martes, 12 de agosto de 2014

Lectura canicular


Afirma García Montero en su última novela que las tardes de verano son de los niños; que,​ mientras los padres duermen una merecida siesta, los infantes dedican su tiempo a explorar los alrededores de la casa o del lugar de veraneo, o ​bien ​de un extraño peñasco que se yergue en pleno centro de una remota selva virgen, esto último gracias a las páginas de un libro. En definitiva, ocupan sus soledades, cada cual la que le tocó vivir, de la mejor forma que pueden. 
En verano y a la hora de la siesta, los lugares sólo pertenecen a los niños. Yo he vagado mucho por el corral, por el almacén de la tienda, por los olivos, por las esquinas y los campos solitarios mientras mis padres dormían la siesta. Otros niños se acercan a los muelles, saltan por las rocas del espigón, espían las bibliotecas de sus casas o las salas de máquinas y los camarotes de los barcos. Cada soledad depende de las condiciones de su mundo. 
Si me retrotraigo a mi (cada vez más lejana) infancia, encuentro diversas formas de ocupar ese tiempo que nunca me gustó dilapidar en tierras de Morfeo. Antes bien, lo dedicaba a coger la bicicleta y darme un paseo por las choperas de la Vega, a espiar las desiertas calles donde el sol cegador imprimía en nuestra retina, como si de una fotografía quemada se tratase, calles en las que el calor dibujaba vibrantes espejismos de agua corriente. Por la refracción del aire, sí; no tardaría en buscar explicación a tan curioso fenómeno por el amor que profesaba a la ciencia. 

De cualquier forma, lo más habitual es que intentase escapar al calor sumiéndome en la gustosa penumbra de una persiana bajada, de una cortina corrida, de un libro abierto. Pocas veces eran lecturas profundas ​;​ no está hecho el verano de Andalucía para leer a Dostoievski: 
Y cuanto agoté las fichas, en espera de nuevos encargos, me encerré en los laberintos psicológicos de Dostoievski. ¿No es una novela más propia del invierno?, preguntó Vicente. Yo intenté ponerme pedante pero me dio la risa. Se trataba de una buena ocurrencia. Sí, tenía razón, Dostoievski era una lectura demasiado fuerte para el calor del verano y para un reloj que parecía una oveja ahogada en una poza. 
Recuerdo con especial cariño los cómics (que por aquél entonces seguíamos llamando tebeos) de Mortadelo y Filemón, de Zipi y Zape, de Superlópez y, muy especialmente, de mi querido Agamenón.


También Drácula, Guillermo Brown y sus travesuras, las aventuras de los Mumin, de Jim Botón y Lucas, el maquinista o los misterios de Alfred Hitchcock y los tres investigadores acompañaron aquellas tardes eternas. Todo con tal de combatir el calor y, sobre todo, el aburrimiento de unos días interminables. Ay, el aburrimiento, ¿será un bendito patrimonio de la infancia? Con los años así lo parece. 

Llegarían Verne, Dumas y Salgari, como lo hicieron las novelitas «de a duro» que leía mi abuelo y que empecé a devorar también, aunque me gustaban más las de terror y las de ciencia ficción frente a las suyas, del oeste. Con la ciencia ficción vendrían Asimov y sus incomparables libros de relatos. Cuando empezaba a refrescar (o lo que nosotros entendíamos por eso) y uno podía salir a la puerta de la calle para sentarse en el escalón de la entrada o en una silla, me encanta adentrarme en sus libros de divulgación científica. Guardo con especial cariño su Introducción a la ciencia en dos volúmenes editado por Orbis dentro de la colección «Muy Interesante. Biblioteca de divulgación científica». 

Ahora, mientras el tac, tac, tac, tac, ¡ding! de la máquina de escribir acompaña (no me atrevo a decir que musicalmente) la escritura de este borrador, su sonido me ​traslada a aquellos tiempos en los que también ocupaba mi tiempo escribiendo historias de misterio o de aventuras, posiblemente absurdas y que juiciosamente el tiempo ha sumido en el olvido. Me recuerda quién soy, en qué ocupaba aquel gozoso e irrecuperable tiempo de la infancia, aun con todos mis demonios y mis sueños. Y me invita a no descarrilar, a reencontrarme conmigo mismo y con este blog al que di vida un día y que vuelve a la misma, en sazón, con prometeica voluntad. 

¿Pensáis que existe cierta estacionalidad en la lectura? ¿Qué suponen para vosotros las lecturas veraniegas?

5 comentarios:

PECE dijo...

Yo en el verano suelo leer mucho en la playa.
Como hay poco que hacer tumbado bajo el sol, suelo llevarme aquellas lecturas que se me han atragantado durante el resto del año.
Es un buen momento para acabar con ellas ya que en casa siempre encuentras algún otro libro al que acudir si el que tienes entre manos es demasiado espeso.

Anónimo dijo...

Para mí el verano es temporada alta de lecturas. Los días se alargan, el calor hace que no te apetezca demasiado moverte y, bueno, el libro es, como bien dices, la alternativa más sensata para las siestas sureñas.

Me ha encantado esta entrada. Yo también tuve interminables siestas de verano dedicadas a la lectura. Recuerdo Momo, libros de Joan Manuel Gisbert y todo tipo de clásicos en ediciones baratas que vendían en las papelerías (librerías es decir mucho) del pueblecito al que íbamos a veranear.

Muy bonita entrada y muy buena noticia tenerte otra vez por los internetes blogeros. :D

Homo libris dijo...

PECE, posiblemente seas la primera persona que conozco que prefiere leer en la playa las lecturas que se le atravesaron a lo largo del año. No lo cuestiono, vaya ante todo esto, sino que me parece admirable. :)

Yo en la playa he intentado leer de todo, pero solo las lecturas más livianas o que enganchan muchísimo me permiten alejarme del bullicio y del paso de la gente.

mclasarte (no sé si llamarte así o por tu nombre por aquí :D), coincido contigo en el pico de lectura de verano, al menos en los últimos años. La verdad es que antes leía más, si cabe, en invierno. En esos días, cortos pero muy fríos de Granada, donde apetecía quedarse en el brasero arropado y con un libro en las manos (cuando uno era capaz de sacarlas fuera de la mesa camilla, claro). Ahora, con todo el lío que suelo tener encima, el verano me parece algo más propicio para leer.
Momo fue una lectura inolvidable (y si no leíste las aventuras de Jim Botón, también de Ende, sé que te encantarán, y a Ariadna también ;)). De Gisbert recuerdo con muchísimo cariño El misterio de la isla de Tökland. Ambas lecturas transcurrieron bajo las sábanas, a la luz de una linterna.

Gracias por la bienvenida; espero arrancar esta vez de veras. :)

Un abrazo.

Graciela dijo...

Muy bonita entrada. Yo solía creer que había una lectura veraniega, pero creo que lo que hay es un estado de ánimo veraniego que, ni si quiera es el mismo todos los veranos, te lleva a elegir lecturas. Me recuerdo leyendo "Así habló Zaratustra" y tres libros de Gerald Durrell en el mismo verano (año 2000). Pero sí, cómics siempre (además de los citado soy gran fan de Spiderman) y siestas errantes con mi hermana ideando travesuras también recuerdo :)
Me encanta tu máquina de escribir por cierto.

Homo libris dijo...

Muy buenas, Graciela.

Cierto es que no hay una sola lectura veraniega, sino tantas como veranos transcurrieron por nuestras vidas. Sí que pueden existir patrones, retornos a un espacio conocido, referencias que lo son por la recurrencia con la que visitamos ciertas lecturas o autores.

Ayer mismo veía una Muy Interesante en el quiosco. Era otra de mis lecturas veraniegas (plagadas de ciencia, por lo que recuerdo), aunque también me hacía con ella cuando podía. Con el tiempo fue cambiando (o tal vez cambié yo, o lo hicimos ambos) y terminó por parecer una revista más superficial, de divulgación poco profunda, no sé cómo decirlo. Y, aunque la leo muy de cuando en cuando, lo cierto es que no volví a hacerlo con los mismos ojos que antaño.

A saber qué travesuras maquinaríais en esas siestas fallidas. Veo que no soy el único que daba esquinazo a mis padres a esas horas para rascar unas horas de vigilia, unas horas de vida. :)

¡Feliz verano!