viernes, 22 de noviembre de 2013

El cénit de la vida

Hace 97 años, John Griffith Chaney, más conocido como Jack London, dejaba el mundo de los vivos. Su nombre evoca en mí la aventura en el Klondike, entre buscadores de oro fracasados y lobos hambrientos, lecturas caninas (en todo su espectro semántico) de infancia y juventud. Libros que me marcaron y una forma de ver la vida que, de algún modo, vinculo a las inmensas extensiones que se abren ante nosotros dispuestas a devorarnos o a darnos la oportunidad de nuestras vidas. Son unas tierras como las que Conan, tan individualista como lo fuera London en su juventud, recorre mientras suena esta música en nuestros oídos.


Son las heladas extensiones en las que alguien tan distinto y a la vez tan similar a London, y que marcaría también mi vida, perdió la suya: Félix Rodríguez de la Fuente.




Os dejo con un fragmento de la lectura que me tiene atrapado estos días y que, con toda probabilidad, me traiga de regreso al blog. Recuperando los orígenes, las raíces, para que el sol del mediodía no nos abrase. Rindiendo un cumplido y necesario homenaje a mis maestros; Lobo de mar, de Jack London.
—Pero usted que lee a Spencer y a Darwin, y que no fue a la escuela, ¿dónde aprendió a leer y a escribir?
—Cuando estuve al servicio de la marina mercante inglesa. Grumete a los doce años, aprendiz a los catorce, marinero a los dieciséis, marinero de primera y cabecilla del castillo de proa a los diecisiete, con una ambición y una soledad infinitas; nunca recibí ninguna ayuda, ni la menor muestra de afecto de nadie. Todo lo aprendí por mí mismo: navegación, matemáticas, ciencias, literatura y lo que fuere. ¿Y de qué me ha servido? Soy capitán y propietario de un barco en el cénit de mi vida, como tú dices, cuando empiezo a declinar y a morir. Una lástima, ¿verdad? Cuando el sol llegó al mediodía, me abrasó, y como no tenía raíces, me marchité.
—La historia habla de esclavos que llegaron a los más altos puestos —objeté.
—También habla de las oportunidades que tuvieron esos esclavos —contestó, inexorable—. Ningún hombre crea sus oportunidades. Todo lo que hicieron los grandes hombres fue saber cuándo había llegado su momento. El corso lo supo. Yo he soñado tanto como él. Habría sabido cuál era mi momento, pero nunca se presentó. Las zarzas crecieron y me ahogaron. Ten la seguridad, Hump, de que sabes sobre mí más que cualquier otro ser viviente, con la excepción de mi hermano.
—¿A qué se dedica? ¿Dónde está?
—Es cazador de focas, patrón del vapor Macedonia —dijo—. Posiblemente nos lo encontremos en las costas del Japón. Le llaman Muerte Larsen.
—¡Muerte Larsen! —exclamé involuntariamente—. ¿Se parece a usted?
—Muy poco; es un pedazo de animal sin nada sobre los hombros. Tiene toda mi…
—¿Brutalidad? —sugerí.
—Sí, gracias por la palabra; toda mi brutalidad, pero apenas sabe leer ni escribir.
—Y nunca ha reflexionado sobre el sentido de la vida —añadí.
—Nunca —repuso Lobo Larsen con un indescriptible tono de tristeza—. Por eso es más feliz, porque no se ha preocupado por la vida. Está demasiado ocupado viviéndola para andar reflexionando sobre su sentido. Mi error fue abrir un día un libro.

jueves, 21 de noviembre de 2013

Libros termómetro

Me ronda la cabeza desde hace mucho un tema que quería tratar en el blog (sí, en este espacio aletargado desde hace ya tanto tiempo en el que nos encontramos), y no es otro que el de los libros y las enfermedades. No libros sobre medicina, no, sino libros que nos acompañaron cuando la enfermedad se hace fuerte en nuestro interior y pasamos algunos días postrados en cama, sin muchas ganas de nada pero, ocasionalmente, con los libros brindándonos una compañía impagable. Por ejemplo, en mi memoria la lectura de Tarzán de los monos se asocia inmediatamente con mi infancia, durante unos días de inverno con mis amígdalas dándolo todo y fiebre elevada. 
Sin embargo, esta prolongada ausencia me ha dado una nueva perspectiva desde la que aproximarme a esta entrada. La del libro o, más exactamente, la de la lectura, como síntoma de la enfermedad, ya no del cuerpo, sino (si se me permite la licencia poética) del alma. Aunque en el pasado me había ocurrido en alguna ocasión que se me atragantaba alguna lectura, nunca me había sucedido como hasta este año. Desde mediados de julio hasta principios de noviembre no he sido capaz de acabar un libro con éxito. Empezaba alguno y lo abandonaba cuando llevaba leídas 20 o 30 páginas. Tomaba otro, e igual. Y así con todo tipo de lecturas y relecturas (pues probé de todo) que no conseguían engancharme, que me dejaban proseguir con mi errático deambular de (no) lector. El desinterés, la desgana, la dispersa actitud mental de tener mil cosas en la cabeza y no aprehender ninguna de ellas que viene dada, en buena parte, por un estado de desánimo provocado por muy diversos factores en los que no entraré ahora pero que, al menos alguno de ellos, me gustaría tocar en Andanzas de un Trotalomas, otro de mis abandonados de este año. 
Curiosamente, hace poco más de un mes pude charlar un rato con uno de los bibliotecarios de la Biblioteca Pública de Granada al que no veía desde hacía mucho. Además de alegrarme de volver a verle tras varios años (y es que, desde que vivo en Málaga, puedo ir mucho menos de lo que me gustaría por esa estupenda y nutridísima biblioteca), estuvimos charlando de la situación del país, ese gran tema de ascensor que ha venido a sustituir a la meteorología. Llevaba conmigo un libro sobre fabricación sostenible y otro de relatos de autores rusos, y me contaba este buen hombre que últimamente procuraba no ver las noticias y, cuando lo hacía, buscaba alguna cadena televisiva o emisora radiofónica que no fuese claramente «del Régimen». Además, me decía, ya no leía novela. Únicamente los relatos conseguían colarse en los intersticios de ese desánimo generalizado que nos invade a los que vemos mala salida de esta crisis de valores en la que estamos sumidos y de la que nadie parece acordarse para ponerle remedio. Justamente en los relatos pensaba yo para intentar combatir mi desidia lectora, aunque tuve que coincidir con él en que la elección de los autores rusos no era demasiado afortunada, por más que sus temas casasen a la perfección con nuestro estado anímico. 
Finalmente, hace un par de semanas, conseguí acabar un libro. Había recurrido a Vázquez Figueroa y a su novela breve El perro, cuya adaptación cinematográfica me gustó tanto cuando la vi de niño. Tras leerlo, he acabado con El amante bilingüe, cuya lectura tenía pendiente desde hacía tanto, con Fugitivo, una novela sobre el mundo del lobo y ahora ando embarcado (nunca mejor dicho) en la lectura de El lobo de mar, de Jack London y deambulando entre animales salvajes con Gerald Durrell. De todo ello os hablaré en una futura entrada, si seguís ahí después de tanto tiempo. 
Entretanto, contadme: ¿cómo os afecta el estado anímico en vuestro quehacer lector? ¿Habéis cambiado últimamente vuestros hábitos lectores? ¿Qué hacéis ahí, insensatos, si llevo meses sin escribir? 
Sea como fuere, muy buenas de nuevo y, como siempre, feliz lectura.