mano, y disfruten con su lectura, su tacto, su olor y casi, diría, con su sabor y con el crujido de las páginas al pasar!"

¿Qué “manías”, usos y costumbres (pecadillos inocentes, al fin y al cabo) tenéis como “animales lectores”? ¿Os sentís identificados con algunos de los mencionados? ¿Creéis que nuestro Homo libris de muestra será capaz de tener aún más?

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Ex libris digital

Los Homo libris suelen caracterizarse por una voracidad lectora sin límites, que les lleva a compaginar la lectura de varios libros a un tiempo. También suelen hacer acopio de provisiones en sus casas, no desechando sus presas tras devorarlas. A los almacenes donde acumulan sus exquisitos bocados les llaman bibliotecas, donde el súmmum de su necesidad de avituallamiento consiste en hacer propios los ejemplares mediante el procedimiento de marcado que dan en llamar ex libris.

Acabo de actualizar el firmware de mi Papyre y de cambiar la imagen de bienvenida.

Sí, llamadme geek. El ex libris digital está aquí.