miércoles, 28 de octubre de 2009

Labordeta

¿Os he dicho alguna vez que me encanta José Antonio Labordeta? Es culto, lucha por aquello en lo que cree, y se me figura como un verdadero hombre del Renacimiento: es cantautor, profesor, presentador de televisión, escritor y político. Precisamente aúna estas dos últimas facetas en la escritura del libro Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados, que promete ser una jugosa recopilación de sus vivencias más enjundiosas en tan singular “ecosistema”. Por eso, cuando vi el libro decidí que tenía que leerlo, y cuando lo encontré en Círculo opté por comprarlo. Los cien primeros venían autografiados por el autor, y me ha dado tanta alegría verlo que no he podido esperar a leerlo para compartirlo con vosotros. Aquí está la foto del libro, cuya lectura espero emprender cuanto antes.

Aprovechando la entrada, os dejo con uno de sus poemas, una canción, y uno de sus vídeos del documental “Un país en la mochila”, que presenta el magnífico entorno de las hoces del río Duratón.
La vieja foto

Aquella foto dulce
que mis padres guardaban
en el desgastado Libro de Familia
va perdiendo la luz
y con los años
quedamos solo
mi hermano chico y yo.
El resto, como sombras,
intentan sonreir en la lejana
magnitud de la distancia
y con dudas y versos desolados
intento que me vengan. Me acompañen.
Tan solo la amarillenta luz
del rostro de mi madre
me refleja la dulce y entrañable
distancia de mi infancia.

lunes, 26 de octubre de 2009

El hábito no hace al monje... pero sí al pueblo.

Marvin Harris fue el principal adalid del materialismo cultural y, como tal, muchas de sus obras de divulgación antropológica tienen precisamente ese enfoque, buscando explicar mediante las condiciones materiales en las que vive una sociedad los patrones culturales y de organización que las caractericen. Es el caso de Vacas, cerdos, guerras y brujas, una obra que llamó mi atención hace un tiempo, y con la que pude hacerme un par de semanas atrás. En ella, Harris hilvana una serie de reflexiones antropológicas que nos llevan desde la India y su amor por las vacas hasta nuestros días (realmente, hasta los años setenta del pasado siglo, fecha en la que fue escrita la obra, aunque a todos los efectos sus reflexiones permanecen aún vigentes a día de hoy) , donde se está dando una explosión de nuevas tendencias espirituales e impera capitalismo a nivel global.

Comienza Harris, como decía, explicando el amor de los hindúes por las vacas. Es una adoración, indica el autor, que va más allá de la religión o de la irracionalidad. Que las vacas campen a sus anchas por campos y ciudades puede parecernos, a los países occidentales, una locura. Que ante las carencias alimentarias que padece buena parte de la población no se haga uso de su carne, un suicidio. Aunque no viene al caso, precisamente estos días aparece la noticia de la colisión de dos trenes, uno de los cuales había alterado su horario por haberse encontrado con una vaca pastando en la vía. ¿Qué podría justificar que las vacas sigan gozando de los mencionados privilegios? Aunque Harris abunda en el tema, explicando cómo se alimentan las vacas que parecen abandonadas, o la dependencia que tienen sus propietarios de las mismas, aquí dejaré una reflexión que puede extrapolarse al consumo cárnico a nivel mundial, y a la insolidaridad a que se traduce cuando hablamos ya no de un mismo país, sino de las relaciones entre países pobres y ricos:
Desde el punto de vista de la economía agrícola de Occidente, parece irracional que la India no disponga de una industria de envasar carne. Pero el potencial real de esta industria en un país como la India es muy limitado. Un incremento sustancial en la producción de carne de vaca forzaría el ecosistema entero, no por el amor a las vacas, sino por las leyes de la termodinámica. En cualquier cadena alimentaria la interposición de eslabones animales adicionales provoca un fuerte descenso en la eficiencia de la producción de alimentos. El vapor calórico de lo que ha comido un animal siempre es mucho mayor que el valor calórico de su cuerpo. Esto significa que hay más calorías disponibles per capita cuando la población humana consume directamente el alimento de las plantas que cuando lo utiliza para alimentar a animales domesticados.
[…]
El nivel de vida superior que poseen las naciones industrializadas no es consecuencia de una mayor eficiencia productiva, sino de un aumento muy fuerte en la cantidad de energía disponible por persona. En 1970 Estados Unidos consumió el equivalente energético a 12 toneladas de carbón por habitante, mientras que la cifra correspondiente a la India era la quinta parte de una tonelada por habitante.
De hecho, bastante más adelante el autor concluirá que
Durante los primeros años del capitalismo, se confería el mayor prestigio a los que eran más ricos pero vivían más frugalmente. Más adelante, cuando sus fortunas se hicieron más seguras, la clase alta capitalista recurrió al consumismo y despilfarro conspicuos en gran escala para impresionar a sus rivales. Construían grandes mansiones, se vestían con elegancia exclusiva, se adornaban con joyas enormes y hablaban con desprecio de las masas empobrecidas. Entretanto, las clases media y baja continuaban asignando el mayor prestigio a los que trabajaban más, gastaban menos y se oponían con sobriedad a cualquier forma de consumo y despilfarro conspicuos. Pero como el crecimiento de la capacidad industrial comenzaba a saturar el mercado de los consumidores, había que desarraigar a las clases media y baja de sus hábitos vulgares. La publicidad y los medios de comunicación de masas aunaron sus fuerzas para inducir a las clases media y baja a dejar de ahorrar y a comprar, consumir, despilfarrar o gastar cantidades de bienes y servicios cada vez mayores. De ahí que los buscadores de estatus de la clase media confirieran el prestigio más alto al consumidor más importante y más conspicuo.
Del amor por las vacas pasamos al odio y amor por los cerdos, relaciones que el autor basa también en el mantenimiento del equilibrio ecológico de las poblaciones humanas con su entorno. Todos conocemos la prohibición del consumo de cerdo entre musulmanes y judíos, sociedades que han vivido tradicionalmente en entornos donde el agua es un bien escaso y las altas temperaturas suponen un grave impedimento para la cría del cerdo, un animal asociado desde siempre al bosque y a climas más húmedos. Sin embargo, en algunas islas de Nueva Guinea o Melanesia se le rinde culto, y es el motor de las guerras entre poblados. Estas guerras primitivas son, según el antropólogo, el precio que han de pagar estas poblaciones ante el aumento de hijos varones en las familias. Se entra así en una espiral que provoca infanticidios, directos o indirectos, que desembocan en un incremento de la población masculina y, nuevamente, en la guerra.

El estudio de la guerra primitiva nos lleva a la conclusión, dice el autor, de que la guerra ha formado parte de una estrategia adaptativa vinculada a condiciones tecnológicas, demográficas y ecológicas específicas. No es necesario invocar imaginarios instintos criminales o motivos inescrutables o caprichosos para comprender por qué los combates armados han sido tan corrientes en la historia de la humanidad. Por ello, no cabe sino esperar que ahora cuando la humanidad tiene mucho más que perder de lo que posiblemente pueda ganar con la guerra, otros medios de resolver los conflictos entre grupos la reemplazarán.

Esta violencia primitiva y su relación con los mesías de la guerra son aspectos estudiados por Harris en los siguientes capítulos del libro. Plantea aquí cómo estos mensajes mesiánicos han llegado hasta nuestros días en la figura de personajes de gran relevancia (caso de Lenin o Hitler), donde han sido capaces de movilizar a grandes cantidades de personas bajo la promesa de un futuro ilimitado de grandeza respecto a otros pueblos. Son los elegidos para llevar a cabo el cambio hacia un mundo que, estiman ellos, será mejor.

Junto a los mesías de guerra, y como forma de control de la población, encontramos la figura mítica de la bruja y, por ende, de los cazadores de aquellas. El importante crecimiento de los procesos de brujería durante la edad media vino determinada por la aparición de brotes de rechazo al poder establecido.
Sugiero que la mejor manera de comprender la causa de la manía de las brujas es examinar sus resultados terrenales en lugar de sus intenciones celestiales. El resultado principal del sistema de caza de brujas (aparte de los cuerpos carbonizados) consistió en que los pobres llegaron a creer que eran víctimas de brujas y diablos en vez de príncipes y papas. ¿Hizo agua vuestro techo, abortó vuestra vaca, se secó vuestra avena, se agrió vuestro vino, tuvisteis dolores de cabeza, falleció vuestro hijo? La culpa era de un vecino, de ese que rompió vuestra cerca, os debía dinero o deseaba vuestra tierra, de un vecino convertido en bruja. ¿Aumentó el precio del pan, se elevaron los impuestos, disminuyeron los salarios, escaseaban los puestos de trabajo? Obra de las brujas. ¿La peste y el hambre destruyen una tercera parte de los habitantes de cada aldea y ciudad? La audacia de las diabólicas e infernales brujas no conocía límites. La Iglesia y el Estado montaron una denodada campaña contra los enemigos fantasmas del pueblo. Las autoridades no regatearon esfuerzo alguno para combatir este mal, y tanto los ricos como los pobres podían dar las gracias por el tesón y el valor desplegados en la batalla.

El significado práctico de la manía de las brujas consistió, así, en desplazar la responsabilidad de la crisis de la sociedad medieval tardía desde la Iglesia y el Estado hacia los demonios imaginarios con forma humana. Preocupadas por las actividades fantásticas de estos demonios, las masas depauperadas, alienadas, enloquecidas, atribuyeron sus males al desenfreno del Diablo en vez de a la corrupción del clero y la rapacidad de la nobleza. La Iglesia y el Estado no sólo se libraron de toda inculpación, sino que se convirtieron en elementos indispensables.
Marvin Harris y su materialismo cultural sufrieron en su día duras críticas por parte de otros antropólogos, al presentar sus teorías un excesivo alineamiento con el determinismo y la consiguiente disolución del individuo dentro de la sociedad, pero el presente resulta un libro de lo más interesante, que invita a la reflexión en torno a aspectos culturales que suelen darse por hechos, o para los que no se busca una explicación que vaya más allá de nuestra propia visión parcial de aquellos.

La imagen de la vaca es propiedad de Karen T. Harrison, y está tomada de la web enlazada.

miércoles, 21 de octubre de 2009

Lluvia

Hoy es uno de esos días en los que apetece quedarse en casa, junto al hogar, si lo hay, o en el brasero, en su defecto, con un buen libro frente a uno, una taza de té caliente entre las manos, y toda la tarde por delante. Una tarde de lectura ininterrumpida, en la que olvidar los problemas y la monotonía, sumergirnos en el libro y conversar con el autor hasta que nuestros ojos, cansados, nos digan que ha caído la noche.

Siempre me han gustado especialmente los días de lluvia y otoño. Creo que invitan a la reflexión, al diálogo y a compartir. Y por eso traigo hoy algunos textos que están relacionados con esta lluvia, tan necesaria además de hermosa, para invitaros a leerlos conmigo.

Los días en que la lluvia cae de nubes bajas que parecen ocupar todo el universo conocido, cuando el frío cala hasta los huesos, me gusta recordar el comienzo de Mazurca para dos muertos, y acompañados por esta música da inicio nuestro periplo lector.
Llueve con tanta monotonía como aplicación desde el día de San Ramón Nonato, a lo mejor desde antes aun, y hoy es San Macario, que trae suerte a los naipes y a las papeletas de la rifa. Orvalla despacio y sin parar desde hace más de nueve meses sobre la hierba del campo y los cristales de mi ventana, orvalla pero no hace frío, quiero decir mucho frío...

(C.J. Cela, Mazurca para dos muertos)

Llovió durante toda la tarde en un solo tono. En la intensidad uniforme y apacible se oía caer el agua como cuando se viaja toda la tarde en un tren. Pero sin que lo advirtiéramos, la lluvia estaba penetrando demasiado hondo en nuestros sentidos. En la madrugada del lunes, cuando cerramos la puerta para evitar el vientecillo cortante y helado que soplaba del patio, nuestros sentidos habían sido colmados por la lluvia. Y en la mañana del lunes los había rebasado. Mi madrastra y yo volvimos a contemplar el jardín. La tierra áspera y parda de mayo se había convertido durante la noche en una substancia oscura y pastosa, parecida al jabón ordinario.

(Gabriel García Márquez, Isabel viendo llover sobre Macondo)

La lluvia había dejado las Ramblas casi vacías y sólo quedaba gente agrupada en el café encristalado donde, desde meses atrás, no la dejaban entrar.
La Sonia, de pie en el portal de la casa vacía, vio que la lluvia pasaba fatigada, amansa llovizna, la vio cesar mientras crecía el frío del viento, y pensó que aquello era un signo de buena suerte.

(Juan Carlos Onetti, Mañana será otro día)

Cuando al fin Ella murió, rematando esperanzas y deseos, estábamos a fin de julio; en una fecha abundante en crueldades, en frío, viento, aguacero. De los cielos negros de nubes y noche caía una lluvia lenta, implacable, en agujas que amenazaban ser eternas. Se desinteresaban de abrigos y pieles humanas para empapar sin dilaciones huesos y tuétanos. La humedad aumentaba el mal olor de las gastadas ropas de luto improvisado: casi inmóviles, sin palabras porque su desdicha tenía un solo culpable, y éste no podía ser nombrado, aunque dueño del frío, de la lluvia, el viento y la desgracia.

(Juan Carlos Onetti, Ella)
Yo no sé, mira, es terrible cómo llueve. Llueve todo el tiempo, afuera tupido y gris, aquí contra el balcón con goterones cuajados y duros, que hacen plaf y se aplastan como bofetadas uno detrás de otro, qué hastío. Ahora aparece una gotita en lo alto del marco de la ventana; se queda temblequeando contra el cielo que la triza en mil brillos apagados, va creciendo y se tambalea, ya va a caer y no se cae, todavía no se cae. Está prendida con todas las uñas, no quiere caerse y se la ve que se agarra con los dientes, mientras le crece la barriga; ya es una gotaza que cuelga majestuosa, y de pronto zup, ahí va, plaf, deshecha, nada, una viscosidad en el mármol.
Pero las hay que se suicidan y se entregan enseguida, brotan en el marco y ahí mismo se tiran; me parece ver la vibración del salto, sus piernitas desprendiéndose y el grito que las emborracha en esa nada del caer y aniquilarse. Tristes gotas, redondas inocentes gotas. Adiós gotas. Adiós.

(Julio Cortázar, El aplastamiento de las gotas)
Bruscamente la tarde se ha aclarado
Porque ya cae la lluvia minuciosa.
Cae o cayó. La lluvia es una cosa
Que sin duda sucede en el pasado.

Quien la oye caer ha recobrado
El tiempo en que la suerte venturosa
Le reveló una flor llamada rosa
Y el curioso color del colorado.

Esta lluvia que ciega los cristales
Alegrará en perdidos arrabales
Las negras uvas de una parra en cierto

Patio que ya no existe. La mojada
Tarde me trae la voz, la voz deseada,
De mi padre que vuelve y que no ha muerto.

(Jorge Luis Borges, La lluvia)

Desde este punto de vista, suponían una paz inusitada los días de lluvia, que en el valle eran frecuentes, por más que según los disconformes todo andaba patas arriba desde hacía unos años y hasta los pastos se perdían ahora —lo que no había acaecido nunca— por falta de agua. Daniel, el Mochuelo, ignoraba cuánto podía llover antes en el valle; lo que sí aseguraba es que ahora llovía mucho; puestos a precisar, tres días de cada cinco, lo que no estaba mal.
Si llovía, el valle transformaba ostensiblemente su fisonomía. Las montañas asumían unos tonos sombríos y opacos, desleídos entre la bruma, mientras los prados restallaban en una reluciente y verde y casi dolorosa estridencia. El jadeo de los trenes se oía a mayor distancia y las montañas se peloteaban con sus silbidos hasta que éstos desaparecían, diluyéndose en ecos cada vez más lejanos, para terminar en una resonancia tenue e imperceptible. A veces, las nubes se agarraban a las montañas y las crestas de éstas emergían como islotes solitarios en un revuelto y caótico océano gris.
[…]
Para los tres amigos, los días de lluvia encerraban un encanto preciso y peculiar. Era el momento de los proyectos, de los recuerdos y de las recapacitaciones. No creaban, rumiaban; no accionaban, asimilaban. La charla, a media voz, en el pajar del Mochuelo, tenía la virtud de evocar, en éste, los dulces días invernales, junto al hogar, cuando su padre le contaba la historia del profeta Daniel o su madre se reía porque él pensaba que las vacas lecheras tenían que llevar cántaras.
Sentados en el heno, divisando la carretera y la vía férrea por el pequeño ventanuco frontal, Roque, el Moñigo; Daniel, el Mochuelo, y Germán, el Tiñoso, hilvanaban sus proyectos

(Miguel Delibes, El camino)



Llueve.
Tras los cristales, llueve, llueve.
Sobre los chopos medio deshojados,
sobre los pardos tejados,
sobre los campos, llueve.
[...]
Te podría contar
que está quemándose el último leño en el hogar,
que soy muy pobre hoy,
que por una sonrisa, doy
todo lo que soy,
porque estoy solo y tengo miedo...

(J.M. Serrat, “Balada de Otoño”)

domingo, 18 de octubre de 2009

La Costa de los Mosquitos

Conocí por primera vez la aventura de Allie Fox gracias al cine y a la singular interpretación que del personaje de Paul Theroux hizo Harrison Ford en la película “La costa de los mosquitos”. Podría tener catorce o quince años en aquel momento, y lo cierto es que la genialidad y marcada personalidad de Allie Fox me impactaron poderosamente. Tanto en la película como en la novela –que leería bastantes años después, y que retomo ahora en esta relectura– los protagonistas principales son el inventor y su hijo mayor, y el enfrenamiento entre ellos se va haciendo más marcado conforme avanza la historia. Una aventura que nos lleva desde Norteamérica a Honduras, a la Costa de los Mosquitos que da título a la novela y a su versión cinematográfica, y que nos descubre a un excéntrico personaje que desprecia el “modo de vida americano”, el derroche, la comida basura, las prisas, la deshumanización de una sociedad cada vez más avanzada y desnaturalizada. Allie Fox, hastiado de un modo de vida que no comparte (curiosamente, siendo un ingeniero e inventor, afín por tanto a la ciencia, sabe ver el peligro que encierra el desarrollo mal entendido, que deriva en un desarrollismo voraz), arrastra a su familia a un destino incierto, que sólo les quedará claro cuando estén embarcados sin retorno posible.

Al personaje que interpretó Ford lo recuerdo con admiración, al descrito por Theroux, con fascinación. El primero quedó grabado en mi memoria como un científico que quería cambiar el mundo, el segundo se me presenta ambivalente, como un cuerdo loco que no quiere someterse a los designios de una sociedad que ve abocada a su propia autodestrucción. Sin embargo, en la novela el personaje se nos presenta como un verdadero déspota, mucho más tiránico con su familia que en la película. En ocasiones nos vemos impulsados a condenar sus actos, a posicionarnos del lado del hijo, que es el verdadero narrador de la historia. Por mi parte, sin embargo, y sin que desee que el fin justifique los medios, termino por ponerme del lado del inventor, tal vez porque me siento identificado con él, quizás porque pienso que en ocasiones, cuando alguien cree en algo y estima que si no cambia el rumbo de su vida lo único que le queda es estrellarse, ha de posicionarse y no permitir que nada ni nadie puedan cambiarle de parecer. Porque, según Fox,
El futuro es esto. Un motorcito en una barquita en un río lleno de barro. Cuando el motor reviente o se nos acabe la gasolina, remaremos. ¡Nada de hombres del espacio! Ni combustible, ni cohetes, ni bóvedas de cristal. ¡Sólo trabajo! El hombre del futuro va a ser una bestia de tiro. En la luna no hay más que baches y granos, y aquellos de nosotros que heredemos esta Tierra senil y exhausta no tendremos más que ruedas de madera, carretillas, palancas y poleas... la más simple física preuniversitaria cuya enseñanza abandonaron cuando todo el mundo enloqueció y se puso a leer ciencia ficción. No, ahora todo consiste en cultivarte lo tuyo o morir. Nada de píldoras verdes, pero abundante forraje. Trabajo duro, espaldas encorvadas... sencillo, pero no fácil. ¿Os enteráis? Nada de rayos láser, nada de electricidad, sólo poder muscular. ¡Lo que hacemos ahora! Somos la gente del futuro y utilizamos la tecnología del futuro. ¡Hemos triunfado!

sábado, 17 de octubre de 2009

A mitad de camino

Peter Ustinov fue, además de un consagrado actor y director de cine (recordemos que entre su filmografía se cuentan producciones históricas de la envergadura de “Quo Vadis”, “Sinuhé, el egipcio”, “Espartaco” o “Jesús de Nazareth”, la interpretación del genial Hércules Poirot en “Muerte en el Nilo”, “Muerte bajo el sol” o “La muerte de Lord Edgware”, y que dirigió “Lady L” basándose en la novela de Romain Gary), autor de varias novelas, ensayos y algunas obras teatrales. A este último género pertenece A mitad de camino, una comedia en la que Ustinov buscó plantear el conflicto generacional que, aunque ha estado presente de forma continuada a lo largo de la Historia de la Humanidad, se hizo bastante manifiesto en la época en que está ambientada la obra, los años sesenta, con la guerra de Vietnam y la revolución hippie en pleno apogeo.

El general Stevenson regresa a Inglaterra tras cuatro años de campaña en Malasia y se encuentra con que sus hijos han acogido las costumbres de su generación con unos bríos inusitados. Su hijo Robert aparece amancebado con una chica de ambigua sexualidad, su aspecto es desharrapado, su pelo largo, y porta con él una guitarra que no sabe tocar. Su hija Judy, embarazada, no sabe quién es el padre del hijo que espera, ni tampoco lo desea. Ante semejante situación, Archibald, nuestro general, decide poner tierra de por medio, y aislarse para reflexionar sobre un mundo cambiante que no termina de comprender, aunque se empeña en respetarlo. Se sumarán al reparto de personajes su mujer, que no ha cambiado ni desea hacerlo, y Helga, una joven noruega (cuyos orígenes todo el mundo se empeña en ubicar en Suecia), que actúa como puente entre ambas generaciones, pues si bien comprende las inquietudes de los hijos, sabe estar en el lugar de sus padres.

La obra es divertidísima, se lee del tirón en apenas un ratito, y aunque pudiera parecernos desfasada por los acontecimientos mundiales que rodean a la acción, lo cierto es que es más actual que nunca. Los conflictos entre generaciones, el no entender a los hijos, y que éstos se rebelen contra lo establecido por sus progenitores, han ocurrido siempre, y es algo que continuará pasando. Ustinov, que se declaró apasionado de la juventud, de su rebeldía y de la búsqueda del cambio por medio del amor, y no de las armas (no olvidemos que se encontraba en los años 60 y que, por desgracia, hoy día falta buena parte de ese carácter renovador y necesidad de cambiar el mundo mediante una revolución social donde todos se sientan implicados), plasma en la obra el tira y afloja entre padres e hijos con sencillez y humor, haciéndonos reflexionar sobre un mundo que sería mejor si todos fuésemos más tolerantes y capaces de seguir soñando.

martes, 13 de octubre de 2009

Uno más

“Trece y martes, ni te cases ni te embarques”, reza el refranero popular, puede que en esta ocasión haciendo más gala de superstición que de razón. Del pasado fin de semana, que en España se ha prolongado un poco más de lo habitual gracias a la festividad (festividades) del 12 de octubre, puedo afirmar que lo he disfrutado más de lo que podría decir de los días de descanso en mucho tiempo. Hemos visitado Granada, disfrutándola por fin en todos los sentidos. Desde las salidas de tapeo (os recomiendo, como siempre hice, mi bar preferido de la ciudad, “El Pesaor”, que ha dado un toque de modernidad a sus tradicionales tapas) al recorrido por el mercado medieval, que aparece instalado estos días en los aledaños de la catedral; disfrutando de la compañía de grandes amigos, algunos a los que vemos habitualmente en Santa Fe y otros que están en la distancia, de forma temporal o permanente; de mi pueblo, aunque últimamente daría de sí para abrir una red de blogs que expresasen la indignación ante los desmanes de todo tipo que vienen acaeciendo por allí; y, por último, de mi querida Dehesilla.

Comienza la semana, el curso escolar (al menos, relativamente, pues en la UNED lo hará a efectos prácticos en un par de días) y un nuevo año de existencia para un servidor. Cumplo años llegando a una edad que puede representarse por dígitos secuenciales (el año pasado alcancé la mayoría de edad hobbit), y puedo deciros, con total y absoluta sinceridad, que los últimos meses vuestra presencia en el blog me ha regalado momentos de simpar felicidad e insuperable disfrute, y que espero en lo sucesivo seguir viéndoos por aquí. Ya os comentaba días atrás que se avecinan tiempos de cambio (eso, por no decir que ya estoy inmerso en ellos), y que posiblemente afecten a la frecuencia de aparición por el blog (aunque siempre os quedará la opción de ver si aparezco por uno u otro lugar, bajo cualquiera de los distintos nombres que atesoro). Además, me quejo mucho, pero no podría dejar de lado un proyecto que tantas satisfacciones me está regalando, de modo que seguiré sacando tiempo de debajo de las piedras si hace falta para seguir aquí.

Y como no podría traer una entrada al blog sin que los libros estuvieran presentes, he aquí un par de preciosos regalos que me llegaron en este día: una invitación a explorar lo desconocido y descubrir lo inesperado bajo la escrutadora mirada de la rapaz nocturna.

jueves, 8 de octubre de 2009

El naturalista

En los últimos meses he venido incrementando de forma notable, a la par que inconsciente, la lectura de ensayos y otras de no-ficción, que no he traído al blog para evitar la saturación a que podía llegar por estas obras. Aunque ya lo hemos mencionado en alguna ocasión por aquí, y un buen ensayo puede ser tanto o más ameno que cualquier novela, relato, poema u obra teatral, lo cierto es que no quería que aquellos coparan un porcentaje notable de las entradas del blog, máxime cuando muchos de ellos están relacionados fundamentalmente con aspectos de la biología que constituyen una de mis particulares y más profundas pasiones. Si hoy traigo a la bitácora este libro no es porque esté ansioso por comenzar una nueva andadura, sino porque me ha encantado sobremanera y creo que puede disfrutarse independientemente de las filias y fobias de cada cual.

Se trata de una obra autobiográfica, y si os digo que el autor tiene en su haber 27 doctorados honorarios, la concesión más alta en ciencias de los EE. UU. (la Medalla Nacional de la Ciencia), dos premios Pulitzer en literatura, e incluso el Premio Crafoord (concedido por la Academia Sueca a científicos destacados en aquellas áreas que no son cubiertas por el Premio Nobel), una de las posibles reacciones es que penséis que estamos ante un sesudo investigador de trato imposible. Nada más lejos de la realidad. En efecto, Edward O. Wilson -pues de este entomólogo es de quien hablaba- no puede ser más que un apasionado de su trabajo. Nadie consigue tanto reconocimiento por desempeñar una labor que no sea de su agrado (es más, me arriesgaría a afirmar “que no ame con todas sus fuerzas”), y si una palabra puede definir el vínculo de Wilson con la biología es precisamente “pasión”. Comprobad, si no, su rostro de felicidad cuando aparece rodeado por sus hormigas (es una eminencia mundial en mirmecología).

Volviendo al libro en cuestión, se trata de El Naturalista, en el que realiza un recorrido a lo largo de toda su vida, desde que sus padres le dejaran tras la ruptura de su matrimonio en Playa Paraíso, un pueblecito perdido de la costa oeste de Florida, donde descubrió la magia de los ecosistemas acuáticos y sufriría, de paso, un accidente que determinaría la rama de la zoología a la que dedicaría sus esfuerzos; durante la captura de un Lagodon romboides, un pez con agudas espinas dorsales, sufriría un percance por el cual una de esas espinas se le clavaría en el ojo, produciéndole una importante pérdida de visión. Por esto, centraría su atención en el estudio de los animales más pequeños, los insectos, ya que el rápido vuelo de las aves o la necesidad de una aguda visión para descubrir otras especies harían que estas actividades quedaran excluidas de aquellas que prefería el joven Edward. Tras el paso por la academia militar en la que sería ingresado, determinaría seguir su vocación por el estudio de la naturaleza con todas sus fuerzas. Sería arduo relatar aquí todos los obstáculos que tuvo que afrontar (simultanear los estudios de Bachiller con todo tipo de trabajos, la falta de una beca para poder iniciar los universitarios, el comienzo de la Guerra Mundial…), pero sus esfuerzos obtuvieron recompensa, y pudo seguir estudiando a sus hormigas, en las que se estaba convirtiendo en un verdadero especialista.

Pasado el tiempo, y gracias a productivas colaboraciones con otros científicos e intelectuales de renombre (Noam Chomsky, Robert MacArthur o Bert Hölldobler, entre otros) y a enfrentamientos con otros, como con J.D. Watson, el codescubridor de la estructura del ADN, Wilson siguió los derroteros del estudio de la biología de poblaciones y la biogeografía frente a la corriente en boga en los años cincuenta y sesenta de la biología molecular. Este camino le llevó a definir, tras conocer los progresos que estaba viviendo la etología de mano de científicos europeos como el archiconocido Konrad Lorenz, el ámbito de la sociobiología, donde se perfilaría el conocimiento de las conductas sociales de los animales (e incluso el hombre) a través del estudio del comportamiento individual, de los aportes de la selección natural y de las conductas altruistas.

Además de todo esto, algunas de las palabras que están en boca de todos hoy día fueron acuñadas por este creador de neologismos: términos como biodiversidad (poblaciones de organismos y especies distintas, a la par que las interacciones entre ellas y su propio entorno) o biofilia (la pasión por lo vivo y por la vida, que nos acerca a la naturaleza aun a pesar de estar destruyéndola y de querer obviar que la necesitamos para seguir sobre la Tierra) son suyos. Tal y como escribiera el 1992, "la biodiversidad es una de las riquezas más grandes del planeta, y no obstante la menos reconocida como tal".

Como veis, una vida apasionante volcada en la pasión por el estudio y la defensa de nuestro entorno natural, que es capaz de ilusionar a cualquiera. Si ya conocía y admiraba a Wilson con anterioridad, tras constatar su sencillez y genialidad a través del ejercicio de autorreflexión y autocrítica que constituye El Naturalista, no puedo más que elevarlo a la categoría de referente ineludible. De ahí que dijera que, de mayor, quiero ser como él.

¡Ah! No os perdáis cómo disfruta Trotty (mi querido cobayo Trotalomas) con la lectura de Edward O. Wilson. ¡Si es que la ciencia es divertidísima, a la par que necesaria!

Os dejo algunos enlaces con entrevistas a Wilson, que me parecen de lo más interesantes. Espero que las disfrutéis.
¡Feliz lectura!