Llueve desde hace horas y es uno de esos días en los que nada me apetece más que mirar sin ver, a través de la ventana, cómo cae el día mientras la guitarra de Cereijo entona una melodía hermosa pero cargada de malos presagios («La noche se está cayendo/y con ella cae el tiempo/el día no sirvió de nada,/tarde de nubes sin agua./Hoy el cielo es de cemento,/parece que Dios está muerto/golpean la puerta de casa/mensajeros de desgracia…/¡malas noticias!»). Las primeras lluvias siempre me recuerdan, irremisiblemente, a poemas de Machado y a Serrat cantándolos, a Cela y su Mazurca para dos muertos.
Llueve mansamente y sin parar, llueve sin ganas pero con una infinita paciencia, como toda la vida, llueve sobre la tierra que es del mismo color que el cielo, entre blando verde y blando gris ceniciento, y la raya del monte lleva ya mucho tiempo borrada. (...) Llueve con tanta monotonía como aplicación desde el día de San Ramón Nonato, a lo mejor desde antes aun, y hoy es San Macario, que trae suerte a los naipes y a las papeletas. Orvalla despacio y sin parar desde hace más de nueve meses sobre la yerba del campo y los cristales de mi ventana, orvalla pero no hace frio, quiero decir mucho frío...
Se celebra hoy, como cada 24 de octubre desde hace casi tres lustros, el Día de la Biblioteca, y el que debería ser día de festejo (¡albricias!) para tantos de nosotros, lectores irredentos, supone un trago que deja un regusto amargo por el cierre, este mismo año, de una siempre necesaria biblioteca de barrio, la del Zaidín, en Granada. Sobre los peregrinos motivos existentes para su cierre podéis leer algo aquí.
Leía esta mañana un artículo sobre el futuro del libro de papel y el electrónico. «El libro ha muerto. ¡Viva el libro!» parecen preconizar los agoreros del libro entendido como continente y contenido. Los libros de papel, objeto de culto y deseo por parte de quienes adoramos pasar sus páginas escuchando el crujido del papel, dejándonos deleitar por su olor, vendrán a ser desplazados por una ingente horda de lectores electrónicos y formatos de archivo dispares, quedando relegados en las estanterías de aquellos que los coleccionarán con meticulosidad del entomólogo que clasifica un nuevo ejemplar, del filatélico que disfruta pinzando con frío metal uno de sus sellos para exponerlo bajo el ojo magnificado de la lupa.
Personalmente, creo que el futuro depara un espacio para la coexistencia. Ya poseo un lector electrónico y ciertamente resulta muy cómodo leer en él, pero no me da todo lo que necesito. El catálogo de libros disponibles es bastante reducido, si bien es cierto que es de esperar que este contratiempo se vaya resolviendo conforme las editoriales vayan permitiéndolo y los autores encuentren virtudes en este nuevo sector de mercado. Es más, una de las grandes esperanzas que deposito en el libro electrónico es poder hacerme con títulos descatalogados que hoy día son costosos, difíciles de conseguir o ambas cosas a la vez. Hay libros ideales para aparecer en este formato, como los best sellers que no buscan pasar a la posteridad o libros técnicos con la fecha de caducidad cuasi programada. Como informático que soy, adoraría poder leer cómodamente (algo que todavía no es posible hacer con los títulos que están editando en formato electrónico) textos que sé que dentro de cuatro o cinco años serán tenidos por obsoletos.
Pero creo que no basta con eso para desbancar al libro tradicional. En días como hoy no me busques fuera de una biblioteca, ya sea la mía privada o una pública, donde pueda leer rodeado de libros. No me pidas que imagine a Bastian Baltasar Bux leyendo en un Kindle las aventuras de Atreyu, ni a un cura y un barbero formateando la tarjeta de memoria del Papyre de Alonso Quijano. No me exijas que te diga que a una isla desierta llevaría conmigo un eReader con diez mil libros electrónicos dentro si no tengo con qué cargar su batería, ni que crea a quienes afirman que con su iPad leen más cuando antes apenas abrían un libro.
Dejadme estar con mi placer de lector arcaico, de devorador de libros ajeno a lo que marcan las modas y el mercado, de sujeto afín a ese montón de papiros cosidos, de manuscritos pervertidos por el invento de Gutenberg. Dejadme perdido en conversaciones con mis libreros preferidos, Firmin entre las ratas, saludando al bibliotecario que me vio crecer mientras yo le veía envejecer entre libros, que me aconsejó y recomendó lecturas en cada etapa de mi vida. Sí, leeré en libros electrónicos y disfrutaré con la lectura, obtendré los beneficios de las nuevas tecnologías y procuraré que no me dominen. Dejadme leer, pero no en aras de un nuevo negocio. Dejadme leer como lee un hombre, con el corazón.
Feliz Día de la Biblioteca y feliz lectura, sobre cualquier medio y en cualquier lugar.El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente. La distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas. A izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos. Uno permite dormir de pie; otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa la escalera espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca no es infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito... La luz procede de unas frutas esféricas que llevan el nombre de lámparas. Hay dos en cada hexágono: transversales. La luz que emiten es insuficiente, incesante.
Jorge Luis Borges, “La biblioteca de Babel”.
Notas:
La fotografía de la Biblioteca del Hospital Real de Granada que encabeza la entrada es de Iván García y es ofrecida sujeta a los términos de una licencia Creative Commons.
La segunda fotografía es de la Plaza de España de Santa Fe (Granada). El edificio que permanece oculto por las redes protectoras de una obra de restauración albergaba antaño la biblioteca pública de mi pueblo, la primera de la que fui socio y donde pasé largas horas de innumerables días leyendo, aprendiendo... y contemplando a las aves en los tejados de la Iglesia de la Encarnación, justo enfrente.
La fotografía de la Biblioteca del Hospital Real de Granada que encabeza la entrada es de Iván García y es ofrecida sujeta a los términos de una licencia Creative Commons.
La segunda fotografía es de la Plaza de España de Santa Fe (Granada). El edificio que permanece oculto por las redes protectoras de una obra de restauración albergaba antaño la biblioteca pública de mi pueblo, la primera de la que fui socio y donde pasé largas horas de innumerables días leyendo, aprendiendo... y contemplando a las aves en los tejados de la Iglesia de la Encarnación, justo enfrente.