Entre las lecturas pendientes de mi plan de lectura infinito se encontraba la novelita (por la extensión, que no por su grandeza) San Manuel Bueno, mártir, de Miguel de Unamuno. La que es una particular transcripción, según el autor, del relato de Ángela Carballino, nos lleva ante don Manuel, el santo que un pueblo pretende encumbrar a los altares; un sacerdote que se ofreció a sus semejantes sin esperar compensación alguna. Es la suya una vida angustiada, dividido por su falta de fe y su necesidad imperiosa de avivarla en los demás. Don Manuel, que perdió su creencia en la existencia de una vida más allá de la terrenal, se ve incapaz de privar a sus feligreses de la esperanza en la otra vida. Y es que, en un diálogo entre Ángela y su hermano Lázaro, les oímos decir:
- [...] Porque hay, Angela, dos clases de hombres peligrosos y nocivos: los que convencidos de la vida de ultratumba, de la resurrección de la carne, atormentan, como inquisidores que son, a los demás para que, despreciando esta vida como transitoria, se ganen la otra; y los que no creyendo más que en éste...- Como acaso tú... -le decía yo.- Y sí, y como don Manuel. Pero no creyendo más que en este mundo esperan no sé qué sociedad futura y se esfuerzan en negarle al pueblo el consuelo de creer en otro...- De modo que...- De modo que hay que hacer que vivan de la ilusión.
Don Manuel sólo se muestra tal cual es ante Lázaro, el hijo pródigo que regresó a Valverde de Lucerna tras recorrer mundo, con una perspectiva más abierta del futuro de los pueblos y sus gentes, descreído e irreverente. Únicamente al hacerle partícipe de su angustia, del dolor que siente al no ser capaz de recuperar la fe que tuvo en la infancia, es capaz de ganarle para su causa. Porque a pesar de su falta de fe, o tal vez por el acicate que supone aquella para su conciencia, este santo en vida es capaz de ofrecerse a los demás, vivir por ellos y con ellos, y no cejar en su labor evangelizadora. Tanto es así que no tiene tiempo para él mismo e, incapaz de vivir contemplativamente, lo hace en continuo contacto con sus semejantes, evitando de este modo reflexionar sobre su falta de fe y no sentir la tentación del suicidio, de terminar con su vida como ya lo hiciera su padre, puesto que para don Manuel la vida sin Dios no tiene sentido, pero tampoco es capaz de encontrarlo desde su ateísmo.
No constituye la obra una exaltación del ateísmo. Ángela nos dice que don Manuel “cree no creer, y, sin creer que creía, terminaba por creer”. La presencia de Dios está ahí, aun cuando no pueda creerse en su existencia. Es más, hablan por boca suya las obras, y no las palabras. Así, Unamuno se plantea si ante una hipotética revelación por parte de don Manuel de la falta de fe que le atosigaba, los vecinos del pueblo le habrían creído; las palabras del santo dirían una cosa pero sus obras le contradecirían rotundamente.
En fin, una novela que se lee en apenas una hora pero que nos invita a reflexionar, como todas las grandes, durante mucho, mucho tiempo.
"Ay, Valverde de Lucerna,
hez del lago de Sanabria,
no hay leyenda que dé cabría
de sacarte a luz moderna.
Se queja en vano tu bronce
en la noche de San Juan,
tus hornos dieron su pan,
la historia se está en su gonce.
Servir de pasto a las truchas
es, aun muerto, amargo trago;
se muere Riba del Lago,
orilla de nuestras luchas."
8 comentarios:
Hubo una vez una jovencita a la que mandaron leer este libro en 3º de BUP (sí, he dicho BUP).
Una vez se lo hubo leído, llegó a la clase en la que se iba a comentar el libro, y todos hablaban muy seguros sobre el lago que era el cielo, y el árbol que era Dios, o la Fe... o la esperanza, o la caridad... o el Gigante Azul era China.
Y la pobre se quedó como los conejos cuando les dan las largas y dijo ¿pero de qué habláis?
- ¿Es que tú no te has leído el libro?
- Sí, pero no he visto nada de eso.
- Mujer, pues está clarísimo.
¡Vivan las novelitas que al final son novelonas, oiga! Deberían estar subvencionadas por su gran contrbución al fomento de la lectura. Yo mismamente he estado esta mañana en la Fnac, en mi misma mismidad, y he adquirido tres novelitas ligeras de estas que dan gustito. 'El otro barrio' y 'Algo más inesperado que la muerte', de Elvira Lindo, y 'El año del Diluvio', de Edurado Mendoza. Ya le contaré que tal.
Coincido con loquemeahorro en que cuando se lee esta novela (¿o nivola?) en BUP (¿era 3º? no lo recuerdo) te arrean las explicaciones de las metáforas como preguntas de examen y a correr.
En cambio, al leerla más mayor, con otro interés se descubre la verdadera intensidad del relato y es inevitable conmoverse, recapacitar y, en el fondo, preguntarse a uno mismo si no somos todos un poco Lázaro, Don Manuel y Ángela.
Este libro, además, retrata una época y unas tensiones que, años más tarde, llevaron a España a una Guerra Civil, casi como si las palabras del tonto del pueblo fuesen proféticas también en eso: "Padre, ¿por qué me has abandonado?"
Ahhhhhhhh (*F. exclama sobrecogida*). Adoro a Unamuno. Todo él; esa tremenda "Amor y pedagogía" o la fantástica "Niebla" o sus ensayos... Voy a parar porque estoy babeando el teclado. Me encanta "San Manuel Bueno, Martir". Ya en BUP me enganchó; más allá de las metáforas y la intrahistoria, yo soy una enamorada de la pericia lingüística y me pierdo en los recovecos del idioma bien usado, bien amado. Y, además, ese cura de pueblo que, más que santo, es pastor, me atrajo desde el primer momento, tan consciente de sus fallos: "Sí, a ellos les dio el Señor la gracia de soledad que a mí me ha negado, y tengo que resignarme. Yo no puedo perder a mi pueblo para ganarme el alma. Así me ha hecho Dios. Yo no podría soportar las tentaciones del desierto. Yo no podría llevar solo la cruz del Nacimiento" (1992 [1930]: 109-110).
Y ahora sí voy a parar, porque si me alargo con Unamuno, persona...
F.
Coincido con vosotros en que en el colegio y el instituto, cuando se obliga a los alumnos a leer un libro, no se tiene generalmente en cuenta más que ofrecerlo como objeto de estudio, y no de disfrute. Esto conlleva su parte de culpa en la poca afición lectora entre la ciudadanía de este país, creo yo. Coincido en esto con Loquemeahorro y con Amandil, aunque como este último dice y confirma El Señor de las Moscas, los grandes libros permiten muchas lecturas, por lo que es posible acercarse a ellos de formas muy diferentes, y a diversos niveles de profundidad. Por esto, si algo falla cuando un joven se acerca a ellos no es el libro, ni el lector, sino quien “obliga” a leer desde una determinada perspectiva. Es, como dice Fulgida, un libro que puede leerse por el mero placer estético que nos ofrecen sus palabras, al margen de lo hermoso de su historia, de lo característico de sus personajes o de la profundidad de cuanto encierra.
Un abrazo.
No me leí el libro en el instituto, y por lo que comentáis, ¡de buena me he librado!
Lo hice muchos años después, con las capacidades intelectuales íntegras -bueno, todo lo íntegras que puedo llegar a tenerlas- y lo disfruté muchísimo. Me hizo pensar en muchas cosas que ya intuía.
Por cierto, que también lo comenté en el blog. Creo que es de los libros de Unamuno que más merecen ser recordados.
Zeberio, cierto es que hay autores (y obras) que se aprecian mejor con el paso de los años (de los suyos y, sobre todo, de los nuestros). Me alegra que tu acercamiento a Unamuno se produjese en el mejor momento, y me sumo a tu reivindicación por el recuerdo del autor.
Un saludo.
Pues desconocía el libro (que no al autor) así que me lo apunto para buscarlo y leerlo en breve.
¡Gracias Homo Libris!
un abrazo,
Ale.
Publicar un comentario