Ocasiones no faltan en las que un personaje sobrevive al autor de sus días, y en las que su existencia cobra un cariz tan real que trasciende su particular universo para llegar a invadir –gratamente, sin duda– el de sus lectores. Así ocurre, por citar a algunos, con el inmortal Quijote, que sigue desfaciendo entuertos por la inmensa planicie literaria de La Mancha, el tenebroso conde cuyo castillo eleva desafiante sus torreones entre las brumas de los Cárpatos, mientras los lugareños temen susurrar su nombre, Drácula, o con el sin par rey de los detectives, el victoriano Sherlock Holmes, azote del crimen y, de paso, de su autor, Conan Doyle.
Este último, el imbatible Holmes, gran tirador, tanto de pistola como de esgrima, ocioso heroinómano y maestro del disfraz, acompañado siempre por su biógrafo el doctor Watson y nunca por la vestimenta con que pasó a la inmortalidad de la memoria colectiva fue, muy pronto, uno de mis ídolos de infancia. Poco o nada cabría añadir a esta aseveración si tenemos en cuenta la inflamada imaginación de un joven lector que, tras las del detective pasaría a disfrutar con las aventuras de Dupin, los cuentos de Poe, su creador, y cambiando de bando, con los protagonizados por el genial Arsenio Lupin. El rey de los detectives era arrojado, inteligente y todo un caballero, ¿qué mejor ejemplo a seguir que el suyo? Cierto es que había momentos en los que, necesitado de estímulo, permanecía laxo en un fumadero de opio, o necesitaba de su afilada aguja, pero eso eran males menores, totalmente comprensibles por otro lado, para un tierno infante obnubilado por tamaña personalidad.
A resultas de todo esto, crecí escéptico de lo que podían ofrecerme aventuras no escritas por su biógrafo real, Conan Doyle, que tanto llegó a aborrecerle, aunque he de confesar que consumí diversas variantes no literarias del personaje: películas como El secreto de la pirámide o diversos libro-juegos tan en boga durante la década de los ochenta pasaron con agrado ante mis ojos mas, como decía, no me decidí a leer nunca las aventuras relatadas por otros autores. Sin embargo, no hace mucho descubrí la existencia de una criatura nacida por obra y gracia del detective londinense: Harry Dickson había llegado a mis manos.
Harry Dickson es un personaje que, sin haber trascendido hasta el punto de los que enumeraba al principio de este texto, sí que posee en su haber una historia digna de ser relatada. Porque Harry Dickson fue, en su día, Sherlock Holmes.
La historia de Dickson es, como apuntaba, apasionante. A principios del siglo pasado, aparecían publicadas en Alemania una serie de historias protagonizadas por Holmes, pero que eran del todo ajenas a las escritas en su día por Conan Doyle. Estos folletines llamaron la atención a quienes poseían los derechos del autor en Alemania, por lo que solicitaron la inmediata retirada de los mismos de la circulación acompañando amablemente la sugerencia con una amenaza de querellarse contra ellos en caso contrario. La editorial, que no quería perder el tirón que estaban teniendo las historias, cambió el nombre de la serie, que pasó de llamarse Detektiv Sherlock Holmes und seine weltberühmten Abenteuer a Aus dem Geheimakten des Welt-Detektivs a partir de su undécimo número. Sin embargo, con todo el descaro del mundo, el protagonista de las aventuras seguía siendo Sherlock Holmes, aunque Watson fue sustituido desde un primer momento por un joven ayudante que tenía por nombre Tom Wills, mientras que en los primeros números su colaborador era un tal Harry Taxon. Cabe señalar que el flagrante plagio teutón traspasó fronteras y aparecieron ediciones en España, Portugal y otros países europeos y sudamericanos. Todo un éxito editorial, sin duda alguna.
Pues bien, veintidós años después estos hechos, una editorial francesa decide verter del neerlandés las aventuras de Harry Dickson, y contrata para ello al autor Raymond Jean de Kremer, más conocido como Jean Ray, para llevar a cabo la traducción. Ray –del que hablaré dentro de poco comentando un exquisito volumen con obras suyas que pude encontrar hace unos días en una librería de viejo de Granada–, tal vez por hastío respecto a la labor de traducción que tenía que acometer, tal vez por gozar de una ardiente imaginación, pronto comenzó a incluir aportaciones propias a las historias de Harry Dickson, experimento que parece ser que fructificó con éxito, ya que su editor aceptó que Ray rescribiese las historias de Dickson siempre y cuando los plazos de entrega no se viesen alterados. Jean Ray cumplió, e inspirándose únicamente en las portadas de las novelitas que debía “traducir”, escribió más de ciento ochenta aventuras de Harry Dickson , además de traducir una veintena de las doscientas treinta originales.
Cabe señalar que las historias de Dickson, en particular las escritas por Jean Ray, tienen un sabor profundamente sobrenatural, bastante alejado del personaje que pretendió ser en un principio. Sin embargo, poseen la agradable cualidad de saber entretener, lo cual no es poco, y dejan tras su lectura la necesidad de conocer un poco más a este Sherlock Holmes americano (muy británico en todo caso, y residente en Baker Street) y adentrarse, junto a él y Tom Wills, en otra apasionante aventura.
En España, Júcar editó 65 de estas aventuras durante los años setenta, y aunque aún hoy es posible encontrarlas en librerías de viejo y en los rastros de nuestras ciudades, resulta complicado hacerse con toda la colección. Por ello, no estaría de más una reedición que, a buen seguro, contaría con los parabienes de quienes nos deleitamos con una historia bien contada.
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