jueves, 31 de marzo de 2011

La felicidad es un libro

Seguro que, de una forma u otra, muchos de quienes leéis el blog coincidiréis con la afirmación que encabeza la entrada de hoy: “la felicidad es un libro”. Y puede serlo de muchas formas para cualquiera de nosotros: su lectura nos produce placer y nos evade de la realidad, o bien nos la confirma y nos acerca a ella, su tacto o su olor evocan vivencias pasadas, tiempos remotos o emociones que creíamos olvidadas. El de hoy me ha hecho feliz poco a poco, de forma discontinua, y me voy a permitir el recuerdo de momentos pasados, buenos y malos, relacionados con él.

La historia de Gormenghast se remonta a, viejo que es uno, más de dos décadas atrás en el tiempo. Por aquel entonces había leído por vez primera El Señor de los Anillos, quedando fascinado por el heroico mundo de fantasía creado por Tolkien. Quería más y, leídos El Hobbit y El Silmarillion, la oferta de títulos no era demasiado amplia. O tal vez sí, pero no me movía por los círculos adecuados. El caso es que, fiándome del criterio editorial, exploré los fondos de Minotauro encontrándome con un libro embrujador. ¿Por qué me atraía y repelía a un tiempo ese mamotreto encabezado por las palabras “Titus Groan”? La sinopsis del libro, hablaba de un inmenso y laberíntico castillo que a mí se me antojaba de dimensiones borgeanas, de una prosa que se perdía en circunloquios barrocos dándole una sonoridad cuasi poética, donde la palabra, como reflejo, era tan importante como el objeto de la escritura. Finalmente no me hice con los libros y fui demorando su lectura por algún motivo que aún hoy no consigo alcanzar.


Pasaron los años y Minotauro cambió el formato de sus libros. La edición de la trilogía (por mor de inconclusa obra de cinco volúmenes) de Mervyn Peake vino acompañada por un cambio en el formato de los libros, pasando de una edición en tapa dura a otra en rústica, y es que Minotauro tardó más de 15 años en sacar a la luz en castellano la segunda parte de Titus Groan, esto es, Gormenghast, con el consecuente cambio de enfoque en la imagen y diseño de sus colecciones. Los libros seguían en mi siempre creciente lista infinita de lecturas pendientes, y fue entonces cuando finalmente leí Titus Groan y me encantó, pero ¡ay!, cuando decidí hacerme con el resto de títulos los habían descatalogado. Gracias a la inopia en que había estado sumido no me había enterado de la desaparición de los libros.

Comencé a buscar la trilogía, conseguí Titus Solo, el tercero de la serie, pero de Gormenghast no había ni rastro. Localicé incluso una web donde lo vendían, me puse en contacto con la empresa y me convencieron de que sí, podían conseguirlo. Así que lo pedí junto a Titus Groan, pagué mediante PayPal... y comenzaron los problemas. Estos impresentables (Gisicom, por si a alguien le corroe la duda de quiénes serán) no solo no me enviaron el libro sino que comenzaron a darme largas diciéndome que lo conseguirían, terminaron por enviarme Titus Groan pero de Gormenghast nada más se supo. De aquel largo mes y medio de reclamaciones y conversaciones cruzadas guardo el recuerdo de unos cuantos correos electrónicos y de una conversación telefónica donde el teléfono ofrecido por la “empresa” era el de la madre de la novia de la persona que había respondido a los emails (WTF?). No siempre los problemas de compras por Internet terminan bien, aunque finalmente recuperé el dinero correspondiente al segundo de los libros, el que no me habían enviado, tras abrirles una disputa en PayPal, e incluso perdí una comisión en la transacción que me cobró la compañía al recibir el dinero en una cuenta para compras, pero bueno… se solucionó y me quedé sin Gormenghast

Durante los dos años (casi exactos, por cierto) que han transcurrido desde esa mala experiencia, he seguido buscando periódicamente en Uniliber y he preguntado por el libro en cada librería de ocasión o feria del libro que ha pasado por mi camino. He de admitir que el placer de “la caza” me encanta, y considero que es parte de esa felicidad que nos regalan los libros. Pero el tiempo pasaba y todo parecía confirmar mi sensación inicial: iba a tardar bastante en localizar un rastro a seguir. Encontrar el libro no iba a ser cuestión de semanas ni de meses.

El fin de semana pasado, sin embargo, ocurrió algo particular. El viernes fue el “Día de leer a Tolkien” y, gracias a que desde numerosos blogs compartimos breves fragmentos de la obra del genial filólogo, tuve la oportunidad de recordar los sentimientos y emociones que me embargaron cuando los leí. El sábado, además, escuchando a Loreena McKennitt, estuve pensando en la melancolía que embarga El Señor de los Anillos y cómo se transmite a los lectores; el anhelo de un mundo que desaparece, el del libro que nunca querríamos dejar de leer, el de los amigos –ficticios pero más reales que muchas personas– que nunca nos abandonarán. Este tema, como tantos otros relacionados con la obra de Tolkien, merecería una entrada propia, así que no abundaré de momento en él. Lo interesante es que, a raíz de este pensamiento recordé el castillo de Gormenghast y a los inolvidables personajes que lo habitan; Excorio, Vulturno, el doctor Prunescualo, Fucsia, Lord Sepulcravo, el propio Titus... Volvieron a mi mente como el reclamo perfecto y me di cuenta de un detalle: no era yo quien cazaba al Gormenghast libro, sino que el Gormenghast castillo me había atrapado para siempre.

Casi dando el tiempo por perdido, volví a buscar en Internet. No podía ser. Allí estaba, el último de la lista. Una nueva entrada para Gormenghast aparecía como resultado de la búsqueda, junto a una edición en catalán y un ejemplar inexistente en una librería que no actualiza desde hace tiempo su catálogo en Uniliber (apareciendo siempre, en estos dos largos años, para alimentar una esperanza que se desvanecía en cuanto comprobaba que se trataba de los dos registros de siempre). En una librería zaragozana de valleinclanesco nombre afirmaban contar con un ejemplar del libro. Les escribí para confirmarlo. Después, pensándolo mejor, formulé el pedido. Anteayer recibía una llamada telefónica para confirmarme la recepción del pedido y que contaban con el ejemplar. La feria del libro que se está celebrando en Zaragoza estos días les habían mantenido ocupados y no habían podido responderme antes. Procedían a enviarme el libro, pues, y ayer  por la mañana llegaba a casa.

Así, con el henchido orgullo de un inmerecido padre, no he podido más que sentarme a escribir esta entrada para compartir con vosotros la alegría y felicidad que me ha proporcionado este hecho, ya que en su día lo hice por la indignación compartida provocada por las descatalogaciones de los libros que más nos gustan.


¡Feliz lectura!

viernes, 25 de marzo de 2011

Día de leer a Tolkien


Hace ya tiempo, Chesterton comentó, y con toda la razón, que en cuanto oía decir de una cosa que era «definitiva» tenía la seguridad de que al poco tiempo sería sustituida y considerada conmiserativamente como obsoleta y periclitada. He aquí un anuncio: «El avance de la Ciencia, su ritmo, acelerado por los imperativos de la guerra, es inexorable... convierte en caducas algunas cosas y presagia nuevos avances en el uso de la electricidad». Dice lo mismo, sólo que de forma más amenazadora. Se puede, naturalmente, no tener en cuenta una farola por ser insignificante y perecedera. Los cuentos de hadas, en cualquier caso, tienen cosas mucho más permanentes e importantes de las que ocuparse. El relámpago, por ejemplo. El evasor no está tan sujeto a los caprichos de una moda pasajera corno sus oponentes. No convierte las cosas (que con cierta lógica pueden ser tenidas por malas) en amos o dioses a los que adorar por inevitables, o incluso por «inexorables». Y sus oponentes, tan dados al menosprecio, no están seguros de que vaya a detenerse ahí: podría enardecer a la gente para que derribase las farolas. La Evasión tiene otra cara, más maligna aún: la Reacción.

Aunque parezca increíble, no hace mucho tiempo que le oí comentar a un médico interno de Oxford que a él le «satisfacía» la proximidad de las fábricas de producción en serie y el estruendo del tráfico rodado en continuo embotellamiento porque ponía a la Universidad «en contacto con la vida real». Quizá quería indicar que el modo en que el hombre del siglo xx vive y trabaja aumenta en brutalidad a pasos alarmantes, y que la ruidosa prueba de ello en las calles de Oxford ha de servir de aviso de la imposibilidad de conservar durante mucho tiempo con unas simples vallas y sin una auténtica reacción ofensiva (práctica e intelectual) un oasis de cordura en un desierto de irracionalidad. Pero mucho me temo que no se refería a esto. En cualquier caso, la expresión «vida real» parece quedar en este contexto bastante lejos de sus usos académicos. Es sorprendente la idea de que los coches están más «vivos» que, digamos, los centauros o los dragones; que sean más «reales», pongamos por caso, que los caballos es algo patéticamente absurdo. ¡Qué real, qué sorprendentemente viva es la chimenea de una fábrica comparada con un olmo, ese pobre objeto caduco, sueño banal de un visionario!

A mí en particular me resulta inconcebible que el techo de la estación de Betchley sea más «real» que las nubes. Y como artefacto, lo encuentro menos inspirador que la legendaria cúpula del firmamento. La pasarela que lleva al andén 4 despierta en mí menos interés que Bifröst ['arco iris'] guardado por Heimdall con su Gjallarhorn. No puedo apartar de lo que aún queda de indómito en mi corazón el interrogante de si los ingenieros del ferrocarril, de haber sido educados con un poco más de fantasía, no habrían sido capaces de mejores logros con los abundantes medios que por lo general poseen. Imagino que los cuentos de hadas serían mejores humanistas que el universitario a que antes he aludido.

[...]

«La crudeza y el horror de la vida en la Europa moderna esa vida real cuyo hálito habríamos de recibir con regocijo es prueba de inferioridad biológica, de insuficiente o falsa reacción al medio ambiente.» El castillo más disparatado que haya podido salir nunca del talego de un gigante en una disparatada narración celta es mucho menos horroroso que una fábrica automatizada; y no sólo eso: es también, «en su sentido más real» (por usar una expresión muy actual), muchísimo más real. ¿Por qué no habríamos de condenar o escapar de la torva e hierática extravagancia de los sombreros de copa o del morlockiano horror de las fábricas? Los condenan incluso los autores del género que mayor evasión supone en la literatura: la ciencia ficción. Estos profetas a menudo vaticinan (y otros muchos parecen anhelarlo) un mundo semejante a una estación de ferrocarril, toda techada de cristal. Pero, por lo general, es bastante difícil colegir de sus palabras qué harán las personas en ese mundo ciudad. Puede que cambien la «entera guardarropía victoriana» por prendas flojas y con cremallera, pero utilizarán esa libertad, así parece, para jugar con trastos mecánicos al monótono juego de ir y venir a gran velocidad. A juzgar por algunas de tales obras, seguirán siendo tan ambiciosos, codiciosos y vengativos como siempre; y los ideales de sus idealistas rara vez llegan más allá de la gloriosa intención de levantar más ciudades de idénticas características en otros planetas. Es ésta, en verdad, una época en que «se mejoran los medios para malograr los, fines». Una causa de la más grave enfermedad de estos días que engendra el deseo de escapar no de la vida, pero sí de los tiempos actuales y de la miseria que ellos engendran es que tenemos conciencia cierta tanto de la fealdad de nuestras obras como de su maldad. De forma que maldad y fealdad se nos muestran ligadas de manera indisoluble. Se nos hace difícil concebir la unión de maldad y belleza. El miedo a una maga hermosa, tan extendido en épocas pretéritas, casi escapa a nuestra comprensión. Peor aún: se despoja a la bondad de su propia belleza. En Fantasía se puede concebir, sí, que un ogro posea un castillo tan estremecedor como una pesadilla (puesto que la maldad del ogro así lo requiere), pero no se puede aceptar que un edificio construido con un buen fin una posada, una venta, el salón de un rey noble y virtuoso sea también repelente hasta la náusea. En nuestros días sería temerario encontrar uno que no lo fuese, a no ser que haya sido edificado en épocas pasadas.

J.R.R. Tolkien,  Sobre los Cuentos de Hadas.
¡Feliz lectura tolkiendili y Feliz Año Nuevo Gondoriano!

lunes, 21 de marzo de 2011

Día Forestal Mundial de la Poesía

O lo que es lo mismo: hoy, 21 de marzo, se celebran conjuntamente el Día Forestal Mundial y el Día Mundial de la Poesía, además de dar inicio la estación de la primavera en el hemisferio norte. 

Os dejo con el comienzo de un poema de Coleridge que describe, ensoñador, un paraje natural de incomparable belleza con bosques viejos como las colinas. Y con un poema de Machado, cantado por Serrat, para que nunca el bosque nos haga olvidar mirar al árbol.
In Xanadu did Kubla Khan
A stately pleasure-dome decree :
Where Alph, the sacred river, ran
Through caverns measureless to man
Down to a sunless sea.
So twice five miles of fertile ground
With walls and towers were girdled round:
And here were gardens bright with sinuous rills,
Where blossomed many an incense-bearing tree;
And here were forests ancient as the hills,
Enfolding sunny spots of greenery.
But oh! that deep romantic chasm which slanted
Down the green hill athwart a cedarn cover!
A savage place! as holy and enchanted
As e'er beneath a waning moon was haunted
By woman wailing for her demon-lover!


Samuel Coleridge, Kubla Khan.



lunes, 14 de marzo de 2011

Invisible

En ocasiones ocurre que, cuando esperamos demasiado de algo o de alguien, quedamos defraudados si no cumple con las expectativas que habíamos depositado en él. En esos momentos, podemos preguntarnos si el problema lo habremos causado nosotros, al dejar que nuestra mente nos haya jugado una mala pasada –bien porque nos hayamos dejado llevar por las voces a favor de nuestro objeto de deseo, bien porque hayamos volcado en él demasiadas ilusiones–, o si, en efecto, realmente no era para tanto.

Eso fue lo que me ocurrió la última vez que me acerqué a una obra creada por Paul Auster. Mi historia (literaria) con él comenzó este era un completo desconocido en España. Con apenas alguna referencia sobre su reconocida Trilogía de Nueva York localizable en la prensa especializada, me llamó la atención lo que leí sobre él y su mundo narrativo y comencé a devorar sus libros. Además de la mencionada trilogía (Ciudad de cristal, Fantasmas y La habitación cerrada) fueron cayendo poco a poco títulos como El país de las últimas cosas (el que más me ha impactado, hasta la fecha), El palacio de la luna (magnífico), La música del azar (me atrapó), y cuantos se han ido publicando en castellano, incluyendo Jugada de presión (firmada con el seudónimo de Paul Benjamin). Todos, hasta que llegamos a Viajes por el Scriptorium.

Antes de publicarlo, Auster había anunciado que se sentía agotado y que con Brooklyn Follies había terminado su andadura literaria. Podéis imaginar la desazón que me produjo ver cómo uno de los autores que más admiraba decidía no proseguir su carrera. Cuando anunció que escribiría un nuevo libro lo recibí como agua de mayo, y ahí entró en juego la decepción de que os hablaba justo al comienzo de la entrada. Viajes por el Scriptorium me pareció una novela muy floja, con un argumento “cogido con pinzas”, y continuas referencias al universo austeriano que no terminaban de convencer a un lector ilusionado al acercarse a la obra. Tras eso, me sentí engañado, Auster había escrito un libro, a mi parecer, indigno de su genio, y no fui capaz de acercarme a otra obra suya hasta hace unos días. De Un hombre en la oscuridad había leído que era también una novela que flojeaba, y aunque me había hecho con Invisible hace más de un año, había quedado así –invisible– en la estantería. No terminaba de decidirme, de lanzarme a leer a Auster y quedar, de nuevo, desilusionado. Finalmente, como decía, hace apenas unos días lo abrí y empecé a leerlo.

Invisible es una novela coral, que circunscribe entre sus cubiertas la narración de Adam Walker, un joven estudiante de literatura en la voz senil, que se apaga, del anciano que escribe sus memorias, la visión que de la inconclusa historia tiene James Freeman, un escritor famoso que fue compañero de Walker en sus años de universitario (en Columbia, durante 1967, y que igual que Auster viajó a París durante un curso de intercambio para profundizar en su amor por la literatura francesa) y las impresiones que Gwyn, la hermana de Adam, tiene sobre lo contado por su hermano.

Invisible se divide en varias partes (“Primavera”, “Verano” y “Otoño”), y en cada una de ellas la voz del narrador es distinta, como si se tratase de un ejercicio de taller literario, como si Auster, maestro del posmodernismo, se empecinase en mostrarnos un ejemplo de metaliteratura, en ese juego de espejos que es esta novela, con un estudiante de literatura que comparte rasgos con el autor del libro y que, a su vez, es autor de parte del libro contenido en el libro, que conocemos a través de la interpretación que de él hace un escritor profesional y los diálogos entre este y la hermana y una vieja amiga de Walker. Tal vez por eso, estos personajes me han parecido antes reflejos que personas, hologramas que humanos. Si bien el ejercicio de escritura de Auster es magnífico una vez que asumimos entrar a formar parte del juego que nos propone, sus personajes me han parecido huecos, faltos del hálito de vida que tenían Anna Blume en El país de las últimas cosas o Marco en El palacio de la luna, por ejemplo.

No me gustaría dar la sensación de que el libro no me ha gustado, pero si bien me ha resultado entretenido, fácil de leer y con la estructura interna compleja a la que nos tiene acostumbrados Auster (como cualquier gran autor, el secreto está en hacer aparentemente sencillo lo que para nada es superficial), Invisible no ha terminado de convencerme por completo. Es un libro correcto, bien escrito pero, al menos a mí, no ha sido capaz de emocionarme. Y, aunque en parte me he reconciliado con Auster (me haré con Un hombre en la oscuridad o Sunset Park), me quedo con la sensación de que el bueno de Paul está agotado y que –literariamente al menos- debería renovarse o morir.