lunes, 29 de noviembre de 2010

Un mundo que agoniza

Hace unos días me llegaba a casa el último volumen de las obras completas de Miguel Delibes y lo recibía con una mezcla de ilusión y de cierta tristeza. Finalizaba la colección que había comenzado cuatro años atrás, con el autor en vida, en el año de su defunción. Tal vez contribuía a ello la climatología adversa, que se ha mantenido a lo largo del fin de semana y el comienzo de esta otra que hoy se inicia, pero lo cierto es que cuando puse en el reproductor el audiolibro que me regalaron con este último ejemplar de sus obras no pude más que emocionarme. Se trataba de Un mundo que agoniza, transcripción del discurso de ingreso en la Real Academia Española de uno de los autores que posiblemente más me haya marcado y cuya voz, esta vez emitida por sus propias cuerdas vocales a la par que por su infalible pluma, me trajo el recuerdo de la primera vez que leí esta obra suya que me parece, hoy día, tan actual como hace treinta y cinco años, cuando fuese escrita; tan imperecedera –lamentablemente, en este caso- como el resto de sus textos.


A través de Un mundo que agoniza (o El sentido del progreso desde mi obra, como titulase el discurso) nos introduce Delibes en su visión de la Naturaleza y la interacción del hombre con esta, plasmada a lo largo de toda su obra escrita, una relación no exenta de desequilibrio y peligro por cuanto las acciones del hombre sobre su entorno tornan, las más de las veces, en su contra con el transcurrir del tiempo. A lo largo de sus treinta y dos páginas, don Miguel nos lleva de la mano a conocer a tantos científicos y autores imprescindibles para conocer y afrontar una crisis ecológica sin precedentes como la que se hiciera patente a mediados del pasado siglo XX: Barry Commoner, Rachel Carson, André Gorz (también conocido por su seudónimo Michel Bosquet) hacen acto de presencia para ilustrar algunos de los ejemplos que nos trae el autor sobre los daños provocados por el mal uso de la técnica y la ciencia en pro de alcanzar un progreso erróneamente concebido.

Las palabras, que en voz de políticos y grandes corporaciones resultan hueras y pierden su significado, deseaba Delibes oírlas en voz del pueblo. En 2009 disculparía así su ausencia durante la presentación de la Nueva Gramática por parte de la RAE:
Queridos amigos. Lamento no poder asistir a la presentación de la Nueva Gramática, pero mi salud —no tan boyante como yo desearía— y los años me lo impiden. Sin embargo, me siento orgulloso del trabajo ímprobo de mis compañeros y de que tantos de los textos de mis obras figuren como ejemplo del habla de Castilla, la que yo aprendí de niño, la que oí más tarde, perfeccionada, de la boca desdentada de los viejos castellanos en las plazuelas de nuestros pueblos. Mi mayor deseo sería que esta Gramática fuera definitiva, que llegara al pueblo, que se fundiera con él, ya que, en definitiva, el pueblo es el verdadero dueño de la lengua.
Unas palabras plenas de sentido a las que un pueblo dota de significado, palabras que designan aquello que quieren decir y no encubren lo que no se desea mostrar. Vemos, así, algo que siempre intuimos; que su obra, de tan local, es plenamente universal. Así nos lo demuestra (y conste que me encantó comprobarlo una vez más) nuestro amigo R., que ha disfrutado recientemente con la lectura de El Camino y de Cinco horas con Mario. La Castilla delibeana, al igual que le ocurre a la Comala de Juan Rulfo, sin pertenecer al reino de la imaginación como Yoknapatawpha o Macondo, es tan universal como todas ellas. El hombre y la Tierra, ambos dos, como insistiese desde el propio título de su más conocida serie de televisión el Dr. Félix Rodríguez de la Fuente, amigo de Miguel Delibes, habrán de ser juntos o no seremos:
El Barbas, como el resto de mis personajes, buscan asideros estables y creen encontrarlos en la Naturaleza. El viejo Isidoro regresa de América con la ilusión obsesiva de encontrar su pueblo como lo dejó. A su modo, intuye que el verdadero progresismo ante la Naturaleza, como dice Aquilino Duque, es el conservadurismo. En rigor una constante de mis personajes urbanos es el retorno al origen, a las raíces, particularmente en momentos de crisis: Pedro, protagonista de La sombra del ciprés, refugia en el mar su misoginia; Sebastián, de Aún es de día, escapa al campo para ordenar sus reflexiones; Sisi, el hijo de Cecilio Rubes, descubre en la Naturaleza el sentido de la vida; a la Desi, la criada analfabeta de La Hoja Roja, la persigue su infancia rural como la propia sombra.
Desgraciadamente, apuntaba más arriba, esta obra de Delibes es tan universal y vigente como el resto de sus libros. Y escribo en este tono negativo porque mucho ha cambiado en el mundo desde que se dirigiese al resto de académicos con su discurso y a la sociedad desde sus libros y lo poco que lo ha hecho a mejor. Hoy día la sociedad, en su más amplio sentido, sigue perdida en el consumo
Es la civilización del consumo en estado puro, de la incesante renovación de los objetos -en buena parte, innecesarios- y, en consecuencia, del desperdicio. Y no se piense que este pecado -grave sin duda- es exclusivo del mundo occidental puesto que, si mal no recuerdo, Kruschev declaraba en sus horas altas de 1955 que la meta soviética era alcanzar cuanto antes el nivel de consumo americano. El primer ministro ruso venía a reconocer así que si el delirio consumista no había llegado a la URSS no era porque no quisiera sino porque no podía. Sus aspiraciones eran las mismas.
Por eso hay días en los que uno se siente solitario a su pesar y hace suya la letra de un conocido fandango ya que “entre más pasan los años más me aparto del rebaño porque no sé adónde va”.
Mis personajes hablan poco, es cierto, son más contemplativos que locuaces, pero antes que como recurso para conservar su individualismo, como dice Buckley es por escepticismo, porque han comprendido que a fuerza de degradar el lenguaje lo hemos inutilizado para entendernos. De ahí que el Ratero se exprese por monosílabos; Menchu en un monólogo interminable, absolutamente vacío; y Jacinto San José trata de inventar un idioma que lo eleve sobre la mediocridad circundante y evite su aislamiento.
Mis personajes no son, pues, asociales, insociables ni insolidarios, sino solitarios a su pesar. Ellos declinan un progreso mecanizado y frío, es cierto, pero, simultáneamente, este progreso los rechaza a ellos, porque un progreso competitivo, donde impera la ley del más fuerte, dejará ineludiblemente en la cuneta a los viejos, los analfabetos, los tarados y los débiles.

viernes, 26 de noviembre de 2010

La banda sonora de mis lecturas

Hace unos meses, leyendo un comentario de Fulgida a tenor de una entrada en la que hacían acto de presencia los queridos bolsilibros, se me ocurría el tema para otra que se ha ido demorando en el tiempo hasta el día de hoy.

Últimamente me ocurre bastante, y es algo a lo que quiero poner remedio, que se me acumulan las entradas, se retrasan, otras se anteponen a aquellas y, al final, terminan por quedar olvidadas en su propia lista particular de “pendientes de escribir”. No soy el único al que le ocurre pero no por ello me consuelo al notar que el blog pierde algo de su fuelle inicial, tal vez por encontrarme escindido entre varios amores. En ocasiones he pensado unirlos en uno solo, máxime cuando las temáticas entrambos se acercan tanto como ocurre de cuando en cuando, pero no sé si sería diversificar demasiado y contribuir a aburrir al lector. En otras, prefiero tenerlos separados, aunque ocurran estas injerencias entre ellos, casi inevitables si tenemos en cuenta la común autoría de ambos. Toda esta digresión, que sería extrapolable a mis otros blogs, no tiene otro fin que recalcar que echo de menos poder dedicar más tiempo al blog y que espero, aunque sea imponiéndome una férrea rutina, poder hacerlo en breve.

Volviendo al tema que nos ocupaba, que no era otro que la entrada que me vino a la mente el verano pasado al encontrarme con el comentario de Fulgida, quería hablar hoy sobre la banda sonora de nuestras lecturas. Este pensamiento me asaltó cuando leí que “Yo soy una amante de la paraliteratura, como tú bien sabes y creo que La saga de los Aznar es una joya. Hay que leerla con ambiente de siesta y grillos de fondo y no perder de vista lo que es, claro: entretenimiento puro.” Cada cual lee como puede o buenamente le dejan hacerlo, y la verdad es que aunque en múltiples ocasiones gusto de leer en completo silencio, en otras permito que la música acompañe el devenir de las palabras. Hay músicas que me parecen de lo más adecuadas para un determinado texto y otras que, sin buscarlo, quedan vinculadas por siempre al mismo. Otras meramente ocultan el ruido de fondo o imprimen su ritmo a la lectura y me acompañan simplemente porque no concibo la vida sin música. Casi tan poco como sin los libros.

Así, con la estridulación de los grillos y el canto de las cigarras mediante, recordé otras músicas que acompañaron a lo largo del tiempo mis lecturas y pensé en escribir sobre ello. Una entrada como esta ha de ser forzosamente personal. Cada cual tiene sus gustos musicales y sus preferencias lectoras y con estas palabras mías simplemente busco hacer vuestra mi experiencia a este respecto y permitirme vislumbrar, sí así gustáis, la vuestra. Empecemos pues un recorrido autoimpuestamente por la banda sonora de mis lecturas.


Uno de los recuerdos que guardo de mi época de última niñez y adolescencia es el de leer junto a un transistor de radio AM en el que sintonizaba algunos programas de los que se emitían en esas frecuencias, ya escasos en su día y, años más tarde, con mi primer “walkman” clónico, leer infinidad de libros sintonizando Radio Clásica. Durante la lectura de La isla misteriosa, de Julio Verne (su obra más querida para mí), repetí tantas veces la escucha de cintas con música de Mozart, Vivaldi o Bach, por no hablar de Verdi, cuyos “Va pensiero”, de Nabucco, o Il Trovatore durante años, cada vez que los escuchaba, despertaron el recuerdo de las aventuras del ingeniero Ciro Smith (en la traducción editada por Molino, posteriormente siempre le encontraría como Cyrus) y sus compañeros en una isla que -arriesgaré, sin más conocimiento de causa que lo oído sobre ella- nada tiene que envidiar a la de la archiconocida serie “Lost” en lo tocante a los misterios que albergaba.


Años después, leyendo la saga de Tad Williams, Añoranzas y pesares, era la música de Metallica en su disco “…And justice for all” la que terminé por vincular a la serie de novelas de fantasía del autor. Las andanzas de Simon, el marmitón, junto a Binabik y su loba Qantaqa fueron amenizadas por los imparables riffs de guitarra del señor Hammett en multitud de ocasiones.

No siempre la música que he escuchado ha estado tan desligada del libro elegido. Así, en alguna relectura de El nombre de la rosa han sido cantos gregorianos los elegidos como fondo musical, y ante otras obras he optado por música acorde a la ambientación del libro: Paradise Lost, My Dying Bride o Moonspell han sido compañeros de Lovecraft o Poe, Theatre of Tragedy, Mediaeval Baebes o Nightwish de infinidad de gestas épicas como Canción de Hielo y Fuego. Respecto a esta última saga tengo una canción que ha quedado vinculada a ella irremediablemente. “My fragile Winter dream”, de Dark Princess, me recuerda a Invernalia y el Muro de Hielo siempre que la escucho.


Para otros autores, con Murakami o Paul Auster, guardo momentos jazzísticos memorables, y no es rara la ocasión en que tras leer en alguna de sus obras una referencia a cierta canción o artista hago lo posible por encontrar la obra y escucharla. En particular con Tokio Blues recuperé en varias ocasiones la melancólica “Norwegian Wood” de The Beatles.

La lista es tan innumerable como personal y es por eso que no quiero aburriros con una relación de títulos. Sin embargo, sí que me gustaría saber si tenéis alguna banda sonora de vuestras lecturas, si alguna música os recuerda a un personaje o alguna historia. Si, cuando releéis un libro determinado resuena en vuestro cerebro la música que acompañó alguna de sus lecturas previas. Si música y literatura se funden como dos artes compatibles que resultan mutuamente enriquecidas.



Feliz fin de semana.

martes, 16 de noviembre de 2010

El año que mi abuelo vio llover

Me hice con este libro de Tomás Molina casi por casualidad. Buscando obras de diversa temática, comencé a indagar en algunas guías y obras sobre meteorología y topé de pleno con el curioso título con el que el autor bautizó esta obra divulgativa sobre el cambio climático: El año que mi abuelo vio llover. Su precio, notablemente por debajo del de mercado, me terminó de convencer y lo agregué al pedido. Afortunadamente, podría añadir. Este libro es uno de los más amenos, concisos e interesantes que he leído en torno al cambio climático. Tomás Molina, el “hombre del tiempo” de TV3, presidente de la Climate Broadcaster Network-Europe, hace gala de sus capacidades comunicativas presentándonos un cuadro nada halagüeño sin mostrar una visión tremendista o apocalíptica de la situación.

El cambio climático (de origen antropocéntrico, se entiende) existe, está presente en nuestra vida, y ha llegado para quedarse. Partiendo de esta premisa y de que las condiciones que han propiciado que el clima se vea alterado por la actividad del hombre sobre el planeta siguen actuando, en algunos casos a mayor escala conforme transcurre el tiempo, Tomás Molina plantea antes que luchar contra el mismo (algo que tarde o temprano deberemos hacer de cualquier modo) la necesidad de adaptarnos al mismo. La visión de Molina, adelanto, no tiene porqué coincidir con la de un activista medioambiental ni con la de un escéptico del cambio. Su forma de ver la situación está directamente relacionada con su papel de científico y con los informes emitidos por el IPCC (Intergovernmental Panel on Climate Change, o Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático), el equipo de científicos más reputado sobre el tema que nos ocupa, y por eso me parece particularmente interesante: admite sus limitaciones, ya que un libro que trata sobre los cambios que puede imponer el cambio climático sobre nuestra forma de vida deberá abarcar planos tan diversos como el social, político, medioambiental o el económico, pero a la vez avanza posibles soluciones que, como científico y ciudadano, ve posibles en el plano personal, social y comunitario. Es decir, se impone pensar globalmente y actuar localmente (y, diría, a todos los niveles) más que nunca.
En el momento en que empecemos a interiorizar que están pasando cosas, y nos adaptemos, estaremos empezando a arreglar las cosas para el futuro.
[…]
El reto de salvar al planeta es demasiado grande e inconcreto para que lo asumamos todos. Yo tampoco sabría por dónde empezar. En cambio, sí que entiendo que, si me preparo para tener agua propia, si hay restricciones, no me veré tan mal parado. Si me caliento el agua con energía solar, si suben la luz, no tendré que pagar más. Si me compro un coche que gaste menos, si suben la gasolina, lo notaré menos. Soluciones concretas a problemas concretos.
[…]
Si se quiere cambiar algo, más que gritar, uno tiene que involucrarse e intentar cambiarlo desde dentro.
Uno de los aspectos más interesantes del libro, además de que hace hincapié en las consecuencias que tendrá la correcta adaptación o no al cambio climático en el ámbito de España, es que dibuja ante nosotros diversos panoramas que se ajustan a los distintos modelos usados para la predicción del clima (y que previamente son “ajustados” con el clima del pasado). Tenemos ante nosotros, por tanto, elementos de juicio para estimar qué ocurrirá con el planeta en los casos mejor, peor y promedio; y aunque existan posibles variaciones debidas a los márgenes de error que existen en cualquier cálculo, lo cierto es que los resultados invitan a la reflexión.

La lectura de este libro me ha recordado, además, que tengo pendientes un par de reseñas sobre sendos documentales a favor y en contra de la existencia del cambio climático de origen antropocéntrico, ambos con sus luces y con sus sombras, que publicaré en Andanzas de un trotalomas. Adelanto, de cualquier moda, que al igual que Tomás Molina, más que debatir sobre algo que comienza a hacerse cada vez más tangible en nuestra vida cotidiana y que, independientemente de su origen, está siendo verificado por los científicos a fecha de hoy, hay que saber vislumbrar las oportunidades de cambio y usar la inteligencia, como dice el autor, para que este cambio no nos alcance desprevenidos y sin posibilidad de adaptarnos al mismo.