Uno de los aspectos que más me gusta de las ferias del libro es poder conocer a quienes están detrás del papel, ya sea a los propios autores, ya a los traductores, editores y, casi siempre estos últimos, libreros. No obstante, no soy amigo –generalmente, aunque en ocasiones me pueda la mitomanía– de guardar largas colas para llevar conmigo un ejemplar firmado en el que, con suerte, el autor se haya molestado en estampar mi nombre junto al suyo. Prefiero los encuentros espontáneos, donde la conversación con los referidos protagonistas, verdaderos Homo libris, surge sin más y termino llevándome la grata sensación de haber encontrado a alguien enamorado verdaderamente de los libros.
Algo así nos ocurrió durante la última Feria del Libro de Granada a Azote y a mí. Andábamos deambulando entre las últimas novedades editoriales deseando encontrarnos con alguna ganga, algún libro sorprendente o ambas cosas, cuando me hicieron una humilde propuesta. Estábamos ante la caseta compartida por la editorial El Olivo Azul (por lo que más queráis, echad un vistazo a su colección Narrativas, donde no me faltó libro por desear) y Ediciones Traspiés, una pequeña editorial granadina, mis manos recorrían los títulos de la colección Vagamundos allí expuestos y Azote me dijo en ese momento: “Una humilde propuesta, ¿lo leíste?”. Ante mi negativa, comenzó a relatarme las maravillas de esta breve pero contundente sátira de Swift y a ella se le sumó una voz masculina. José Antonio López, editor, al habla.
Comenzamos a intercambiar opiniones sobre libros, dificultades del mercado editorial y lo admirable de emprender una aventura dentro de este mundillo. Yo, que lustros atrás acaricié la idea junto a unos amigos (editábamos por aquel entonces una revista cultural en Granada, nuestra tercera publicación tras una de temática musical y otra que fue absorbida por una asociación) no puedo más que envidiarles sanamente desde mi admiración hacia ellos. La propuesta de Vagamundos, nos decía José Antonio, es la de una colección donde imagen y palabra se aúnen en un todo. Libros ilustrados presentados en una edición de calidad, con un papel excelente y un primoroso cuidado por el detalle. Y esto no lo afirmaba ya el editor, sino yo mismo tras hojear algunos ejemplares, tras dejarme convencer por él, por Azote y, ¡qué diablos!, por el propio Swift. Además, entretanto había llegado a la caseta el traductor y prologuista del libro, Federico Villalobos, que tuvo a bien dedicárnoslo a Azote y a mí. A José Antonio le comenté que escribía en este blog y que, para bien o para menos bien volvería a saber de mí ya que, aunque no reseño todo cuanto leo, me apetecía escribir sobre este grato encuentro y sobre mis pareceres respecto al libro.
Trájeme a casa el librito desde el que el autor de Los viajes de Gulliver –curiosamente, una de de las lecturas de las que guardo un más temprano recuerdo, en una edición infantil, claro está, y que nada tiene que ver con una segunda aproximación, ya como adulto– se burló de las políticas que mantenían sumida a Irlanda en la pobreza lanzando una propuesta que escandalizaría a tantos en su época. Los hijos de los pobres servirían a su país de la mejor forma en que podían hacerlo: supliendo la falta de alimento provocada por las malas cosechas, ocupando el lugar que les correspondía a la mesa de los más pudientes. Me quito el sombrero ante el desparpajo y el afilado sentido del humor de que hace gala Swift en una obra que, por fuerza, no pudo ser bienvenida en su época. Denunciaba el trato que se daba a unas gentes que vivían como ganado y que, por tanto, poco más podían esperar que ser devoradas como tal. ¿Ha cambiado esto en lo esencial a día de hoy?