viernes, 24 de febrero de 2012

El club de los parricidas

Pandemonium, s. Literalmente, Lugar de Todos los Demonios. La mayoría de ellos han ido a refugiarse en la política y las finanzas, y el lugar se usa ahora como salón de conferencias del Reformador Vocinglero. Cuando son perturbados por su voz, los antiguos ecos clamorean apropiadas respuestas que halagan mucho su orgullo.
La primera vez que oí alguna de las definiciones que contiene el Diccionario del diablo de Ambrose Bierce fue en la radio. Un compañero del programa de rock “Bajo cuerda” que por aquel entonces emitíamos en directo desde una emisora local lo llevó y fue intercalando alguna que otra entre canción y canción. Tanto nos gustó que recuerdo que busqué el libro y lo encontré en una de las librerías de Granada, ya desaparecida, que más contribuyó a engrosar mi biblioteca particular durante la etapa de estudiante. La librería Urbano de libros de saldo, ubicada en la calle Melchor Almagro, nos esperaba con miles de títulos al pie de sus escaleras. Había que descender por ellas como si nos estuviésemos adentrando en la cueva de Alí Babá, y aparecía, igual que esta, repleta de tesoros, aunque estos de papel. Y al salir, como si de Moria se tratase, en invierno podías ver entre las ramas desnudas de los olmos, al final de la calle, la desafiante silueta de Sierra Nevada. Un placer de dioses, como os contaba.

Volviendo a Bierce, aunque lo cierto es que su más conocida obra es precisamente ese diccionario, no es la única en la que su aguda ironía y, por qué no decirlo, buena ración de mala baba hace acto de presencia. Como os decía en la anterior entrada, la editorial Traspiés muy gentilmente me hizo llegar una copia de El club de los parricidas, y para deleite de propios y extraños he de decir que he disfrutado de su lectura como un enano.


El club de los parricidas comprende una serie de relatos en los que el autor va desgranando el cariño que guardaba hacia sus progenitores. De esta relación nos habla en el prólogo Jesús Aguado, el traductor de la presente edición, y pronto iremos descubriendo hasta qué punto era esta visceral.

En “Aceite de perro”, un niño ayuda a sus padres en sus respectivos trabajos. Comienza a narrarnos su historia con estas palabras:
Me llamo Boffer Bings. Nací de padres honestos que ejercían dos de los oficios más humildes: mi padre era fabricante de aceite de perro y mi madre se encargaba de los bebés no deseados en una pequeña habitación adyacente a la iglesia del pueblo. Ellos se encargaron de inculcarme el amor al trabajo, ya que no sólo ayudaba a mi padre a capturar los perros que alimentaban sus calderos, sino que también en numerosas ocasiones, mi madre me pedía que me deshiciera de los desechos frutos de su labor. Puesto que todos los agentes de la ley del lugar, aunque no lo hubieran explicitado en sus programas electorales, se oponían a lo que ella hacía, con frecuencia tenía que emplear a fondo mi natural inteligencia para cumplir con esta obligación. La ocupación de mi padre, fabricar aceite de perro, era, como es lógico, menos impopular, a pesar de que los propietarios de perros desaparecidos le dirigieran miradas reticentes que hacían extensivas a mí.
“Un incendio imperfecto” nos trae la figura de un padre ladrón y un hijo que no le va a la zaga en estas artes. Un desacuerdo en el reparto del botín desata la furia del hijo y el final de su padre en unas circunstancias realmente flamígeras.


“Mi asesinato preferido”, o más bien el del protagonista de esta historia, es el de su tío. Lo narra ante el juez para hacerle ver que el crimen por el que está siendo juzgado —el de su madre— no es realmente tan abominable.

Después de asesinar a mi madre de manera especialmente horrible, fui arrestado y llevado a un juicio que se prolongaría durante siete años. Al exponer sus conclusiones a los miembros del jurado, el juez del Tribunal de Absolución afirmó que el mío era uno de los crímenes más espantosos con los que había tenido que enfrentarse.
Al escuchar eso mi abogado se levantó y dijo:
"Con la venia de su Señoría, los crímenes son espantosos o soportables sólo por comparación. Si usted conociera los detalles del asesinato anterior de mi cliente, el de su tío, sabría ver en este otro delito suyo (si es que puede denominarse así) la dulce indulgencia y la piedad filial que demostró a su víctima. El atroz ensañamiento de ese otro asesinato sí que tenía que haberle ganado un veredicto de culpabilidad. De hecho, difícilmente se habría librado del mismo de no haber sido por la circunstancia de que el honorable juez que presidía el juicio era también el presidente de una compañía de seguros con la que mi cliente había suscrito una póliza contra el ahorcamiento. Si su Señoría tuviera a bien aceptar escuchar, para su propia edificación, el relato de lo entonces acontecido, mi cliente, a pesar del dolor que eso le causaría, no pondría reparos en hacerlo bajo juramento".
En “Una tumba sin fondo”, una madre con pocos escrúpulos y unos hijos algo inocentes entierran a su padre en el sótano se la casa con el fin de seguir cobrando la pensión de este. Lo que no saben es que su secreto puede estar enterrado más profundamente de lo que jamás habrían podido imaginar.


Por último, “El hipnotizador” nos trae a un joven dotado de un poder especial. Ya en el colegio descubre que puede hacer que las personas actúen a su antojo, controlando su cerebro simplemente con mirarlas fijamente y pensar lo que desea que hagan. El abuso que de su poder hacen sus padres les pasará una elevada factura…

En definitiva, este libro de relatos de Ambrose Bierce no resulta apto para mentes delicadas, si bien su agudeza y explícita ironía le encumbran, a mi parecer, a lo más alto de este tipo de literatura. En la edición que nos ocupa, la de la colección Vagamundos, los textos vienen acompañados por las ilustraciones de Pablo López Miñarro y, aunque es una delicia para regalar, no os recomiendo que lo apuntéis para el día de la madre. Ni del padre, claro.

¡Feliz lectura!

lunes, 20 de febrero de 2012

Volver

Posiblemente haya transcurrido más tiempo que nunca sin que escriba, desde el inicio de esta aventura bloguera, en Homo libris o en Andanzas de un Trotalomas. Aunque en los últimos tiempos mi ritmo de escritura había descendido bastante, lo cierto es que diversas circunstancias se han aliado para dificultarme aún más la labor. He dejado pasar efemérides tan queridas para mí como la semana en la que Verne y Dickens cumplían años, he dudado una y mil veces sobre la decisión de cerrar los blogs, dejar de escribir en ellos indefinidamente, hasta que las musas me alcancen (no estoy nada contento con lo que vengo escribiendo últimamente) o unirlos todos en uno solo, personal e intransferible, que denote algo de actividad incluso en estos malos momentos. Pero (¡ay!) como suele ser habitual en mí, sigo sin tomar una decisión al respecto.


No obstante, ahora que algunas de las circunstancias que me apartaban de aquí han desaparecido (si bien no creo que pueda contar con tanto tiempo como antes) he vuelto. Espero que para quedarme, aunque a estas alturas del partido no tengo nada claro. Intentando ver la situación desde una perspectiva positiva, si bien habréis notado quienes tenéis blog que también ando desaparecido del vuestro, he de decir que sigo presente en ellos, si bien de una forma silente. En diciembre del año pasado mi ajado, vetusto y heredado móvil sucumbió, así que me vi “obligado” a hacerme con otro (con lo felices que éramos sin ellos ;)). Aunque mi intención era otra, finalmente opté por uno de esos mal llamados teléfonos inteligentes y, como el buen retro-geek que soy, además de instalar en él alguno que otro emulador de ordenadores de 8 bits (Spectrum is forever), lo estoy usando para leer vuestras entradas, al tener los blogs vinculados a través lector de RSS correspondiente. Por el contrario, me da una pereza enorme escribir con mis torpes dedos en ese engendro de teclado táctil que incorpora, motivo por el cual no aparezco en los comentarios, aunque espero ir solucionando esto.

Por el camino han quedado unas cuantas lecturas y mucho trabajo acumulado. Pero como por algún lado hay que comenzar, os traigo aquí un brevísimo IMM, teniendo en cuenta que son tantos los libros que se me acumulan, con los primeros que aparecerán por aquí dentro de unos (pocos, espero) días.


La juguetería errante, de Edmund Crispin, ha sido un verdadero descubrimiento. Como con otros libros, me enamoró su portada, me intrigó su título y, solo después, conocí un argumento que me interesó sobremanera. La edición de Impedimenta es preciosa y el libro me encantó cuando lo leí, si bien posiblemente haya sido la más irregular de cuantas lecturas haya disfrutado en los últimos tiempos. Os hablaré de él dentro de poco.


José Antonio, propietario de la granadina editorial Traspiés, me hizo llegar a finales del mes pasado un par de libros que están promocionando actualmente. Ya hablé de la editorial en su día y de la buena impresión que causó en mí su libro de Jonathan Swift Una humilde propuesta. Los dos que me hace llegar gentilmente (muchas gracias, José Antonio) son El club de los parricidas, de Ambrose Bierce, y Un puesto avanzado del progreso, de Joseph Conrad. Dos libros satíricos, como el de Swift, que vienen a acrecentar la buena impresión que me causó la colección de libros ilustrados “Vagamundos”.


Actualmente estoy disfrutando de lo lindo con la aproximación a la historia de la agricultura y de la ingeniería genética que realiza magistralmente Francisco García Olmedo, catedrático de biología molecular vegetal, en su libro La tercera revolución verde. Creo que lo terminaré pronto, ya que es breve y la mar de ameno, y decididamente lo traeré al blog.


Y poco más, de momento. Espero ir retomando un ritmo aceptable de escritura y que mi presencia, para mal o para bien, se deje notar en los vuestros.

Un abrazo y, como siempre, ¡feliz lectura!