miércoles, 11 de enero de 2012

Los libros cobran vida al anochecer

Con la sugerente afirmación que encabeza esta entrada me dio a conocer ayer Silvia (sus blogs A través de mi visor y Un compás de obturador nos ilustran sobre fotografía,  cine y derechos digitales, entre otros temas, y son ultrarrecomendables) a través de Twitter el vídeo que os traigo hoy. Posiblemente muchos ya lo habréis visto, pero nunca está de más reencontrarse con él o descubrirlo por vez primera. A buen seguro os gustará tanto como a mí este The Joy of Books, encontrado en el blog Tecnología Obsoleta:


En este miércoles poético, os dejo con la "Canción 1960" de Luis García Montero:
Hasta la plaza
de los árboles secos
han bajado a sentarse las historias
que jamás se contaron.
La maleta fantasma
perdida como un barco.
Los pañuelos del tren
y el autobus que cruza
por medio de la orquesta del verano.
La noche arrepentida
en los primeros pasos
y el reloj que no puede
romper el muro de las cuatro.
Han venido a sentarse
para escuchar el miedo de los pájaros,
par ver la chaqueta
colgada en el armario
y los árboles secos
de los recién llegados, de los recién llegados.
¡Feliz lectura!

lunes, 9 de enero de 2012

La casa de los cocodrilos


Todas las épocas tienen sus héroes, algunos nuevos, otros heredados de las pretéritas. De las etapas de la vida, la infancia resulta la más propensa a endiosar a todo tipo de referentes. De los reales (los padres, ciertas profesiones generalmente acompañadas del riesgo como sinónimo de la aventura) a los ficticios (héroes televisivos y, cómo no, literarios), los niños tienden, tendimos, a elevar a un pedestal a nuestros ídolos que en ocasiones son, como decía, heredados.

Cuántos no nos habremos emocionado con la ceguera de Miguel Strogoff, aterrorizado con el incierto destino del capitan Hatteras o admirado del suprahumano valor de Sandokan en las novelas de Verne y Salgari. Cuántas aventuras corrimos de niños junto a Jim Botón o con papá Mumin; huyendo junto a los traviesos Guillermo y Tom Sawyer, o siguiendo a los protagonistas de La guerra de los botones. La de ocasiones en que nos escondimos en un barril de manzanas o ingerimos un trozo de seta que nos haría tan minúsculos que podríamos pasar a través de la puerta más ínfima. De la infancia nos quedan, pasado el tiempo, los recuerdos. De lo que fue y, sobre todo, de lo que soñamos. Y entre sueños, de estos recuerdos, nos queda en ocasiones el agridulce sabor de lo que pudo haber sido.

Recientemente, gracias a estas librerías de viejo que tanto me gusta visitar, aunque actualmente sea en generalmente de forma virtual (como os relataba, Internet se está convirtiendo en un gran apoyo a la hora de localizar obras imposibles), conseguí localizar una copia de La casa de los cocodrilos, una novela infantil que tuvo los ingredientes necesarios para atraparme en su lectura y sucesivas relecturas durante un largo periodo de tiempo. No recuerdo la cantidad de veces que pude acompañar a Víctor Laroche en sus incursiones por las habitaciones solitarias de la casa-hotel en que vivía con sus padres, y donde se produjera la trágica muerte de Cecilia, la hija del anciano propietario del edificio; sólo sé que el libro formó parte de mi más remota infancia, y que como tantos otros que leí en la Biblioteca Pública de mi pueblo, no pude conseguir adquirir pasados los años por encontrarse descatalogado, aunque me acompañase siempre su recuerdo.

He vuelto a leer el libro este fin de semana en poco más de una hora. Obviamente, mi aproximación al mismo ha sido distinta, desde otra perspectiva, pero he de confesar que me ha traído a la mente recuerdos que creí olvidados. Se trata de una obra escrita claramente para un público infantil, ávido de encontrar un protagonista como éste, con el que poder identificarse. Para los amantes de las novelas detectivescas, futuros lectores de las aventuras de Los Tres Investigadores de Alfred Hitchcock, de Doyle, Christie o Simenón, puede ser un punto de arranque más que interesante. Lástima que la edición existente, de Miñón en 1977, sea prácticamente imposible de encontrar, tan difícilmente localizable como tantas obras que quedarán sepultadas en el pasado, aunque su memoria nos acompañe por siempre.

Nota: Entrada recuperada del antiguo blog Andanzas de un trotalomas, antes de que lo destinase a una temática más relacionada con la naturaleza.

domingo, 8 de enero de 2012

Mis "clásicos" infantiles

Los días que rodean a estas fiestas navideñas suelen ser escenario de diversos reencuentros; los que están fuera vuelven a casa, las familias se reúnen, vemos a los amigos que están lejos o que quedaron atrás por las inevitables vicisitudes que tiene la vida… También, habitualmente, suponen un reencuentro con nosotros mismos, con quienes fuimos y con el tiempo que quedó atrás. Hace apenas un par de días, además, la ilusión tomó la forma de tres Reyes Magos que vienen de Oriente, y hasta los más republicanos transigen con su presencia cuasi omnipresente, el múltiples cabalgatas celebradas al mismo tiempo en innumerables ciudades.

Días atrás pensaba en lecturas pasadas. En libros que quedaron atrás pero no se marcharon nunca. En esas historias que, sin menospreciar a otras muchas que conforman el corpus lector vital de cada uno de nosotros, quedaron grabadas y a día de hoy seguimos recordando. Y decidí traer algunas de ellas al blog justo al finalizar estas fiestas, compartirlas con vosotros, revisar si siguen estando disponibles o pasaron al agujero negro de los títulos descatalogados y, en fin, pediros que participéis y compartáis con todos algún libro de vuestra infancia de entre cuantos aún recordáis con cariño. En la relación he obviado a los clásicos (quedan fuera Verne, Salgari, Dumas, Stevenson, Poe, Dickens…) porque podrían componer en sí mismos una o varias entradas.


La autora finlandesa Tove Jansson regaló a los niños de varias generaciones las aventuras de los mumins, unos particulares trolls escandinavos que siempre me recordaron a rechonchos y amables hipopótamos. Recuerdo que devoré sus historias en los libros disponibles en la biblioteca pública de mi pueblo, editados por Noguer, y que la familia Mumin me hizo disfrutar de lo lindo en aquella época. Ilustrados por la autora, en sus libros los personajes adquieren vida propia y deleitan al lector con sus marcadas personalidades. De entre los amigos del pequeño Mumin, el protagonista principal de las historias, el más interesante posiblemente es Manrico: músico, cuentacuentos, trotamundos, le es indiferente el paso del tiempo y simplemente disfruta de su vida errante y bohemia compartiendo con sus amigos los buenos momentos que esta les depara. Los libros de Jansson transmiten valores tan importantes como el sentido de la amistad y la necesidad de tomarse la vida con humor, algo bastante necesario hoy día.

Mientras escribo la entrada he echado un vistazo a la bibliografía de Tove Jansson editada en castellano y, con sorpresa, veo que fue publicado un libro para adultos titulado El libro del verano. Además de la tentación de recuperar algún libro de la familia Mumin (como La familia Mumin en invierno, que ilustra la entrada) creo que echaré el lazo a esta historia intergeneracional; ya os contaré.


Otra de mis referencias en cuanto a lo que literatura infantil (y no tanto) se refiere es Michael Ende. Años después vendrían La historia interminable, Momo o el alucinante libro de relatos El espejo en el espejo, pero durante mis primeros años en la biblioteca pública leí una y otra vez las aventuras de Jim Botón y su amigo Lucas, el maquinista de la locomotora Emma, en el pequeño país de Lummerland. Tan amenos me resultaron los dos libros publicados (también por Noguer), Jim Botón y Lucas, el maquinista y Jim Botón y los trece salvajes, que recuerdo cómo me castigaba los ojos a la luz de la linterna, bajo las sábanas, por no dejar de leer por la noche. Hace unos años me hice con los libros en la reedición que —me felicito por ello y les felicito a ellos— llevó a cabo la editorial no hace mucho. En El templo de las mil puertas es posible encontrar una reseña más detallada sobre esta obra de Ende.

Uno de los libros que más me fascinó de niño, pues si bien no es un libro para infantes según avisa el propio autor («Quien se regocija leyendo a Rabelais, ese grande y auténtico genio francés, acogerá, creo que con placer, este libro que a pesar de su título no va dirigido ni a los niños ni a las doncellas») siempre lo he encontrado en colecciones juveniles (lo leí en la colección Tus Libros, de Anaya, y posteriormente me hice con él en la Biblioteca Juvenil de Alianza) fue La guerra de los botones. Louis Pergaud escribe una historia en la que dos pandillas de mozalbetes de pueblos vecinos permanecen continuamente enfrentadas. Las batallas en las que se enzarzan no buscan ningún fin especial: los jóvenes se odian simplemente por ser de lugares distintos y su juego de niños, en el que los botones arrebatados a los contrincantes constituyen el botín de guerra, pronto se les irá de las manos. Los protagonistas usan un vocabulario algo soez y la violencia está presente en toda la novela (de ahí que, en efecto, sea un libro destinado realmente a los adultos), pero lo cierto es que en una época donde la sobreprotección a la infancia no estaba tan extendida constituyó para mí una lectura excepcional, una novela de aventuras y, al fin, un alegato pacifista.

Uno de los grandes clásicos infantiles que, en mi caso, disfruté especialmente a través de la serie de dibujos animados basada en el libro, fue El maravilloso viaje de Nils Holgersson de la autora sueca Selma Lagerlöf, la primera mujer en obtener un Nobel de Literatura. Leí los libros con veintitantos años y lo cierto es que la ilusión con que recordaba el viaje de Nils a lomos de su ganso Martín se convirtió en la del redescubrimiento del clásico. Nils es un chico travieso y algo maleducado que disfruta haciéndoselo pasar mal a los animales de la granja de sus padres. Mientras estos están en la iglesia, Nils captura a un duende y rechaza su ofrecimiento de una moneda de oro por su libertad. El duende convierte a Nils en uno de los suyos, reduciendo su tamaño y permitiéndole entender a los animales, y el muchacho parte junto al ganso doméstico en pos de una bandada de gansos salvajes en el que será su viaje (iniciático) por excelencia.

Si hay algo que caracteriza a la infancia (y al propio hombre) es la curiosidad y la capacidad de asombro. Por eso, no es de extrañar que buena parte de la literatura infantil tenga a jóvenes detectives por protagonistas (Alfred Hitchcock y los tres investigadores, o Víctor, el niño de La casa de los cocodrilos, por ejemplo) y que la resolución de enigmas sea un tema recurrente en la literatura. Uno de los libros de aventura y desafío intelectual que recuerdo con más cariño es El misterio de la isla de Tökland, de Joan Manuel Gisbert. En él, conoceremos al millonario Anastase Kazatzkian y su Compañía Arrendataria de la Superficie y Subsuelo de la Isla de Tökland. Kazatzkian hace pública la creación del mayor acertijo de la historia, destinado a poner a prueba las mentes más preclaras del mundo y dotado con un premio de cinco millones de dólares para quien consiga resolverlo. Llegarán solicitudes de participación de todos los lugares del globo, pero, de entre los pocos aventureros capaces de resolver las tres pruebas preliminares, solo Cornelius accederá además a la isla. La narración va saltando entre los distintos protagonistas de la novela, y Gisbert mantiene en todo momento la tensión y el misterio que me mantuvieron en su día enganchado literalmente al libro. Años después me topé con alegría con la revista literaria Tökland y el libro, hasta donde sé, sigue siendo reeditado por Planeta.

Por estas fechas, cuando el frío estaba en su máximo apogeo (algo que no ha ocurrido precisamente este año), me encantaba recuperar de la biblioteca los cuentos rusos recopilados por Afanasiev. Posiblemente nunca otros cuentos populares me han impresionado tanto y probablemente no recomendaría otros más que estos a quien desease una buena lectura invernal. Sobre ellos escribí hace casi dos años y medio en el blog, según estoy viendo ahora, y curiosamente en la entrada hacía también referencia a Jim Botón y a mis lecturas nocturnas. Empiezo a sentirme un poco como el abuelo Cebolleta, así que os dejo con el vínculo a esa entrada y con el recuerdo de otros dos “clásicos” de mi infancia, también muy recomendables; La isla de Abel y el prácticamente imposible de encontrar La casa de los cocodrilos, para el que recupero una entrada escrita hace un par de años en otro blog y que publico justo a continuación de esta.


Y, al fin, ¿qué libros infantiles recordáis al llegar estas fechas? ¿Cuáles nos recomendaríais recuperar o regalar a un joven lector?

¡Que el oso Paddington, con sus bollitos y chocolate caliente, os acompañe en vuestras lecturas!

miércoles, 4 de enero de 2012

¿Arte?

He comenzado a leer, en orden, los libros que componen la serie de novelas protagonizadas por el inspector Méndez y escritas por Francisco González Ledesma. Aunque algunos de ellos no me son desconocidos, lo cierto es que no había leído con anterioridad El expediente Barcelona, el primero en el que aparece Méndez. En uno de los capítulos iniciales, escrito a modo de epístola, encontramos una cruda descripción del mundo del toreo, que el autor conoce a la perfección debido a su trabajo periodístico, y aunque me consta lo duro del texto (o tal vez precisamente porque por eso mismo transmite la crudeza de cuanto nos narra) he querido traerlo aquí. No hace mucho, además, hablaba sobre el dolor animal en Andanzas de un Trotalomas.
A veces, los domingos de sol, cuando la ciudad era amable y hasta las calles lograban sonreír, íbamos al fútbol. Un domingo de verano, excepcionalmente, fui a una corrida de toros. El ambiente de la tarde, la tierna sensualidad del aire, el mismo deambular de la gente que llenaba las calles, fue llevándonos hasta la puerta de la plaza. Rodríguez y yo entramos; los otros se quedaron fuera. Y creo que nunca he pasado unas horas tan bochornosas como aquellas.
¿Qué buscaba allí la gente? ¿Arte? ¿Pero qué arte había en hacer siempre lo mismo? Me juego aquello que cuelga a que no hay tanda de naturales —idénticos unos a otros— que no acaben con el pase de pecho —siempre idéntico— en una especie de eternidad sangrienta. En fin, discúlpeme si me indigno. Y le añadiré que, si hubiese arte, este quedaría anulado por el hecho de que la materia con que se construye es el martirio de una bestia noble y a la que nadie ha enseñado a defenderse.
Por esto —cosa que no me ocurría en el fútbol— me hubiera peleado con quien fuese. Aparte de lo que había oído contar de toros sangrados, muertos de hambre, molidos a golpes o con los cuernos afeitados, lo evidente es que, después de la suerte de varas, al animal se le destrozan los músculos del cuello y ya no puede girar la cabeza. Acercarse a él es como «jugarse la vida» arrimándose al tren, pero sin entrar en la vía. ¿Qué quería entonces la gente? ¿La sensación y la emoción de que el «maestro corría peligro»? Absurdo. En cifras absolutas y en cifras relativas, es mucho más peligroso hacer de albañil, de minero, de chófer y hasta de macarra que de «maestro» de este gremio. Uno va toda la vida a «fiestas» en la Monumental o las Arenas, y no ve una cogida de verdad. Eso sí, los partes facultativos siempre hablan de hígados al aire, de testículos arrancados, de heridas de treinta centímetros y de «pronóstico gravísimo», lo cual no impide, cosa chocante, que al cabo de quince días el agonizante vuelva a actuar. Los médicos deben hacerlo porque así se animan las cosas de la fiesta.
El único momento un tanto peligroso es el de la muerte del toro, porque en esa excepcional ocasión el animal sí que puede embestir a un hombre que tiene de frente y no al lado, detrás del engaño, pudiendo por tanto hacer uso del cuello, que le han destrozado previamente. Los «accidentes», sin embargo, son menos probables que los que pueda sufrir un pobre tipo que esté trabajando en los cimientos de un meublé.
Entonces llegué a una conclusión quizá sorprendente, pero muy arraigada en mí: la gente iba allí para ver sufrir a una bestia, para hartarse de sangre. Contemplaban extasiados la ejecución de un animal porque no podían contemplar la ejecución de un hombre.
Y resultaba bien extraño que todo eso lo ligaran a sensaciones espirituales, que lo ligaran a la música, al sol, a las flores y al aire libre, cuando lo único que había era el sudor de animal acorralado (la angustia terrible del toro que da vueltas y vueltas al anillo, buscando una salida imposible), sangre sobre la piel y sobre la arena sucia, el dolor de la bestia, que chillaría si pudiese, que imploraría piedad antes de su muerte inevitable.
¡Aquella petición estéril, que nadie quería ver bajo el sol de las cinco de la tarde!
Y los caballos ciegos captando la «humanidad» de la gente que chilla. Y el desuello de las reses en la penumbra miserable que hay bajo las gradas. Y hasta los jugos gástricos provocados por ese pensamiento: Mañana, parte de ese cuerpo lo tendré en mi estómago.
Todo aquello era la «fiesta».
Hube de ligarla, también sin querer, a oscuras satisfacciones sexuales de la gente. A movimientos temblorosos en los labios secretos de las mujeres, cuando la sangre corría. A pálpitos furtivos en la entrepierna de los hombres cuando el picador aprieta y aprieta hasta que la bestia, hasta que «el bicho», hasta que «el marracó», «el enemigo» y todas esas palabras de retrete, se rinde con la piel desecha (golpecito en la entrepierna, chupada al puro, mirada de reojo).
Me avergonzaba de ser español, de que alguien pudiera creer que, por serlo, aceptaba todo aquel mundo negro. Y Milanés también estaba indignado. Aquella tarde gritó no sé qué de la madre de uno de los «maestros» (quizá le dio recuerdos) y nos expulsaron a los dos.

Francisco González Ledesma, El expediente Barcelona.

martes, 3 de enero de 2012

IMM agradecido

Este es un IMM de lo más agradecido. Por un lado, creo que han transcurrido siglos desde la última vez que me senté a escribir dos entradas en Homo libris un mismo día (si bien es cierto que tanto la anterior como esta que estáis leyendo han tenido por mi parte muy poco trabajo) y, al menos para mí, eso ya es motivo de gozo y agradecimiento. Por otro, tanto los libros que vienen a continuación (son todos los que están, pero no están todos los que son, y es que son muchos los que tengo pendientes desde hace mucho) son fruto de un regalo. De momento, y hasta que vaya avanzando el año, tengo entre manos o al alcance de una de las mismas los siguientes libros.


Hacía tiempo que no leía nada de Murakami y 1Q84 va a ser una de mis próximas lecturas. De hecho, le eché un ojo ayer y terminé leyéndome los dos primeros capítulos. Lo cierto es que promete, así que espero que no me defraude. 

Encima de él aparece La juguetería errante, una divertidísima novela detectivesca, parodia además de las mismas, que me está deleitando con sus continuas referencias literarias y por lo hermosísimo de la edición (Impedimenta se está convirtiendo en una de mis editoriales de cabecera en los últimos tiempos). Resulta todo un gustazo leer libros así. Aunque lo empecé hace unas semanas, lo cierto es que obligaciones de diversa índole han hecho que lleve prácticamente dos sin cogerlo. Tanto es así que estoy pensando volver a leerlo desde el principio, pero ya veré. De él os hablaré a buen seguro en el blog más adelante.


Esquivando a Lupo, que no se ha interpuesto aquí entre el libro y la cámara, he conseguido fotografiar Sinclair and the 'Sunrise' Technology, un  libro que tenía muchas ganas de leer, ya que Sir Clive Sinclair, el creador de, entre otros, el ordenador de 8 bits más popular (el Spectrum), ha sido todo un visionario en lo que a tecnología se refiere. Le hincaré el diente muy pronto.

¡Y claro que sí! El agradecimiento último pero no por ello menos importante es el de los marcapáginas que Isi nos los ha hecho llegar a Azote y a mí. Hoy, al mirar el buzón tras regresar a casa, los hemos encontrado. La ilusión que nos han hecho tanto estos como la carta de nuestra querida amiga bloguera podéis imaginar que ha sido mayúscula, como lo es el agradecimiento ante semejante detallazo. 

Muchísimas gracias, linda, por tu regalo. Ten por seguro que daremos buen uso de ellos. Por lo pronto van a marcar el ritmo de lectura de este 2012 que comienza.

¡Besos, abrazos y feliz lectura!

Cumpliendo ciento veinte años


Tal día como hoy, hace ciento veinte años, nacía en la sudafricana ciudad de Bloemfontein nuestro querido profesor, J. R. R. Tolkien. El autor que tantos momentos felices nos ha regalado y que, para mí, es uno de los referentes literarios más importantes que poseo. Por eso, y por muchos años más juntos, alzo mi copa en un brindis que espero sea compartido por todos vosotros.

Os dejo con un fragmento de los apéndices de El Señor de los Anillos, en concreto el que narra la pérdida de Aragorn, con doscientos diez años, tras ciento veinte de convivencia con Arwen. Es un momento hermoso y triste, tal vez como este de júbilo por el cumpleaños del profesor y de pena porque no esté entre nosotros más que en su recuerdo.
»La Tercera Edad terminó así con victoria y esperanza; pero uno de los más tristes en medio de todos los dolores de aquella Edad fue la separación de Elrond y Arwen, porque era el Mar el que los seperaba, y un destino más allá del fin del mundo. Cuando el Gran Anillo fue destruido, y los Tres quedaron despojados de todo poder, Elrond, cansado al fin, abandonó la Tierra Media para nunca más regresar. Pero Arwen había elegido ser una mujer mortal, y su destino no quiso sin embargo que muriese antes de haber perdido todo lo que había ganado.
»Como Reina de los Elfos y de los Hombres, vivió con Aragorn durante ciento veinte años de gloria y de ventura; pero al fin Aragorn sintió que se acercaba a la vejez, y supo que los días de aquella larga vida estaban terminando. Entonces le dijo a Arwen: "Al fin, Dama Estrella de la Tarde, la más hermosa de este mundo y la más amada, mi mundo empieza a desvanecerse. Y bien: hemos recogido y hemos gastado, y ahora se aproxima el momento de pagar." »Arwen sabía muy bien lo que él pensaba hacer, pues lo había presentido hacía largo tiempo; y a pesar de todo, el dolor la abrumó: Di Esperanza a los Dúnedain, y no he conservado ninguna para mí.
"¿Querrías, entonces, mi señor, abandonar antes de tiempo a los tuyos que viven de tu palabra?", dijo.
»"No antes de mi tiempo", respondió él. "Si no parto ahora, pronto tendré que hacerlo por la fuerza. Y Eldarion nuestro hijo es un hombre ya maduro." «Entonces, fue a la Casa de los Reyes en la Calle del Silencio, y se tendió en el largo lecho que le habían preparado. Allí le dijo adiós a Eldarion y le puso en las manos la corona alada de Góndor y el cetro de Arnor; y entonces todos se retiraron excepto Arwen, y allí se quedó junto al lecho de Aragorn. Y no obstante la gran sabiduría de su linaje, no pudo dejar de suplicarle que se quedara todavía por algún tiempo. Aún no estaba cansada de los días y ahora sentía el sabor amargo de la mortalidad que ella misma había elegido.
»"Dama Undómiel" dijo Aragorn, "dura es la hora sin duda, pero ya estaba señalada el día en que nos encontramos bajo los abedules blancos en el jardín de Elrond, donde ya nadie pasea. Y en la Colina de Cerin Amroth cuando tú y yo rechazamos la Sombra y renunciamos al Crepúsculo, aceptamos este destino. Reflexiona un momento, mi bienamada y pregúntate si en verdad preferirías que esperara a la muerte, y verme caer del trono achacoso y decrépito. Oh Dama, soy el último de los Númenóreanos y el último Rey de los Días Antiguos; y a mí me ha sido concedida no sólo una vida tres veces más larga que la de los hombres de la Tierra Media, sino también la gracia de abandonarla voluntariamente, y de restituir el don. Ahora, por lo tanto, me voy a dormir.

Por cierto, ya que en las últimas semanas he estado ausente por aquí (y prácticamente del resto de Internet :)), aprovecho para enviaros un abrazo y todos los mejores deseos para este año entrante, así como que la pasada haya sido una hermosísima Navidad.

¡Feliz lectura!