martes, 26 de agosto de 2014

La mirada, el gato y el reloj

Allá al fondo está la muerte, pero no tenga miedo. Sujete el reloj con una mano, tome con dos dedos la llave de la cuerda, remóntela suavemente. Ahora se abre otro plazo, los árboles despliegan sus hojas, las barcas corren regatas, el tiempo como un abanico se va llenando de sí mismo y de él brotan el aire, las brisas de la tierra, la sombra de una mujer, el perfume del pan. 
«Un siglo», dos breves palabras para designar un largo periodo de tiempo, al menos en la escala de vida humana. Un siglo, decía, ha transcurrido desde que un 26 de agosto naciese en Bélgica el autor argentino y ciudadano universal Julio Cortázar. Aterra medir el paso de un tiempo que vuela, que se escurre entre nuestros dedos como si fuese agua, especialmente si lo hacemos con el inmortal reloj que nos regaló en sus cuentos, instrucciones y garantía de por vida incluidas, pero reconforta el vínculo que mantenemos con el autor, con su obra, su singular visión del mundo y su rompedora literatura. 

En mi caso, podría afirmar que conocí a Cortázar gracias a sus Historias de cronopios y de famas o a ese maravilloso librojuego para adultos que es y no es Rayuela, pero estaría mintiendo. Conocí a Cortázar sin saber que estaba leyéndole a él, pues fue gracias a su genial traducción de los cuentos de Edgar Allan Poe, uno de mis autores de cabecera, uno de mis preferidos durante la infancia. 

La labor de Cortázar como traductor de Poe fue ingente. Vivía por aquel entonces en París, y el encargo de la Universidad de Puerto Rico suponía un alivio a las penurias económicas por las que pasaba. Tanto fue así que decidió trasladarse a Roma mientras realizaba el trabajo. Tras pasar varios meses traduciendo los originales, Cortázar envió el fruto de su trabajo por barco. En su correspondencia se dirige a Damián Bayón para afirmar: «¡No sabes qué suspiro di al enterarme por tu carta que los paquetes habían llegado! Todo este tiempo estuve temiendo vagamente que alguno de los paquetes se perdiera, y se pusiera verde por la humedad, o una rata se comiera un pedazo… la sola idea de tener que rehacer un pedazo me daba nausea». Transcurría julio de 1954, y por aquel entonces no existía ni tan siquiera la fotocopiadora con la que preservar su trabajo, aunque se me pasa por la cabeza cómo no usó el papel carbón para salvaguardar una copia de tan ingente labor. 

Pero el envío llegó incólume a su destino y, gracias a ello, los lectores en español tenemos una traducción tan digna de la obra de Poe como la que Baudelaire vertió al francés, además de un Cortázar curtido en la traducción y que tanto aprendió del maestro estadounidense: «traducir a Poe es una gran experiencia, y me he divertido mucho», llegaría a afirmar, aunque su amor por él venía de mucho antes. «Yo desperté a la literatura moderna cuando leí los cuentos de Poe, que me hicieron mucho bien y mucho mal al mismo tiempo. Los leí a los 9 años y por Poe viví en el espanto, sujeto a terrores nocturnos hasta muy tarde, en la adolescencia. Pero Poe me enseñó lo que es la gran literatura y lo que es el cuento». A los nueve años, como yo. Gloriosa coincidencia… 

Hablando de coincidencias, me llama poderosamente la atención lo que llegó a afirmar sobre Poe y Baudelaire. Durante su labor de traducción, contó con el texto de la de Baudelaire como referencia. Conocía su figura, su particular visión sobre la vida y la literatura, y así lo deja a las claras en el libro de conversaciones con Ernesto González Bermejo: 
Baudelaire se obsesionó bruscamente con los cuentos de Poe a tal punto que la famosa traducción que hizo fue un tour de force extraordinario, ya que no era nada fuerte en inglés y en la época no había diccionarios con modismos norteamericanos.
Sin embargo Baudelaire, con una intuición maravillosa, jamás falla. Incluso cuando se equivoca en el sentido literal, acierta en el sentido intuitivo; hay como un contacto telepático por encima y por debajo del idioma. Y todo esto lo he podido comprobar porque cuando traduje a Poe al español siempre tuve a mano la traducción de Baudelaire.
Pero hay más: si usted toma las fotos más conocidas de Poe y de Baudelaire y las pone juntas, notará el increíble parecido físico que tienen; si elimina el bigote de Poe, los dos tenían, además, los ojos asimétricos, uno más alto que otro.
Y además: una coincidencia sicológica acentuadísima, el mismo culto necrofílico, los mismos problemas sexuales, la misma actitud ante la vida, la misma inmensa calidad de poeta.
Es inquietante y fascinante pero yo creo -y muy seriamente, le repito- que Poe y Baudelaire eran un mismo escritor desdoblado en dos personas. 
Lo curioso es que yo pensé lo mismo... y fui más allá. Hace tiempo me rondaba por la cabeza un cuento que no llegué a escribir finalmente. Era, más allá de un relato sobre la doble personalidad, sobre nuestro yo en otros, una historia sobre la figura reencarnada, sobre la literatura como canal de comunicación y de vida más allá de la vida. Porque si para Cortázar Poe y Baudelaire eran una misma persona, para mí Cortázar constituía una nueva vuelta de tuerca a esta idea.


El parecido es más que evidente, ¿verdad? Esa mirada penetrante, esos ojos asimétricos, extraños, llamativos. Genios de las letras que llegaron a tocar las fibras más sensibles en nuestro interior y exploraron como nadie los vastos territorios de la literatura fantástica. Unidos para siempre por unos cuentos y poesías (los de Poe, autor y traductores) que a muchos nos han embelesado y atrapado para siempre.

En ese cuento mío que no llegó a ser, el escritor, que era uno y todos a un tiempo, adoraba a los gatos. Las miradas felinas pueden no ser tan asimétricas, pero parecen capaces de ver más allá de lo que solemos observar por mor de esta miopía que nos impone la realidad. Imagino a Cortázar con un gato negro con una mancha blanca en el pecho. Acaricia su cuello mientras el gato ronronea sobre sus rodillas, los ojos entrecerrados y lo que podríamos tomar por una sonrisa en los labios. En la muñeca del escritor asoma un reloj, puede que un regalo por su centésimo cumpleaños, marcando siempre la misma hora, como si no le hubiesen dado cuerda, como si no transcurriese el tiempo.

Como él mismo dijo en «El perseguidor»,
Si encontráramos la manera podríamos vivir mil veces más de lo que estamos viviendo por culpa de los relojes, de esa manía de minutos y de pasado mañana...
Leed, leed a Cortázar; parad el tiempo con sus textos, leedlos como si no hubiera un mañana aunque seguirán vivos por siempre.

Os dejo con tres textos, con tres escritores y con una idea.

Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj

Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.

Julio Cortázar, en Historias de cronopios y de famas.
 L'Horloge

Horloge! dieu sinistre, effrayant, impassible,
Dont le doigt nous menace et nous dit: «Souviens-toi!
Les vibrantes Douleurs dans ton coeur plein d'effroi
Se planteront bientôt comme dans une cible;
Le Plaisir vaporeux fuira vers l'horizon
Ainsi qu'une sylphide au fond de la coulisse;
Chaque instant te dévore un morceau du délice
À chaque homme accordé pour toute sa saison.
Trois mille six cents fois par heure, la Seconde
Chuchote: Souviens-toi! — Rapide, avec sa voix
D'insecte, Maintenant dit: Je suis Autrefois,
Et j'ai pompé ta vie avec ma trompe immonde!
Remember! Souviens-toi! prodigue! Esto memor!
(Mon gosier de métal parle toutes les langues.)
Les minutes, mortel folâtre, sont des gangues
Qu'il ne faut pas lâcher sans en extraire l'or!
Souviens-toi que le Temps est un joueur avide
Qui gagne sans tricher, à tout coup! c'est la loi.
Le jour décroît; la nuit augmente; Souviens-toi!
Le gouffre a toujours soif; la clepsydre se vide.
Tantôt sonnera l'heure où le divin Hasard,
Où l'auguste Vertu, ton épouse encor vierge,
Où le Repentir même (oh! la dernière auberge!),
Où tout te dira Meurs, vieux lâche! il est trop tard!»
Charles Baudelaire

It was in this apartment, also, that there stood against the western wall, a gigantic clock of ebony. Its pendulum swung to and fro with a dull, heavy, monotonous clang; and when the minute-hand made the circuit of the face, and the hour was to be stricken, there came from the brazen lungs of the clock a sound which was clear and loud and deep and exceedingly musical, but of so peculiar a note and emphasis that, at each lapse of an hour, the musicians of the orchestra were constrained to pause, momentarily, in their performance, to hearken to the sound; and thus the waltzers perforce ceased their evolutions; and there was a brief disconcert of the whole gay company; and, while the chimes of the clock yet rang, it was observed that the giddiest grew pale, and the more aged and sedate passed their hands over their brows as if in confused reverie or meditation. But when the echoes had fully ceased, a light laughter at once pervaded the assembly; the musicians looked at each other and smiled as if at their own nervousness and folly, and made whispering vows, each to the other, that the next chiming of the clock should produce in them no similar emotion; and then, after the lapse of sixty minutes, (which embrace three thousand and six hundred seconds of the Time that flies,) there came yet another chiming of the clock, and then were the same disconcert and tremulousness and meditation as before.

«La Máscara de la Muerte Roja», Edgar Allan Poe.
Podéis encontrar más información en los siguientes enlaces:


En cuanto a los textos usados, podéis encontrar originales y traducciones en:

domingo, 24 de agosto de 2014

Las manos del padre

Las manos de mi padre tienen un tacto de madera serrada: hace nada las mías eran engullidas por su recio apretón como los cabritillos blancos del cuento en las fauces del lobo. Las manos de mi padre son anchas, oscuras, de dedos muy gruesos y uñas grandes, con los filos muchas veces rotos. Escarban la tierra recién removida por un golpe del azadón hasta sacar de ella un racimo de patatas. Arrancan cebollas con sus cabelleras de raíces y de barro, palpan delicadamente entre las hojas de una mata de tomates buscando los que ya están maduros y con cuidado de no dañar los largos tallos quebradizos de los que ya se han henchido en la sombra fragante de las hojas pero todavía no empiezan a adquirir color. Las manos de mi padre aprietan la cincha sobre la panza del mulo para que la albarda y el serón no vuelquen con el peso de la carga y tiran sin esfuerzo aparente de la soga de la que cuelga un gran cubo de estaño rebosante de agua, sobre el brocal del pozo. Empuñan hoces, atan con hilos de esparto grandes haces de espigas, palpan el peso y la textura de una sandía para saber si estará roja y reluciente cuando se abra por la mitad con un crujido de la cáscara, arrancan malas hierbas sin que las hieran los pinchos de los cardos ni el líquido venenoso de las ortigas. Las manos de mi padre se juntan en un cuenco del que rebosa el agua cuando se inclina para lavarse en el corral sobre una palangana, y luego se restriegan sobre su cara con un fragor vigoroso, y parecen todavía más oscuras por contraste con la toalla blanca con la que está secándose. Y sin embargo se vuelven torpes, lentas, premiosas, cuando sujeta un bolígrafo o un lápiz entre sus dedos y tiene que firmar algo o que escribir una lista de números, y apenas aciertan a marcar un teléfono, las pocas veces que ha tenido que hacerlo: el dedo índice demasiado grueso no cabe bien en el círculo hueco del dial, y la mano tan poderosa se queda acobardada y retraída ante los botones de cualquier aparato, o se enreda en el momento de pasar las hojas de un periódico o de un libro. Incluso cuando el trabajo y la intemperie las han fortalecido, mis manos no se parecen nada a las de mi padre, igual que mi figura que se ha vuelto desgarbada y flaca en los últimos tiempos no tiene nada que ver con la suya, recia, ancha, sólidamente aposentada sobre la tierra. De pronto soy más alto que él, y mis manos y las suyas hace ya mucho que dejaron de encontrarse. Debería uno conservar el recuerdo de la última vez que caminó de la mano de su padre.
Antonio Muñoz Molina, El viento de la Luna.
La fotografía de las manos está tomada del blog Redtree Times.

sábado, 23 de agosto de 2014

Balada del que nunca se fue de Granada

Afirmaba Miguel Delibes que una novela se construye en torno a un hombre, un paisaje y una pasión, y justamente nos encontramos con estos elementos en la última novela de Luis García Montero, Alguien dice tu nombre. León Egea, un joven estudiante de Filosofía y Letras, permanece en Granada tras acabar el curso gracias al trabajo de comercial de enciclopedias que consigue en una pequeña editorial. Lejos quedarán las imágenes de su pueblo natal, sustituidas por las del paisaje de la tórrida ciudad que acusaba una pertinaz sequía en el verano de mil novecientos sesenta y tres, y que veremos a través de sus ojos y de su pluma. Porque la pasión de León es la literatura, y su profesor Ignacio, que le brindó la oportunidad de trabajar en la editorial que publicara tiempo atrás alguno de sus libros, le insta a observar cuanto le rodea, a desarrollar la mirada del escritor y a conseguir plasmar con lenguaje literario sus experiencias estivales. 


A través del cuaderno de León conoceremos las instalaciones de la editorial, sita en la calle Lepanto de Granada, justo sobre el bar homónimo donde un calendario cambió su función de actuar como notario del paso del tiempo por la de mudo testigo de una fecha pasada. Nos presentará a Vicente, el comercial que introducirá a León en el mundo de las ventas de una singular enciclopedia que les llevará a recorrer capital y provincia, paisaje y paisanaje. Conoceremos a Consuelo, una eficaz secretaria que brindará a León la oportunidad de realizar un viaje iniciático sin retorno y que constituirá su mayor desvelo. Recorreremos las calles de una ciudad que enamora a quienes la conocen, la Granada de hace cincuenta y un años, tan distinta y tan parecida a un tiempo a la que recuerdo de mi propia época de estudiante, de mi vida en ella. Pero no será Granada el único paisaje de la novela, sino que acompañaremos a León a su pueblo para recordar sus enfrentamientos con el cacique local, así como conocer a Pedro el Pastor, a sus padres y a su tía Rosario, su más íntimo refugio. 

Alguien dijo que quien lee vive muchas vidas, no una sola, y que con cada lectura nos adentramos en un mundo distinto, en un universo propio. Más que eso, pienso que con cada libro que leemos sumamos una pequeña neurona a nuestro cerebro literario personal. Incluso varias, si es un buen libro, si tiene múltiples lecturas o volvemos a él con frecuencia. Estas neuronas no están aisladas las unas de las otras, sino que van entretejiendo entre ellas una maraña de sinapsis, de axones que nos guían de una lectura a otra, que evocan lecturas pasadas, que nos invitan a lecturas futuras. Cuanto más leemos, más enriquecemos este cerebro, más eficiente se torna, más conexiones se establecen entre sus neuronas y más disfrutamos con la lectura. 

Alguien dice tu nombre ha dejado en mi cerebro literario una brillante neurona que se ha conectado de inmediato con Baroja, con Ganivet, con Marsé. Con la Granada literaria de Irving y con la de Lorca, con la poesía de este y con la de Alberti. Alguien dice tu nombre es una novela que, os lo aseguro, no deberíais dejar pasar de largo. 
Buscar libros, leer y estudiar son modos muy útiles de participar en una resistencia. Depende de las páginas que seleccionemos y de las ideas que seamos capaces de defender. Las costumbres imperantes son tan penosas como una comisaría saturada de detenidos. Necesitamos buscar otras palabras, otras miradas, otros sentimientos, aunque después haya que quemarlo todo.
Os dejo invitándoos a leer la novela acompañados por la poesía de Alberti y la voz de Paco Ibáñez.


Las fotografías de Granada las he obtenido de la página de la policía de la ciudad, aunque desconozco quién es el autor. El fragmento pertenece a la novela reseñada.

viernes, 15 de agosto de 2014

Subrayados fragmentos estivales...


Subrayar o no subrayar, he ahí la cuestión. Debatida una y mil veces, nunca nos ponemos de acuerdo. Algunos amigos subrayan siempre, mientras que otras amigas no lo hacen nunca. Y al revés, amigas que subrayan de cuando en cuando frente a amigos que preferirían cortarse un brazo a trazar con mano temblorosa una línea que macule la página de un libro. Bueno, tal vez sea un poco exagerado, pero el debate está abierto, hay argumentos válidos en cada bando y yo mismo no tengo muy clara mi postura (aunque siempre he sido reacio a subrayar los libros, últimamente hay se dan cada vez más las ocasiones en las que la lectura me impele a hacerlo: Walden es un buen ejemplo de ello, y no soy el único al que le ocurre con este libro. Si no, echad un vistazo por aquí o por aquí).

Pero bueno, esta entrada no quería ser más que un subrayado virtual de otro fragmento del libro al que pertenece el de la fotografía: Alguien dice tu nombre, la preciosa novela de Luis García Montero que no tardaré en reseñar por aquí. He coincido en el tiempo aunque no en la época. El agosto de hace cincuenta y un años durante el puente que divide en dos la monotonía de la, durante este mes, desierta Granada, que tanto contrasta con el bullicio que vivimos en Málaga. Os dejo con el fragmento de esta deliciosa coincidencia.
Unas vacaciones dentro de otras vacaciones son demasiadas vacaciones. Sin clases en la Universidad, sin trabajo en la oficina, sin valor para presentarme en casa de Consuelo, las pareces de mi habitación se han convertido en una cárcel. Puedo salir, andar por el piso, entrar en el cuarto de Jacobo, espiar los cajones de Jesús, pero la cárcel sigue conmigo. Puedo hundirme en una novela rusa, disponer de la estepa, de una batalla, de una historia de amor, pero la cárcel sigue conmigo. Puedo abrir la puerta, bajar las escaleras, salir a la calle, cruzar la ciudad, moverme con el descaro de un perro salvaje, pero la cárcel sigue conmigo. Vaya donde vaya, sigue conmigo. Aplazar el encuentro que se teme o que se desea, romperle el tiempo a una obsesión, supone cerrar cada minuto con los barrotes de una celda.
La virgen de la asunción no es una fecha grande en mi pueblo. En Villatoga quemamos todo nuestro fervor el día de santiago. La misa solemne, el sermón de don Bartolomé, la procesión, la banda de música que llega de Jaén y la verbena visten de fiesta el calor del verano. Pero el quince de agosto es un día sin fuerza y sin espuma, entre otras cosas porque don Bartolo va siempre a León hacia la mitad del mes para pasar dos semanas de vacaciones con su familia. Alguien que lleva el nombre de mi ciudad debe portarse de forma muy correcta, mejor que nadie, me exigía cuando era niño. Al principio le caí simpático al párroco de Villatoga gracias a mi nombre. Después también empezó a mirarme con precaución, como a todo el mundo. La verdad es que le gusta regañar, imponer respeto, pero tiene corazón, se porta bien con los desgraciados. Mi madre siempre repite que mira y habla con más prudencia que el alcalde. Cuando se va, mandan a un sustituto desde el obispado, un cura de quita y pon, un adorno para los vecinos. Los fieles acuden a misa el domingo por cumplir y después olvidan los compromisos con la iglesia. El miedo al pecado se marcha de vacaciones en el mismo autobús que don Bartolo y regresa con él, doblado entre las sotanas de su maleta. 
¡Salud!

martes, 12 de agosto de 2014

Lectura canicular


Afirma García Montero en su última novela que las tardes de verano son de los niños; que,​ mientras los padres duermen una merecida siesta, los infantes dedican su tiempo a explorar los alrededores de la casa o del lugar de veraneo, o ​bien ​de un extraño peñasco que se yergue en pleno centro de una remota selva virgen, esto último gracias a las páginas de un libro. En definitiva, ocupan sus soledades, cada cual la que le tocó vivir, de la mejor forma que pueden. 
En verano y a la hora de la siesta, los lugares sólo pertenecen a los niños. Yo he vagado mucho por el corral, por el almacén de la tienda, por los olivos, por las esquinas y los campos solitarios mientras mis padres dormían la siesta. Otros niños se acercan a los muelles, saltan por las rocas del espigón, espían las bibliotecas de sus casas o las salas de máquinas y los camarotes de los barcos. Cada soledad depende de las condiciones de su mundo. 
Si me retrotraigo a mi (cada vez más lejana) infancia, encuentro diversas formas de ocupar ese tiempo que nunca me gustó dilapidar en tierras de Morfeo. Antes bien, lo dedicaba a coger la bicicleta y darme un paseo por las choperas de la Vega, a espiar las desiertas calles donde el sol cegador imprimía en nuestra retina, como si de una fotografía quemada se tratase, calles en las que el calor dibujaba vibrantes espejismos de agua corriente. Por la refracción del aire, sí; no tardaría en buscar explicación a tan curioso fenómeno por el amor que profesaba a la ciencia. 

De cualquier forma, lo más habitual es que intentase escapar al calor sumiéndome en la gustosa penumbra de una persiana bajada, de una cortina corrida, de un libro abierto. Pocas veces eran lecturas profundas ​;​ no está hecho el verano de Andalucía para leer a Dostoievski: 
Y cuanto agoté las fichas, en espera de nuevos encargos, me encerré en los laberintos psicológicos de Dostoievski. ¿No es una novela más propia del invierno?, preguntó Vicente. Yo intenté ponerme pedante pero me dio la risa. Se trataba de una buena ocurrencia. Sí, tenía razón, Dostoievski era una lectura demasiado fuerte para el calor del verano y para un reloj que parecía una oveja ahogada en una poza. 
Recuerdo con especial cariño los cómics (que por aquél entonces seguíamos llamando tebeos) de Mortadelo y Filemón, de Zipi y Zape, de Superlópez y, muy especialmente, de mi querido Agamenón.


También Drácula, Guillermo Brown y sus travesuras, las aventuras de los Mumin, de Jim Botón y Lucas, el maquinista o los misterios de Alfred Hitchcock y los tres investigadores acompañaron aquellas tardes eternas. Todo con tal de combatir el calor y, sobre todo, el aburrimiento de unos días interminables. Ay, el aburrimiento, ¿será un bendito patrimonio de la infancia? Con los años así lo parece. 

Llegarían Verne, Dumas y Salgari, como lo hicieron las novelitas «de a duro» que leía mi abuelo y que empecé a devorar también, aunque me gustaban más las de terror y las de ciencia ficción frente a las suyas, del oeste. Con la ciencia ficción vendrían Asimov y sus incomparables libros de relatos. Cuando empezaba a refrescar (o lo que nosotros entendíamos por eso) y uno podía salir a la puerta de la calle para sentarse en el escalón de la entrada o en una silla, me encanta adentrarme en sus libros de divulgación científica. Guardo con especial cariño su Introducción a la ciencia en dos volúmenes editado por Orbis dentro de la colección «Muy Interesante. Biblioteca de divulgación científica». 

Ahora, mientras el tac, tac, tac, tac, ¡ding! de la máquina de escribir acompaña (no me atrevo a decir que musicalmente) la escritura de este borrador, su sonido me ​traslada a aquellos tiempos en los que también ocupaba mi tiempo escribiendo historias de misterio o de aventuras, posiblemente absurdas y que juiciosamente el tiempo ha sumido en el olvido. Me recuerda quién soy, en qué ocupaba aquel gozoso e irrecuperable tiempo de la infancia, aun con todos mis demonios y mis sueños. Y me invita a no descarrilar, a reencontrarme conmigo mismo y con este blog al que di vida un día y que vuelve a la misma, en sazón, con prometeica voluntad. 

¿Pensáis que existe cierta estacionalidad en la lectura? ¿Qué suponen para vosotros las lecturas veraniegas?