viernes, 22 de mayo de 2009

Érase que se era…

Existen fórmulas establecidas sobre cómo debería comenzar un cuento infantil; “érase que se era…” o “hace mucho, mucho tiempo, en un reino lejano…” son, precisamente, dos de estos comienzos típicos. En el caso de las narraciones para adultos, el inicio de la historia, que nos predispone para prestar atención a lo que nos van a contar, no se da de una forma tan encorsetada, y esto es más cierto aún en el caso de la novela. Un comienzo atrayente, que capte la atención del lector, es algo fundamental, y puede marcar la diferencia entre que quien lo hojea decida llevarse el libro consigo o lo deje de nuevo sobre la estantería.

En general, no obstante, los comienzos de las novelas no se quedan en la simplificación que estoy llevando a cabo. Escritos o no con esa intención, no sólo llegan a atraparnos como a moscas en una telaraña, impotentes (y gozosos) de escapar de la trama que se desarrolla ante nuestros ojos y en nuestra imaginación, sino que quedan grabados de forma indeleble en nuestra memoria. Su mero recuerdo despierta en nosotros las maravillas que vivimos en el pasado, nos impulsa a departir con quienes nos rodean, compartir con ellos nuestras impresiones sobre el argumento (“¿recuerdas la ascensión por la chimenea del Stromboli sobre un mar de lava?”, “¡te encantaría el momento en que, echando mano al bolsillo, se pregunta qué es lo que tiene dentro!”), los personajes (“te sorprenderá descubrir la perspectiva de Jaime cuando empiece a hablar con su propia voz”, “sí, los de Dickens son un poco estereotipados, pero dime tú si en aquella época podía ser de otro modo”, “¡Ven, Milana! Milana bonita, ven…”) o el mero placer de la lectura (“te encantará, a mí me atrapó y me pasé la noche entera leyendo. ¡Así vengo con estas ojeras!”).
En un agujero en el suelo, vivía un hobbit. No un agujero húmedo, sucio, repugnante, con restos de gusanos y olor a fango, ni tampoco un agujero seco, desnudo y arenoso, sin nada en que sentarse o que comer: era un agujero-hobbit, y eso significa comodidad.
Ante tamaña invitación, ¿quién no pasaría al interior, tomaría asiento y se dispondría a maravillarse con las historias que los libros están dispuestos a contarnos? Hacedlo pues, sentaos y contemplad el mágico mundo de las palabras.

En ocasiones, a nuestro narrador no le queda más remedio que tomar pluma y papel, y consignar en él los hechos increíbles que vivió en su juventud. Así le ocurre al ya anciano monje de El nombre de la rosa, y también al bueno de Jim Hawkins:
El Squire Trelawney, el doctor Livesey y los demás señores me han encargado poner por escrito todo lo referente a la «Isla del Tesoro», de principio a fin, sin dejar otra cosa en el tintero que la posición de la isla, y esto porque aún quedan allí riquezas que no han sido recogidas. Tomo, pues, la pluma en el año de gracia de 17... y retrocedo hasta el tiempo en que mi padre era el dueño de la posada del «Almirante Benbow», y en que el viejo navegante, de moreno y curtido rostro, cruzado por un sablazo, se acomodó como huésped bajo nuestro techo.
¿Quién sería capaz de marcharse sin saber si, en un descuido, el joven Jim nos da alguna pista sobre la ubicación de tan singular ínsula? Al quedarnos escuchando su historia, descubriremos nuevos usos para los barriles de manzanas y algunas de las desventuras de Ben Gunn. Lo que no podríamos saber es que, llegando al puerto para embarcar junto a Jim en la Hispaniola, se nos acercaría un joven muy educado, que antes de nada, comenzaría por presentarse.
Llamadme Ismael. Hace unos años -no importa cuánto hace exactamente-, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un nuevo noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustituto de la pistola y la bala.
Nos vamos, pues, junto a Jim, con el pensamiento ocupado por las palabras de Ismael. Deberíamos, llegado el momento, intentar saber qué fue de él. Nos esperan peligros y aventuras, peleas a muerte y sin tregua, en las que haríamos bien en contar con el acero afilado y el pulso firme de un buen espadachín. Un hombre curtido en mil batallas y de honor, a pesar de lo que pudiéramos imaginar por su destartalado aspecto.
No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente. Se llamaba Diego Alatriste y Tenorio, y había luchado como soldado en los tercios viejos en las guerras de Flandes. Cuando lo conocí malvivía en Madrid, alquilándose por cuatro maravedís en trabajos de poco lustre, a menudo en calidad de espadachín por cuenta de otros que no tenían la destreza ni los arrestos para solventar sus propias querellas. Ya saben: un marido cornudo por aquí, un pleito o una herencia dudosa por allá, deudas de juego pagadas a medias y algunos etcéteras más.
Alatriste es un hombre valiente, ya lo sabemos, y el filo de su espada habrá acabado, sin dudarlo, con la vida de más de uno de sus coetáneos. Sin embargo, a pesar de mantener la calma en un duelo, no tiene la frialdad necesaria como para proclamarse a sí mismo como asesino.
Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne; supongo que el proceso está en el recuerdo de todos y que no se necesitan mayores explicaciones sobre mi persona. Aunque ni el diablo sabe qué es lo que ha de recordar la gente, ni por qué. En realidad, siempre he pensado que no hay memoria colectiva, lo que quizá sea una forma de defensa de la especie humana. La frase "todo tiempo pasado fue mejor" no indica que antes sucedieran menos cosas malas, sino que —felizmente— la gente las echa en el olvido.
Y aunque así no fuese, aunque no cayesen en el olvido, lo cierto es que resulta terrible tener constancia del peso de las palabras, que nos transmiten noticias que nos gustaría ser capaces de borrar de nuestra memoria, ya que podríamos saber de ellas antes incluso que la persona que va a sufrir el impacto de la caída, mientras muere, contra el duro suelo.
El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un bosque de higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un instante fue feliz en el sueño, pero al despertar se sintió por completo salpicado de cagada de pájaros.
En estos momentos, cuando caemos hacia la tierra y el sueño eterno de la muerte, y justo antes, cuando contemplamos el frío acero que nos ha de matar, ya sea en forma de punzante cuchillo o afilada bala, el tiempo se estira, demuestra que es flexible, y nos concede la gracia de un último momento en el que recrear la vida que disfrutamos y que está a punto de finalizar.
Hace muchos años, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía, habría de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.
Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos.
El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarías con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos.
Afortunadamente, la naturaleza es sabia, y tras el doloroso momento en que acuchillan nuestro cuerpo, todo se vuelve blando, nos preguntamos qué le ocurre a ese cuerpo que yace rodeado de hombres y mujeres que se rasgan sus vestiduras, sus rostros rotos de dolor. Al fin y al cabo, aquí no se está tan mal.
Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro.
Y sabemos que no será nuestra última aventura. Que a pesar de que una lágrima asome a nuestros ojos, tristes y tiernos, en otro momento saldremos de nuevo al camino, con un campesino por compañero y amigo de aquel desgarbado personaje que vemos venir hacia nosotros, con el desaliño y la mirada perdida de los cuerdos.
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los días de entresemana se honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera.
Me consta que son muchos más de los que están, por lo que os invito a hacer memoria. ¿Qué comienzos de novela os han marcado de forma tal que seríais capaces de devolver a la mente toda la historia con recitar unas pocas palabras de aquéllos?

14 comentarios:

César dijo...

"Yo Sinuhé, hijo de Semmut y de su esposa Kipa, he escrito este libro."

Interesante entrada.

Anónimo dijo...

Genial.
AD.

Isi dijo...

No sé qué ejemplos poner, tan sólo decir que siempre leo el principio de la manera más atenta para no perderme nada de nada!

Elwen dijo...

A mi me has recordado a Firmin, pues en su comienzo él tambien hace un repaso de los grandes comienzos (¿Será porque es lo que estoy leyendo ahora?)

Ladynere dijo...

Uno de los principios que más recuerdo es el inicio de la Historia Interminable, de Ende. Las dos primeras líneas no se pueden reproducir bien aquí, porque están escritas al revés:
"
Libros de Ocasión
Propietario: Karl Konrad Koreander.

Esta era la inscripción que había en la puerta de cristal de una tiendecita, pero naturalmente sólo se veía así cuando se miraba a la calle, a través del cristal, desde el interior en penumbra.
"


Una entrada interesante!
Un saludo.

Homo libris dijo...

Muy buenas.

Me alegro que la entrada os haya resultado interesante. La verdad es que en ocasiones, fragmentos de las historias se nos quedan especialmente grabados en la memoria, pero al tener tanta relevancia, el comienzo de las mismas tiene una particular ventaja para quedarse en nuestras vidas.

César, el comienzo de Sinuhé el Egipcio, una apasionante novela, me ha recordado al de otra novela histórica:

Yo, Tiberio Claudio Druso Nerón Germánico Esto-y lo-otro-y-lo- de-más-allá (porque no pienso molestarlos todavía con todos mis títulos), que otrora, no hace mucho, fui conocido de mis parientes, amigos y colaboradores como "Claudio el Idiota", o "Ese Claudio", o "Claudio el Tartamudo" o "Cla-Cla-Claudio", o, cuando mucho, como "El pobre tío Claudio", voy a escribir (AÑO 41 d. De C) ahora esta extraña historia de mi vida. Comenzaré con mi niñez más temprana y seguiré año tras año, hasta llegar al fatídico momento del cambio en que, hace unos ocho años, a la edad de cincuenta y uno, me encontré de pronto en lo que podría denominar "la jaula dorada" de la cual jamás he podido escapar desde entonces.Isi, a buen seguro el ejemplo que nos pone Elwen es uno de estos comienzos inolvidables. Ya nos comentaste lo que te pareció Firmin en tu blog, y creo que coincidiremos con la entrada que publicará, llegado el momento, en Midnight Eclipse :).

Ladynere, ¡qué curioso! Este fin de semana aproveché que estaba en casa de mis padres, donde habita el 80% de mis libros, para ir incluyéndolos en la nueva base de datos que había creado para registrarlos. Entre otros, introduje La historia interminable, y al echarle un vistazo recordé, además de su singular edición bicolor, el inicio con la inscripción de la puerta de la librería de Koreander de forma invertida: sin duda, cómo captar la atención del lector en un instante, en uno de los libros más maravillosos que he tenido ocasión de leer.

Por cierto, hay algunos "experimentos" similares en inglés, os lo dejo por aquí.

Saludos.

Elwen dijo...

Tengo el placer y el privilegio de otorgarle a usted, Sr. Mithdraug, el premio a su inmensa en incansable imaginación. Por llenar mis horas de procrastinación de posts interesantes.

Homo libris dijo...

Me honra usted, querida Elwen. Imagino que esto amerita un discurso:

En estas fechas entrañables, la reina y yo...Ups, no era esto ;) Muchísimas gracias por el premio, Elwen, y enhorabuena a ti por recibirlo con anterioridad. Espero que sigáis disfrutando con el blog tanto como yo escribiendo en él y, por supuesto, aprendiendo de los vuestros, y de los comentarios tan enriquecedores que constituyen, sin duda, el mayor valor de esta bitácora.

Saludos.

lammermoor dijo...

Hola, Mithdraug. Heme aquí de nuevo; con las maletas aún a medio deshacer.
Me ha gustado muchísimo esta entrada y también los libros que mencionais: Sinuhé (¡lo releí hasta el hartazgo); Yo Claudio -prefiero la primera parte a la segunda; La Historia Interminanable, que releí hace poco.
Aquí van mis aportaciones: "Pues sepa Vuestra Merced ante todas cosas que a mi llaman Lázaro de Tormes, hijo d eTomé González y de Antona Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca. Mi nacimiento fue dentro del río Tormes por al cual causa tomé el sobrenombre y fue desta manera: mi padre, que Dios perdone, tenía cargo de proveer una molienda de una aceña que está ribera de aquel río, en la cual fue molinero más de quince años; y estando mi madre una noche en la aceña, preñada de mí, tomóle el parto y parióme allí; de manera que con verdad pme puedo decir nascido en el río".
Precisamente en las tierras de Lázaro pasé estos días.
Leo además que te han dado un premio. ¡Felicidades!

Homo libris dijo...

¡Buenas Lammermoor!

Muy buena aportación la del Lazarillo. Uno de nuestros clásicos más queridos. ¿Así que estuviste por Castilla y León? Yo anduve por tierras granadinas, y regresé con algunas ideas rondándome la cabeza, alguna de ellas precisamente a raíz de alguna lectura de tu blog. Ya os contaré... :)

Sí, la buena de Elwen ha tenido a bien concederme este premio. A ver si mañana doy cumplida cuenta del mismo en el blog.

Saludos.

Anónimo dijo...

Antes que nada ¡muchas felicidades por el premio!

"Todos los niños crecen, excepto uno. No tardan en saber que van a crecer y Wendy lo supo de la siguiente manera: " Peter Pan

"Tlacaélel recorrió lentamente con la mirada el fascinante espectáculo que se ofrecía ante su vista: en el amplio patio interior del templo principal de Chololan, al pie de la gigantesca y antiquísima pirámide, estaba celebrándose la ceremonia de iniciación de los nuevos sacerdotes de Quetzalcóatl." Tlacaélel, de Antonio Velasco Piña.

El libro de Laura Esquivel "Como Agua para Chocolate" trae una receta para tortas navideñas. Eso me atrapó...a mi me gusta la cocina...y luego decía "dicen que Tita era tan sensible que desde que estaba en el vientre de mi bisabuela lloraba y lloraba cuando ésta picaba cebolla..."

Homo libris dijo...

¡Muchas gracias, Bibliobulímica!

Al leer el comienzo del libro de Como agua para chocolate me ha recordado (realmente por ningún motivo en particular, pero me ha venido a la memoria) el comienzo de La casa de los espíritus, de Isabel Allende:

Barrabás llegó a la familia por vía marítima, anotó la niña Clara con su delicada
caligrafía. Ya entonces tenía el hábito de escribir las cosas importantes y más tarde,
cuando se quedó muda, escribía también las trivialidades, sin sospechar que cincuenta
años después, sus cuadernos me servirían para rescatar la memoria del pasado y para
sobrevivir a mi propio espanto. El día que llegó Barrabás era jueves Santo. Venía en
una jaula indigna, cubierto de sus propios excrementos y orines, con una mirada
extraviada de preso miserable e indefenso, pero ya se adivinaba -por el porte real de
su cabeza y el tamaño de su esqueleto- el gigante legendario que llegó a ser.
Otro comienzo que me enganchó terriblemente, éste en forma de diálogo, fue el de La isla misteriosa, de Julio Verne, hace ya muuuuchos, muchos años :)

-¿Remontamos?
-¡No, al contrario, descendemos!
-¡Mucho peor, señor Ciro! ¡Caemos!
-¡Vive Dios! ¡Arrojad lastre!
-Ya se ha vaciado el último saco.
-¿Se vuelve a elevar el globo?
-No.
-¡Oigo un ruido de olas!
-¡El mar está debajo de la barquilla!
-¡Y a unos quinientos pies!
Entonces una voz potente rasgó los aires y resonaron estas palabras:
-¡Fuera todo lo que pesa! ¡Todo! ¡Sea lo que Dios quiera!
Estas palabras resonaron en el aire sobre el vasto desierto de agua del Pacífico, hacia las cuatro de la tarde del día 23 de marzo de 1865.
Saludos.

Listas de Libros dijo...

Un post genial y muy cuidado, como el resto de la web.

Aquí te dejo mi propuesta de los mejores inicios de novelas. Saludos:

http://www.listasdelibros.blogspot.com/2012/01/top-10-los-mejores-inicios-de-novelas.html

Homo libris dijo...

Listas de libros, muchas gracias por el piropo. :) Viniendo de un blog como el tuyo es todo un honor.

Me alegra que hayas traído el enlace a tu lista de comienzos. Precisamente pensé en actualizar la entrada, como he hecho en otras ocasiones, incluyendo al final el enlace a otros artículos similares, como es el caso del tuyo. Lo dejamos aquí para que puedan acceder aquellos lectores a los que les interese el tema. :)

Un saludo.