miércoles, 27 de junio de 2012

#bibliotecasvspitbull

Todo el mundo con la lengua afuera
todo el mundo con la lengua afuera (no tengas pena)
todo el mundo con la lengua afuera
todo el mundo con la lengua afuera (dice)
dale que tu puede (dale que tu puede)
dale que tu puede (dale que tu puede)
 I'm feeling so (hot, hot, hot)
mami looking so (hot, hot, hot)
I wanna tickle her (spot, spot, spot)
until she says dont (stop, stop, stop)
it will be my pleasure to please you (lick, click, bite, bite, nibble, nibble, tease ya)
dime mami ay que rico (ay, ay, ay)
chico I wanna se C.L.I.M.A.X (climax yes)
I get of watching you get of
come on baby show me what your working with now set it off [...]
Yo no quiero agua,yo quiero bebida mami,
tu eres loca no te hagas la fina.
Yo no quiero agua,
yo quiero bebida mami,
tu eres loca no te hagas la fina.
No tengo nada en contra de que la gente disfrute con aquello que le gusta siempre y cuando se lleve a cabo desde el respeto, pero me parece lamentable que el Ayuntamiento de Málaga se dedique a subvencionar un concierto de reggaeton (que no es un estilo musical que predique precisamente esa igualdad entre sexos que las administraciones públicas tanto se esfuerzan en inculcar) mientras recorta en servicios porque, dice, no tiene dinero. Por ejemplo, en el horario de apertura de las bibliotecas. Queda clara así la apuesta por la cultura de este ayuntamiento, que duró lo que sus pretensiones a optar a la capitalidad europea de la cultura en 2016. Muerto el perro se acabó la rabia; muerto el sueño, se acabó la pasta.




Y como parte de ese dinero sale de mi bolsillo tanto como del resto de los contribuyentes, hoy he decidido usar el blog para manifestar mi pataleo particular. No soy el único, en Twitter podéis seguir las opiniones de la gente en el hashtag #bibliotecasvspitbull.

De partida, me parece mal que dediquen ese dinero a financiar los conciertos de artistas más que consolidados, como podría ser el de Serrat y Sabina, en lugar de dedicarlo a dar a conocer e impulsar la carrera de artistas locales. Pero ya puestos a financinar, que no me comparen la calidad artística y cultural de estos con la de aquel, por ejemplo.


Nota: El párrafo que encabeza la entrada es un fragmento de letra de una canción de Pitbull. La he tomado de una página web y no he sido capaz de corregirla para que quede bien (tengo miedo a, desde mi ignorancia, destrozar una manifestación artística que, quién sabe, tal vez deba estar escrita así). 



lunes, 18 de junio de 2012

Recordando

Mi abuelo, también

Tal vez el día lluvioso sea el responsable de esta melancolía. Somos una máquina complicada en la que los hilos del presente activo se enredan en la tela del pasado muerto y todo eso se cruza y entrecruza de tal modo en lazos y apreturas, que hay momentos en los que la vida cae toda sobre nosotros y nos deja perplejos, confusos y súbitamente amputados del futuro. Cae la lluvia, el viento disloca la compostura árida de los árboles deshojados- y de tiempos pasados viene una imagen perdida, un hombre alto y flaco, viejo, que ahora se aproxima, por una senda encharcada. Trae un cayado en la mano, un capote embarrado y antiguo, y por él resbalan todas las aguas del cielo. Delante, avanzan los animales fatigados, con la cabeza baja, rasando el suelo con el hocico. Hombre y animales avanzan bajo la lluvia. Es una imagen común, sin belleza, terriblemente anónima.
Pero este hombre que así se aproxima, lento, entre cortinas de lluvia que parecen diluir lo que en la memoria no se ha perdido, es mi abuelo. Viene cansado, y viejo. Arrastra consigo setenta años de vida difícil, de dificultades, de ignorancia. Y con todo, es un hombre sabio, callado y metido en sí, que sólo abre la boca para decir las palabras importantes, las que importan. Habla tan poco (son pocas las palabras realmente importantes) que todos nos callamos para oír cuando en el rostro se le enciende algo como una luz de advertencia. Eso aparte, tiene un modo de estar sentado, mirando a lo lejos, aunque ese lejos sea sólo la pared más próxima, que llega a ser intimidante. No sé qué diálogo mudo lo mantiene ajeno a nosotros. Su rostro está tallado a hachuela, fijo, pero expresivo, y los ojos, pequeños y agudos, tienen de vez en cuando un brillo claro como si en ese momento algo hubiera sido definitivamente comprendido. Parece una esfinge, diré yo más tarde, cuando las lecturas eruditas me ayuden en estas comparaciones que abonan una fácil cultura. Hoy digo que parecía un hombre.
Y era un hombre. Un hombre igual a muchos de esta tierra, de este mundo, un hombre sin oportunidades, tal vez un Einstein perdido bajo una espesa capa de imposibles, un filósofo (¿quién sabe?), un gran escritor analfabeto. Algo sería, algo que nunca pudo ser. Recuerdo ahora aquella noche tibia de verano cuando dormimos, los dos, bajo la higuera – lo oigo hablar aún de lo que había sido su vida, del Camino de Santiago que sobre nuestras cabezas resplandecía (cuántas cosas sabía él del cielo y de las estrellas), del ganado que lo conocía, de las historias y leyendas que eran su caudal de la infancia remota. Nos dormimos tarde, enrollados en la manta lobera, porque al amanecer refrescaría sin duda y el rocío no caía sólo sobre las plantas.
Pero la imagen que no me abandona es la del viejo que avanza bajo la lluvia, obstinado y silencioso, como quien cumple un destino en el que nada se puede modificar. A no ser la muerte. Pero entonces, este viejo, que es mi abuelo, no sabe aún cómo va a morir. Aún no sabe que pocos días antes de su último día va a tener la premonición (perdona la palabra, Jerónimo) de que ha llegado el fin. E irá, de árbol en árbol de su huerto, abrazando los troncos, despidiéndose de ellos, de los frutos que no volverá a comer, de las sombras amigas. Porque habrá llegado la gran sombra, mientras la memoria no lo haga resurgir en el camino encharcado o bajo la concavidad del cielo y la interrogación de las estrellas. Sólo esto – y también el gesto que de repente me pone en pie y la urgencia de la orden que llena el cuarto tibio donde escribo.

José Saramago.
Y hoy, dos años después de tu pérdida, te seguimos extrañando, abuelo nuestro, también.

miércoles, 6 de junio de 2012

Ray Bradbury

Llevo un tiempo tan liado y con el ánimo tan variable que tengo todo esto un poco abandonado. Ayer, en lugar de escribir alguna entrada propia, ya fuese en Homo libris, ya en Andanzas de un trotalomas, recurrí a un texto de Frederik Pohl  para homenajear el Día Mundial del Medio Ambiente de este año (si bien me consta que con la elección sale ganando el lector, je, je). Y hoy me entero a través de Azote del fallecimiento de uno de mis más adorados escritores.


Ha muerto Ray Bradbury, el autor de esas maravillosas Crónicas Marcianas y de la grandísima novela distópica Fahrenheit 451, por citar dos de sus más aclamadas obras. Esta última nos previene ante la facilidad con la que podemos perder nuestra memoria colectiva. Los libros arden bien, demasiado bien, y con ellos se pierde la memoria, la necesidad de conocer y, en muchas ocasiones, hasta la decencia. Porque arrebatarnos los libros, robarnos parte de nuestra cultura, es buscar adocenarnos, convertirnos en un rebaño fácil de manejar y con escasas aspiraciones.


En estos tiempos que corren es más necesario que nunca que los libros, cúmulo de conocimiento, fiel reflejo de los avances en la ciencia, artes o humanidades, como amigos leales, estén ahí. Nos cierran las bibliotecas públicas, recortan presupuesto para la educación o encarecen el acceso a la superior. Pero ya sea desde blogs literarios, a través de las redes sociales o como personas-libro, hemos de preservar a estos delicados amigos de papel que, curiosamente, son los que nos hacen ser más fuertes.
Constituía un placer especial ver las cosas consumidas, ver los objetos ennegrecidos y cambiados. Con la punta de bronce del soplete en sus puños, con aquella gigantesca serpiente escupiendo su petróleo venenoso sobre el mundo, la sangre le latía en la cabeza y sus manos eran las de un fantástico director tocando todas las sinfonías del fuego y de las llamas para destruir los guiñapos y ruinas de la Historia. Con su casco simbólico en que aparecía grabado el número 451 bien plantado sobre su impasible cabeza y sus ojos convertidos en una llama anaranjada ante el pensamiento de lo que iba a ocurrir, encendió el deflagrador y la casa quedó rodeada por un fuego devorador que inflamó el cielo del atardecer con colores rojos, amarillos y negros. El hombre avanzó entre un enjambre de luciérnagas. Quería, por encima de todo, como en el antiguo juego, empujar a un malvavisco hacia la hoguera, en tanto que los libros, semejantes a palomas aleteantes, morían en el porche y el jardín de la casa; en tanto que los libros se elevaban convertidos en torbellinos incandescentes y eran aventados por un aire que el incendio ennegrecía.
[...]
-Los años de Universidad se acortan, la disciplina se relaja, la Filosofía, la Historia y el lenguaje se abandonan, el idioma y su pronunciación son gradualmente descuidados. Por último, casi completamente ignorado. La vida es inmediata, el empleo cuenta, el placer domina todo después del trabajo. ¿Por qué aprender algo, excepto apretar botones, enchufar conmutadores, encajar tornillos y tuercas?  
Ray Bradbury, Fahrenheit 451.
Descanse en paz. 

martes, 5 de junio de 2012

Porque «hora de actuar» es «ahora»


De La ira de la Tierra, una colección de ensayos de Isaac Asimov y Frederik Pohl publicada en 1991, extraigo algunos fragmentos del prólogo de este último para homenajear el Día Mundial de la Tierra de este año.
Últimamente se han escrito muchos libros sobre el medio ambiente y el modo en que lo estamos destruyendo, y muchos de ellos son excelentes. Entre todos nos han explicado el modo en que las actividades de la gente como nosotros estaban dañando la salud de nuestro planeta. Algunos de estos libros incluso nos dicen lo que podemos (y deberíamos) hacer en nuestra vida diaria para frenar su destrucción: reciclar, negarnos a comprar los productos más destructivos, organizar nuestra vida de manera que utilicemos todo lo que necesitamos con más eficiencia de modo que necesitemos menos.
[…]
Pero incluso si todos nosotros pusiéramos en práctica estas medidas, seguirían siendo insuficientes.
Ya es demasiado tarde para salvar a nuestro planeta del peligro. Ya han sucedido demasiadas cosas: granjas convertidas en desiertos, bosques talados y convertidos en tierras baldías, lagos envenenados y el aire lleno de gases perjudiciales. Incluso es demasiado tarde para salvarnos a nosotros mismos de los efectos de otros procesos perjudiciales que ya están en marcha y que seguirán su curso sin que podamos hacer nada por evitarlo. La temperatura global aumentará. La capa de ozono seguirá destruyéndose. La contaminación hará enfermar o matará a más y más seres vivos. Todo esto ha llegado tan lejos que ahora inevitablemente deberá empeorar antes de que pueda mejorar.
La única elección que nos queda es decidir cuánto estamos dispuestos a dejar que empeoren las cosas.
Todavía estamos a tiempo de salvar o recuperar una gran parte de este medio ambiente agradable y benevolente que ha hecho que nuestras vidas sean posibles; sin embargo, no es fácil. No se puede hacer nada si al mismo tiempo no hacemos cambios sociales, económicos y políticos importantes en nuestro mundo. Estos cambios van más allá de lo que podamos llevar a cabo como individuos. Este libro trata de por qué estos cambios a gran escala son necesarios, qué cambios se deben hacer y qué podemos hacer para que ocurran.
[…]
No hay ninguna duda de que algunos cambios importantes son inevitables. La única cuestión es cómo serán. Algunos de ellos ocurrirán independientemente de lo que hagamos, porque a medida que el medio ambiente se deteriore, se producirán de manera automática. Otros se originarán debido a nuestros esfuerzos por evitar el desastre. Todos los cambios serán trascendentales y el mundo de la siguiente generación va a ser bastante diferente del nuestro.
Para terminar, nos adentraremos en aspectos políticos de la verdadera conservación: por qué los cambios reales serán difíciles y qué acciones políticas podemos realizar para que ocurran.
Sé que esta parte tampoco resulta una buena noticia. Pedir al digno ciudadano medio que participe en los asuntos políticos que tan mala fama tienen en lo que a honradez se refiere, no es muy diferente a pedirle que considere la posibilidad de dedicarse a la prostitución callejera. Pero si queremos evitar el peor de los desastres, no hay alternativa a la acción política. Los individuos no pueden hacer la tarea ellos solos, es demasiado grande. Sólo la acción gubernamental puede llevar a cabo los cambios que hay que hacer y son los políticos quienes crean y controlan los gobiernos. 
Casi me siento en la obligación de pedirle perdón por hacerle trabajar tanto.
He tenido esta sensación otras veces. He pasado mucho tiempo hablando de los peligros para el medio ambiente mucho antes de que se convirtiera en un tema de moda; de hecho, más de treinta años. Algunas veces lo he hecho en los libros que he escrito, otras en mi carrera como conferenciante ocasional por todo el mundo, dando charlas a grupos de todo tipo. A lo largo de los años debo de haber dado varios miles de conferencias y, aunque han sido sobre muchos temas, por lo general he tratado cuestiones medioambientales en algún momento de ellas. 
En general, me he dirigido a auditorios formados por gente inteligente y atenta, parecida a los lectores que imagino que están leyendo este libro y, sin embargo, en todas las charlas, en algún momento de la enumeración de los desastres que se aproximan, percibo que se apodera de la audiencia una especie de silencio. Los oyentes son siempre muy correctos, incluso atentos; a pesar de todo, también puedo sentir que empiezan a desear ardientemente que el catálogo de malas noticias termine cuanto antes.
Comprendo a toda esa gente. También a mí me gustaría terminar.
El problema es que las cosas no han mejorado durante este tercio de siglo. Es cierto que ha habido un puñado de victorias reales: unos pocos lagos están más limpios que antes; incluso algunas veces se puede ver en el centro de Pittsburgh una estrella o dos en su cielo nocturno; en el East River de Nueva York, un pescador estupefacto cogió, no hace mucho tiempo, un pez vivo; Estados Unidos ha prohibido el uso de CFC destructor de la capa de ozono en los envases de aerosol, aunque no su fabricación y utilización en otras cosas.
Pero todos estos triunfos parciales no son suficientes. Por cada victoria ha habido una docena de derrotas. Como veremos después, en su conjunto, nuestro mundo está más sucio y más amenazado ahora de lo que jamás lo ha estado en el pasado, y no hay duda de que cada vez lo estará más si no hacernos nada para evitarlo.
También les comprendo en otro aspecto. Al igual que la mayoría de mis oyentes, a veces encuentro difícil de creer en lo más profundo de mi corazón que todos estos problemas medioambientales a gran escala tengan algo que ver conmigo. Después de todo, no parecen muy reales todavía. Sé, igual que mis oyentes, que cuando mañana por la mañana me levante y mire por la ventana, las cosas no parecerán estar tan mal. El sol seguirá brillando; los árboles de mi jardín seguirán verdes; seguirá habiendo comida en los supermercados y nadie se tambaleará por las calles cegado por la radiación ultravioleta. No hay duda de que a nuestro mundo le están sucediendo algunas cosas horribles, pero todavía no ha sucedido lo peor.
Así que ¿por qué debemos intranquilizarnos ahora por calamidades que pueden ocurrir dentro de varias décadas?
Sin embargo, yo estoy intranquilo.
Tengo siete buenas razones para hacerlo. Sus nombres son Christine, Daniel, Enilly, Eric, Julia, Tommy y Tobias. Son mis nietos.
Cuando escribo esto, sus edades oscilan entre varios meses y la adolescencia y me gustaría que cuando sean adultos y tengan sus propios hijos también tengan árboles a su alrededor, comida en abundancia y puedan pasear bajo el sol sin miedo a una muerte horrible, y saber que el mundo sobrevivirá.
Sin embargo, parece que es posible que no tengan todo esto. Son lo bastante afortunados por haber nacido con una gran ventaja a su favor: todos viven en lugares del planeta que estarán entre los que menos padezcan lo que le estamos haciendo. Aunque no les mantendrá a salvo durante mucho tiempo... no, a menos que usted y yo y mucha más gente nos intranquilicemos tanto como para hacer ahora lo que les proporcionará a ellos el patrimonio de una buena vida después.
Puede suceder. Puede haber un, final feliz si tenemos la sabiduría y la voluntad de lograr que suceda llevando adelante cosas bastantes difíciles de hacer.
Si no las hacemos, no habrá ningún final feliz. Lo único que habrá  para muchas de las cosas que hacen agradable nuestro mundo  es un final. 
Frederik Pohl, La ira de la Tierra