domingo, 30 de enero de 2011

Ciencia y ambiente, una ficción solo a medias

Hace unos días se asomaba al blog una obra de Rafael Marín –hablo, claro está, de Lágrimas de luz– que despertó la curiosidad de muchos de vosotros y que, tal vez por pura lógica y de forma completamente natural, hacía surgir entre los comentarios un aspecto de la ciencia ficción que constituye prácticamente una constante dentro del género: su insistencia en ser (o intentar aparentar ser) real. Esta característica, me diréis, es inherente a toda la literatura. Al fin y al cabo, toda obra narrativa busca, por fuerza, dotarse de una coherencia que permita al lector abstraerse de la realidad y aceptar la invitación que le hace el autor de abrazar la suya propia. Sin embargo, cuando hablo de que la ciencia ficción busca con afán constituirse en realidad, lo hago no porque crea que intenta dotarse de una capa de verosimilitud mediante una relación de avances científicos y tecnológicos, sino porque buena parte de la obra existente en este género (quitando tal vez la space opera, y puede que no toda, además de algún que otro título) incorpora algunos aspectos de crítica social, o de búsqueda de la propia identidad del ser humano y, por qué no, de la Humanidad. Si recordamos algunos clásicos del género (y de la literatura), como 1984 de Orwell, Un mundo feliz, de Huxley o Fahrenheit 451 de Bradbury, veremos que todas estas distopías se caracterizan por lo dicho anteriormente.

A raíz de lo anterior, me propuse escribir una entrada que tenía pendiente desde el verano. No sé si afortunadamente o no, os seguís librando de las entradas entomológicas que tengo previstas, je, je… Hoy me gustaría que nos acercáramos a uno de esos temas que nunca sé si publicar en Andanzas de un Trotalomas o aquí; en concreto, el medio ambiente y la ciencia ficción. Aunque me gustaría centrarme en la ciencia ficción literaria, es cierto que el cine también ha ofrecido a lo largo del tiempo algunos títulos interesantes y bastante populares, como el archiconocido “Avatar” de Cameron (claramente basado, aunque no haya sido reconocido, en el relato Llamadme Joe de Poul Anderson, el autor de La espada rota), y alguna otra película a la que también me referí en su día. En cualquier caso, presentar una relación exhaustiva de títulos haría agotadora la lectura de la entrada y, muy probablemente, me dejaría bastantes por el camino. Así que, a partir de este momento, “son todos los que están, pero no están todos los que son”.

La Tierra permanece, escrita por George R. Stewart en 1949, presenta ante nosotros un apocalíptico futuro en el que una extraña plaga ha hecho desaparecer a prácticamente toda la humanidad. Nuestro protagonista, un geógrafo, describe con minuciosidad la degradación medioambiental que va presentándose a sus ojos. Aunque encuentra a una superviviente y forman una familia, todo el conocimiento humano se perderá cuando él muera y es que, como apunta su título, solo la Tierra permanece.

Una de las mejores novelas de ciencia ficción que he leído ha sido Dune, de Frank Herbert. En ella, el autor nos sitúa en medio de una vorágine de luchas por el poder, políticas feudales despiadadas y de problemáticas medioambientales. El planeta Arrakis (Dune) es vital para el Imperio ya que allí se produce la melange, una especia que permite a los Navegantes ejercitar sus poderes prescientes y trazar rumbos seguros a cualquier parte de la galaxia. Hasta Arrakis llega el joven Paul Atreides, y allí conocerá al pueblo Fremen, que lucha  por conservar su modo de vida en un planeta desértico, donde el agua es el máximo de los lujos y su presencia en el planeta incompatible con los designios del Emperador Padishah Saddam IV, dado que destruiría a los inmensos gusanos de arena que aparecen siempre vinculados a la melange. Ya en su dedicatoria, Herbert hace alusión a la ecología del planeta:
“A la gente cuya labor va más allá de las ideas, al reino de los 'materiales concretos y reales'- a los ecólogos de las tierras áridas, dondequiera que estén, en cualquier tiempo en que trabajen, este esfuerzo de predicción les es dedicado con humildad y admiración.”
Y es que los Fremen llegarán a ser ante nuestros ojos verdaderos ingenieros ambientales, buscando mejorar sus condiciones de vida en Arrakis mediante la modificación de su entorno con el agua, siempre, como protagonista.

Gregory Benford escribió Cronopaisaje en la década de los 80 del pasado siglo. En esta novela, la Tierra pasa por una grave crisis ecológica justo a finales del siglo XX: los gobiernos imponen todo tipo de restricciones a la población y no se ve salida al grave problema en que la humanidad se encuentra inmersa. Entre este caos, el físico John Renfrew propone enviar un mensaje al pasado transmitiéndolo mediante unas partículas que podrían viajar a mayor velocidad que la luz. Avisarían así a los habitantes del pasado del problema que se les venía encima y podrían intentar ponerle remedio. El invento funciona, y en 1962 Gordon Bernstein detectará las emisiones. Aunque la temática medioambiental está presente, Cronopaisaje profundiza en la relatividad del tiempo y, sobre todo, en la incomunicación del ser humano. Tanto por las dificultades de transmitir el mensaje al pasado como por difundirlo entre una población escéptica, que lo interioriza de muy diversas formas.

Otra obra que plantea un futuro incierto para la Humanidad es Galápagos, de Kurt Vonnegut, aunque lo hace con el sentido del humor y la fina ironía que acostumbraba a dar a su peculiar visión de la ciencia ficción. Hablé del libro en su día, así que os remito a la reseña en cuestión si queréis saber más sobre cómo Darwin y las Galápagos marcaron un nuevo camino evolutivo para nuestra especie en el hipotético futuro dibujado por el autor.

Otra de las distopías más interesantes es El rebaño ciego, de John Brunner, primera parte de una trilogía compuesta por este título, Todos sobre Zanzíbar y Órbita inestable. En un mundo contaminado, los niños son pasto de todo tipo de enfermedades y la esperanza de vida se acorta cada vez más. No es el futuro, sino el presente (ahora pasado) en que Brunner situó la acción del libro, que avanza siguiendo varios ejes simultáneos que no siempre se entrecruzan. Transcurren los años 70 del siglo XX y el afán consumista ha convertido EEUU en un inmenso estercolero, con sus ríos contaminados, un ambiente enrarecido que nadie se atreve a respirar y que propicia la repulsa del resto de países ante la voracidad de los norteamericanos. Pero la novela no se queda aquí, sino que Brunner presenta a todo tipo de personajes moribundos, desencantados pero encerrados en un circulo destructivo, cuya única esperanza es Austin Train, el personaje que tras falsas identidades presenta batalla desde una actitud crítica que llegará a calar entre el común desencanto de la población.

¿Alguna vez he mencionado a George R. R. Martin por aquí? ;) Sus cuentos sobre Tuf (editados de forma conjunta bajo el título Los viajes de Tuf) hacen en ocasiones referencia a problemáticas medioambientales y sociales. Haviland Tuf es un peculiar personaje, un inteligente comerciante que se hace con una nave abandonada, una cosechadora que permite realizar clonaciones y crear nuevas especies para repoblar planetas. Especialmente me gustaron los tres que conforman las visitas de Tuf al planeta S’uthlam: “Los panes y los peces”, “Segunda ración” y “Maná del cielo”, donde se plantea la problemática de la superpoblación y la escasez de recursos. El estilo de Martin en estos cuentos me recordó muchísimo al Asimov de Estoy en Puertomarte sin Gilda.

La trilogía de El Paralaje Neanderthal (compuesta por los títulos Homínidos, Humanos e Híbridos), de Robert J. Sawyer, es una ucronía particularmente curiosa, en la que los neandertales no se han extinguido (sino nosotros) y sus sociedades se han desarrollado en un ambiente de marcado contraste con las que conocemos. La religión está completamente ausente, las relaciones amorosas vinculadas a ambos sexos, la ausencia de mentira (por la capacidad de comprender el lenguaje corporal y las altas capacidades olfativas de la especie) o el cuidado del medio ambiente serán aspectos en los que Sawyer incidirá a lo largo de los libros.

Existen otros muchos títulos relacionados con esta temática y que no he tenido aún oportunidad de leer. Por ejemplo, una noticia que escuchaba ayer sobre la importancia del orangután (de los grandes simios, el que guarda menores diferencias con el ser humano, con quien comparte el 97% de su carga genética), que mediante el estudio de la respuesta de su organismo a graves enfermedades puede permitir dar con una cura para las mismas, me recuerda al argumento de Hierba, de Sheri S. Tepper, donde una plaga asola la galaxia y únicamente el planeta Hierba, donde la extensa sabana que la cubre muestra una naturaleza sin corromper por el hombre, parece inmune a la misma (y, de paso, a la película “Los últimos días del Edén”). Chile en llamas, de Darío Oses, parece mostrar un paisaje algo catastrofista sobre el futuro de la humanidad, y otro tanto le ocurre a Límite del alemán superventas Frank Schätzing, donde la solución a un planeta esquilmado y en las últimas se encuentra en la conquista espacial, con la Luna y Marte como destinos clásicos para el hombre. Margaret Atwood, por su parte, nos propone una reflexión en torno a la ingeniería genética y sus consecuencias en Oryx y Crake, uno de los libros a los que tengo pendiente echar un ojo desde hace tiempo.

En resumen, un apasionante mundo este de la ciencia ficción, ¿verdad?

¡Feliz lectura!

Podéis indagar un poco más por aquí:

lunes, 17 de enero de 2011

Las caras de la fantasía

La mejor fantasía está escrita en el lenguaje de los sueños. Está viva como lo están los sueños, más reales que la realidad... por un momento al menos... ese prolongado momento mágico antes de que despertemos.

La fantasía es plata y grana, añil y azul, obsidiana veteada de oro y lapislázuli. La realidad es madera y plástico, fabricada en el barro de color marrón y verde oliva. La fantasía tiene el gusto de los habaneros y la miel, de la canela y el clavo de olor, de la carne roja poco hecha y vinos dulces como el verano. La realidad es judías y tofu, y cenizas al final. La realidad son los centros comerciales de Burbank, las chimeneas de Cleveland, un aparcamiento en Newark. La fantasía son la torres de Minas Tirith, las antiguas piedras de Gormenghast, las salas de Camelot. La fantasía vuela sobre las alas de Ícaro, la realidad en Southwest Airlines. ¿Por qué nuestros sueños se convierten en algo mucho más pequeño cuando finalmente se hacen realidad?

Leemos fantasía para encontrar los colores de nuevo, creo. Para saborear las especias fuertes y escuchar las canciones que cantaron las sirenas. Hay algo antiguo y verdadero en la fantasía que habla profundamente dentro de nosotros, para el niño que soñaba con que algún cazaría a los bosques de la noche, y festejaría bajo las colinas huecas, y que encontraría un amor que durase para siempre en algún lugar al sur de Oz y al norte de Shangri-La.

Ellos pueden guardarse su cielo. Cuando yo muera, preferiría ir a la Tierra Media.


The best fantasy is written in the language of dreams. It is alive as dreams are alive, more real than real ... for a moment at least ... that long magic moment before we wake.
Fantasy is silver and scarlet, indigo and azure, obsidian veined with gold and lapis lazuli. Reality is plywood and plastic, done up in mud brown and olive drab. Fantasy tastes of habaneros and honey, cinnamon and cloves, rare red meat and wines as sweet as summer. Reality is beans and tofu, and ashes at the end. Reality is the strip malls of Burbank, the smokestacks of Cleveland, a parking garage in Newark. Fantasy is the towers of Minas Tirith, the ancient stones of Gormenghast, the halls of Camelot. Fantasy flies on the wings of Icarus, reality on Southwest Airlines. Why do our dreams become so much smaller when they finally come true?
We read fantasy to find the colors again, I think. To taste strong spices and hear the songs the sirens sang. There is something old and true in fantasy that speaks to something deep within us, to the child who dreamt that one day he would hunt the forests of the night, and feast beneath the hollow hills, and find a love to last forever somewhere south of Oz and north of Shangri-La.
They can keep their heaven. When I die, I'd sooner go to Middle Earth.

George R. R. Martin, en The Faces of Fantasy: Photographs de Patti Perret"

miércoles, 5 de enero de 2011

Lágrimas de luz

Oí hablar de Lágrimas de luz hace un par de años y ya entonces pensé que tenía que leer este libro. Tras hurgar un poco en los entresijos de la Red de redes prácticamente todo lo que encontré sobre ella y su autor eran parabienes y el título pasó a mi infinita lista de lecturas pendientes. Hará cosa de un año me topé con el libro en una librería de ocasión en Torremolinos, editado por Orbis en una colección que no me era ajena (varios de los títulos de su Biblioteca de Ciencia Ficción, al igual que otros de Grandes Novelas de Aventuras, orlan mis estanterías) y huelga decir que se vino a casa conmigo.

De Lágrimas de luz se ha afirmado desde que supuso un antes y un después en la ciencia ficción española o que dio inicio a la ciencia ficción moderna en nuestro país hasta que se trata de una space opera cargada de un lirismo magistral. No sabría si suscribir lo primero (hace mucho que salté de la ciencia ficción a la literatura fantástica más pura, salvo por el acercamiento a alguna que otra distopía o novela de ciencia ficción con trasfondo social de las que tenemos que hablar algún día por aquí) pero sí que es cierto que tras leer finalmente su historia he de decir que el libro me ha impactado poderosa y agradablemente.

La primera novela de un joven Rafael Marín Trechera (la escribió cuando tenía 22 años) nos sitúa en un futuro incierto, durante la Tercera Edad Media, con una humanidad inmersa en la inabarcable labor de conquista del Universo. La Corporación, con su centro neurálgico en Nueva York, en la antigua y desgastada Tierra, impone sus reglas y cada individuo no es más que un ínfimo y prescindible engranaje dentro de los objetivos impuestos. Como una nueva Roma, la Corporación extiende este nuevo imperio gracias a sus ansias de conquista imparable e implacable. No obstante, no duda en borrar todo rastro de aquello que no le es necesario en su crecimiento, devastando planetas e incorporándolos a sus dominios para extraer de ellos hasta el más mínimo recurso que le resulte de interés.

Los hombres cumplen su función y son desechados después. Soldados, escribidores (poetas) o meros obreros, todos están al servicio de la Corporación y son completamente prescindibles. La Corporación busca crecer, expandirse, y su manera de hacerlo es la guerra, aunque venga disfrazada de lírica y heroísmo en los cantares de gesta que cumplen su función ocultando los verdaderos horrores de aquella.
Casi un año más tardó el planeta en ceder y los nors en entregarse. Un año duro y difícil donde descubrí que los militares de la Corporación, a partir del grado de sargento, empiezan a hacerse más y más estúpidos, como si los galones no hicieran sino secarles el escaso cerebro que pudieran tener. Realmente, el nivel de incompetencia era espantoso. Los abusos de autoridad se repetían cada día ante mis ojos, sin que nadie de más alta graduación pareciera enterarse de todo aquello. Los soldados que se mataban allí eran hombres, protestaba yo en mi interior, y se merecían algo más que ser enviados a la batalla en manos de un inepto que iba a conducirlos a la muerte. Los nors eran unos enemigos formidables, de acuerdo, el sueño dorado de cualquier militar, pero aquello no justificaba los continuos descalabros de las patrullas de reconocimiento. Sólo una de cada tres volvía, y de ésta, la mitad de sus hombres estaban heridos o muertos. ¿La culpa? No lo sé. Mía, desde luego, no. Yo era un extraño en aquella inmensa parafernalia de correajes y uniformes. Yo no era nadie. ¿La culpa? A pesar de lo que había dicho Ares Wayne el día de mi llegada a bordo, la culpa la tenía el afán de protagonismo, la visión particular de los conceptos de hombría y honor, los deseos de añadir un galón rojo o amarillo a una manga sin que importase cuántas vidas, amigas o enemigas, había costado aquel ascenso. El honor se incrementaba si tus hombres morían berreando en un charco de fango.
Pero para que la guerra sea gloriosa ha de ser cantada. Así, los cantares de gesta que son recitados en diez mil mundos son tan imprescindibles como el propio acto de conquista. Por eso la Corporación no duda en mantener a un pequeño grupo de poetas que, tras ser instruidos en Monasterio, escriban sobre las gloriosas hazañas de los soldados. Sus poemas, si son aprobados tras pasar por el pertinente filtro de Nueva York, serán cantados por los juglares en miles de planetas iluminados por tantos otros soles, en naves de guerra y rompehielos, en navíos comerciales y lupanares. Sí, también allí, porque el sexo y las drogas son el pan y circo del nuevo imperio, la forma en que los humanos se evaden de sus miserias. 

Hamlet Evans, nuestro protagonista, es uno de aquellos jóvenes escritores con ánimo de convertirse en poeta. Él lo logrará, mas no así el resto de sus compañeros de un curioso círculo literario que mantienen en la Tierra. Así, Hamlet viajará a Monasterio, aprenderá y comenzará a viajar en diversas naves de guerra aprendiendo en su viaje que este futuro no es tan de su gusto como habría deseado.
- Muchachito, eres ingenuo de veras. No sabes leer entre líneas. Imagina que no existiera más que una raza, que los blancos estuvierais solos en el jodido planeta, en la condenada galaxia. ¿Existiría entonces el racismo?
- ¿Existiría?
- Soy yo quien te pregunta, corazón, pero voy a contestarte a eso. Claro que existiría. Naturalmente que sí. No porque a la Corporación le sea necesario, que quizá ni siquiera le es, como tú dices, puesto que es infinitamente más antiguo. No por eso, sino porque vosotros, omnipotentes hombres blancos, sahibs autoproclamados, lo necesitáis para sobrevivir. No, digo mal. Rectifico. Todos lo necesitamos. La raza humana se basa en este axioma para salir adelante. Tengamos el color que tengamos, necesitamos creer, estar seguros de la existencia de alguien inferior por debajo de nosotros. No el de arriba, eso casi no nos interesa. Es el de debajo el que quiere ocupar nuestro sitio, y a él le tenemos que combatir.
Y en otro momento leemos:
- Mira, Hamlet –decía Turin-. Es mejor que lo veas de esta forma. Tú has leído mucho y tal vez de esta manera me des la razón. Imagina que la Corporación no existe, que tú y yo no nos conocemos, que la Conquista no nos une. Tarde o temprano alguna raza en el universo tomaría el lugar que nosotros estamos ocupando ahora. Alguien que podría ser incluso peor que nosotros. ¿Te gustaría eso? Claro que no. A nadie le encandila esta idea. Digas lo que digas, es mejor estar encima que debajo. Yo creo que lo que estamos haciendo es lo justo, aunque me guste tan poco como a ti derramar sangre. Creo que esto es lo justo para la Tierra y también lo mejor para los mundos que forman parte de la Corporación.
- Ya. Antes de morir, matar. Destruir antes de ser destruidos. Esclavizar antes de vernos convertidos en esclavos.
- Eso mismo. La consigna lo resume muy bien. No trates de comprenderlo, únicamente hazlo.
Lágrimas de luz es una novela profundamente antibelicista. La guerra, la aniquilación del otro está continuamente presente en toda su crudeza y Hamlet la denosta y denuncia hasta llegar a ser perseguido por la Corporación. No descubro nada al lector; ya el primer capítulo nos muestra la huida de Hamlet en el circo en que trabaja y, a partir de ahí, conoceremos cómo llegó hasta esa situación y los diversos avatares por los que pasó en su camino. Porque la novela nos invita a un viaje al espacio exterior, gracias a la Corporación, pero también al espacio interior del enamoradizo Hamlet en un periplo posiblemente cargado de peligros y nostalgia. Esta faceta del viaje, la de la introspección del protagonista, es tal vez la que ha sido más criticada de la novela por ralentizar su acción y presentar un estilo ciertamente algo ampuloso, pero a mi parecer es precisamente lo que aporta un alto grado de originalidad a una space opera, por otro lado, no muy alejada de otros alegatos antibelicistas dentro de la ciencia ficción (recordemos la saga de Ender de Scott Card, especialmente sus dos primeros títulos o La guerra interminable de Joe Hadelman, por citar un par de ejemplos).

La presencia de referencias literarias, veladas o no, es también continua en la novela. Moby Dick o la Eneida están presentes en todo momento, así como la figura del poeta y el juglar del medioevo, y nos encontraremos incluso con una representación de teatro dadaísta entre sus páginas. Todo un compendio de arte y filosofía enmarcado en el particular gusto por las palabras que muestra Rafael Marín deleitándose en la escritura hasta el infinito.

En resumen, una novela magnífica que, cerca de treinta años después de haber sido escrita, sigue manteniéndose fresca y resultando de lo más interesante al lector que se acerque a ella. Muestra, no nos vamos a engañar, unos cuantos excesos por parte del autor, por aquel entonces novel, pero su calidad global se encuentra fuera de toda duda. Me ha encantado y me ha mantenido enganchado incluso a pesar de contar con poco tiempo e ir leyéndola simultáneamente con otros libros o dejarla aparcada en ocasiones durante al menos una semana. Su estilo, triste y algo melancólico, me atrapó desde el principio y me ha dejado un regusto agridulce al finalizar la lectura que no me ha resultado nada desagradable. Tendré que corregir este alejamiento mío de la ciencia ficción (ni pretendido ni absoluto, pero sí prolongado) y seguir descubriendo pequeñas joyas como esta.
- El mundo es una porquería, Hamlet -descubría ella, haciendo tintinear su voz con la sorpresa de quien descubre algo que para los demás siempre ha sido evidente-. ¿Has visto la basura que nos rodea? Un mundo seco, un mundo muerto, eso vamos dejando detrás. Dios, qué vergüenza para el hombre. No comprendo cómo nadie puede estar orgulloso de llamarse así. No hay lluvia, no hay pájaros, no hay sol, todo por culpa de la acción del hombre. ¿Has echado un vistazo a lo que nos rodea? ¡Ya ni siquiera quedan flores!
Feliz lectura.

domingo, 2 de enero de 2011

La dama y el recuerdo (II)

Si dijera que La dama y el recuerdo es la última novela de Francisco González Ledesma estaría mintiendo y diciendo la verdad con mi aseveración. Esta curiosa paradoja, que parece sacada de uno de los libros de Smullyan, no es tal. González Ledesma, conocido y apreciado autor de origen barcelonés, cuyas obras de novela negra poseen un fuerte trasfondo social, ha ganado numerosos premios literarios a lo largo de su extensa trayectoria. Durante unas décadas se vio obligado a escribir novela popular para ganarse la vida tras ser su primera obra (Sombras viejas) censurada por el franquismo después de ganar el Premio Internacional de Novela. Una vez terminada la carrera de abogacía, pasó a dedicarse al periodismo (simultaneándolo siempre con la escritura de bolsilibros); entonces pudo volver a publicar con su verdadero nombre, ya que la política editorial de la época respecto a las novelas populares obligaba al autor a firmar con seudónimo. Uno de los más conocidos de González Ledesma fue Silver Kane, detrás del cual publicaría centenares de novelas de espionaje y, sobre todo, del oeste, y que ha vuelto a recuperar para esta nueva novela.


La dama y el recuerdo es una novela del oeste, un western en toda regla, de ciudades con saloon repleto de girls, por cuyas calles guardadas por el sheriff transitan cowboys y gunmen, con su barbero-matasanos o médico borrachuzo y el pertinente sepulturero, posiblemente el ciudadano con más trabajo del lugar. También, al tratarse de un regreso a aquella época, resulta machista, maniquea y, eso sí, algo más explicita en sus descripciones que aquellos bolsilibros que pasaban por el filtro de la censura. Al lector actual, como decía ayer, pueden chocarle algunos aspectos de la novela dado que está escrita en 2010 y no en 1950, por ejemplo, pero González Ledesma no recupera el seudónimo en balde: escribe como lo hubiera hecho su álter ego en aquél entonces, con la misma socarronería y desparpajo, con la chulería del que puede hacerlo porque se sabe capaz.
Aquella mañana ocurrieron en Jackson, Kansas, cuatro cosas juntas que no habían ocurrido nunca: se pararon a la vez cien relojes de cuerda, llegó un jefe indio que quería comprar la paz para su pueblo, un pistolero llenó un saloon no de clientes, sino de muertos, y un hombre perfectamente vestido quiso comprar un cementerio.
Nunca antes había estado en venta el cementerio de Jackson.
La acción comienza con la llegada del pistolero Taylor a la ciudad de Jackson, en Kansas, y el atraco al banco de la ciudad por parte de unos forajidos. Taylor, que se encuentra en Jackson para ajustar cuentas a Ford, el cacique local que aprovecha su situación de poder para negociar con los indios la cesión de sus tierras para permitir el paso del ferrocarril, se ve obligado a pararles los pies a los atracadores cuando intentan sobrepasarse con una de las chicas del saloon. Porque Taylor será un peligroso pistolero pero no soporta que maltraten a una mujer ante él.

La traición de Ford al más respetado de los jefes indios de la comarca hará que Taylor tome cartas en el asunto y se gane la enemistad del político, que mandará en su búsqueda a Lancaster, posiblemente el gunman más sangriento e implacable de todo Kansas.

Entretanto, conoceremos a Ketty River, toda una dama, propietaria de unas tierras en Jackson y que intenta permanecer todo lo alejada que le es posible de la población. Cuando visita la ciudad le acompaña siempre un fiel sirviente ciego, y en ella Silver Kane (que en esta novela es además del autor un personaje, director del periódico local y propietario del cementerio) es su mayor amigo y confidente.
Otra vez el silencio se hizo espeso, otra vez al sicario se le quedó la saliva empantanada en la boca.
- ¿Y qué haces aquí?... -farfulló.
- Estaba dando una vuelta. A lo mejor me interesa comprar la casa.
- Éstos son los terrenos privados de Michael Ford, el jefe... ¿Cómo has podido entrar? Hay al menos un centinela en la puerta.
- Sí, ya le he visto.
- ¿Y?
- He acabado con él.
- No puede ser... No he oído ningún disparo...
- No hacía falta. Tengo un cuchillo que afeita en seco.
Entonces fue cuando el otro vio bien el Bowie, entonces fue cuando sintió algo parecido a una caricia metálica en la garganta.
No revelaré más de una trama que dará más vueltas que una moneda de dólar arrojada al aire y tiroteada por Lancaster. Tan solo que la escritura resulta efectiva, repleta de diálogos y frases cortas que vuelan como balas en un fuego cruzado, que posiblemente quedéis atrapados por el libro como si las espuelas se os hubieran trabado en los estribos de vuestro caballo y que es redonda y perfecta en el sencillo mecanismo que se ha impuesto González Ledesma, que se planteó el reto de si sabría escribir como en su juventud, guiado únicamente por el instinto. Y vaya si ha sabido hacerlo.

¡Larga vida a Silver Kane!

sábado, 1 de enero de 2011

La dama y el recuerdo (I)

Ocurría en el siglo pasado, pero de aquel entonces solo nos separan unas pocas décadas. España intentaba recuperarse de una sangrienta guerra civil y una posguerra no menos dolorosa. La gente lo pasaba mal y, encontrándose inmersa en un ambiente opresivo buscaba evadirse de él. Ni más ni menos que como había ocurrido tiempo atrás en países como EEUU, tras salir del batacazo de una crisis prima hermana de la que ahora sufrimos a golpe de venta de acero y armamento para otra guerra, en este caso apodada como mundial. En el territorio donde ondeaban las barras y las estrellas medraron la literatura pulp y, mediado ya el siglo XX, la industria cinematográfica. En el caso de esta última, las películas bélicas, de espías (que alcanzarían su punto álgido con el levantamiento del telón de acero) y de “indios y vaqueros” cobrarían una especial relevancia. Incluso la ciencia ficción y el terror vieron entonces una época gloriosa, como nos recuerdan películas como las protagonizadas por el Dr. Quatermass y otras que saldrían de la Hammer, en este caso una productora inglesa.

Mientras tanto, en España la televisión no se había convertido aún en objeto de consumo cotidiano y en las casas la gente se evadía escuchando seriales de radio o leyendo esas novelitas impresas en papel de baja calidad que, firmadas por autores presuntamente norteamericanos, presentaban un mundo terrible, lleno de peligro y aventuras lejos de la “perfecta” sociedad española. Pero eran divertidas, estaban escritas de forma simple (muy simple, pero efectiva) y permitían vislumbrar situaciones inimaginables en nuestro país. Ante la falta de competencia en cuanto a lo que entretenimiento se refiere, la lectura se popularizó entre ciudadanos de toda clase y condición y los bolsilibros, estas novelas populares, marcaron época.


Si un lector actual se acerca a los bolsilibros, haya leído o no alguno de ellos con anterioridad, descubrirá –o recordará, según sea el caso- varias cosas. Que eran breves (bajo el imperativo de la escasez de papel en un país en reconstrucción), estaban escritas con mucha simplicidad y el final siempre es feliz. Bajo esas premisas, impuestas mano a mano por las editoriales y una censura más preocupada de alargar faldas y acortar escotes que de limitar la violencia, encontramos títulos tan sugerentes como Se matan mujeres por poco precio, Una ciudad para el diablo o Un cadáver asesino. Historias donde el varón protagonista era siempre un joven aguerrido, con ideales y preocupado por la chica que, sensual y tímida, quedaba relegada a un segundo plano. Todo contacto físico o posible relación quedaban cercenados por la soltería de ambos. Hasta que no contraían matrimonio, generalmente en las últimas páginas de la novela, ni un beso era posible entrambos.

Con todo lo anterior, resulta evidente que los bolsilibros tienen un elevado interés desde un punto de vista de análisis sociológico de una época caracterizada por una situación política y económica muy particular y uno más relativo desde el punto de vista literario, aunque esta paraliteratura es un verdadero filón en cuanto a lo que tramas ágiles y con capacidad de atrapar al lector se refiere, sin mencionar una riqueza léxica sin parangón en lo que se refiere a los actuales bestsellers (que no son más que otra manifestación de literatura popular, eso sí, más globalizada y sin tantas limitaciones como aquella).

¿Sería posible hoy día encontrarse con una novela del tipo que nos ocupa en el mercado editorial? No hablo de los puestos de rastros y en librerías de viejo, donde aún existen transacciones de compra e intercambio de bolsilibros, sino de un libro con la tinta fresca, cargado de malos con mucha mala leche y buenos con ideales, donde los gunmen desenfundan a una velocidad pasmosa y la vida no vale lo que un whisky en el saloon. Donde el sheriff es la máxima autoridad aunque no siempre esté al servicio del ciudadano y el mayor amigo de un vaquero sea su caballo. Un libro que sería cualquier cosa menos políticamente correcto (hoy día, claro) y se leyese hasta dejarnos sin aliento, con las ganas, al terminar cada capítulo, de seguir con él. ¿Existe ese libro? ¿Está en nuestras librerías y bibliotecas? Sí, existe. Su nombre es La dama y el recuerdo.

Continuará...