Hace ya casi año y medio anunciaba
en una entrada del blog que me disponía a dar buena cuenta de tres libros que acababa de sacar de la pequeña biblioteca pública del barrio. Durante 2015 apenas llegué a escribir nada por aquí, aunque lo cierto es que recuperé un ritmo lector que, si bien se alejaba del que mantenía años atrás, sí que venía a ser esperanzador en cuanto a lo que había sido capaz de leer en los últimos tiempos. El blog, como decía, no vino a hacerse eco de estas lecturas, pero sí que fui reseñándolas, o al menos valorándolas, en
Goodreads.
El tiempo, siempre relativo, está devorando un 2016 en el que estoy manteniendo un ritmo algo más discreto y eligiendo lecturas de lo más variopintas. Tanto que si llegase a reseñarlas os podríais preguntar qué me estaba pasando, je, je. Lo cierto es que he continuado con la buena práctica de dar uso a la biblioteca pública, un hábito que tenía casi olvidado y que ciertamente no debería haber dejado de lado nunca. Y son estos encuentro e improvisaciones lectoras los que me dan pie a escribir esta entrada; a recuperar otra buena costumbre que tampoco tendría que haber abandonado.
Con un sistema de préstamos informatizado es cada vez más frecuente encontrar bibliotecas donde, junto a los libros retirados en préstamo, nos entregan un pequeño recibo impreso en el que figuran los títulos de los libros y la fecha para su devolución. Estos tiques han venido a sustituir a aquellas fichas de préstamo tan entrañables en las que figuraban los datos del libro junto a una cuadrícula en la que, con mayor o menor acierto, el bibliotecario de turno trataba de acertar en uno de los recuadros con un sello de caucho de dígitos rotatorios que imprimiría la fecha límite de nuestra lectura. Sobra decir que raramente acertaba a grabar la fecha limpiamente en él.
Recuerdo con cariño los libros que pedía en préstamo en la biblioteca del colegio en que cursé la ya casi olvidada EGB y donde contábamos con una ficha de lector que se intercambiaba con la del libro en cuestión cuando lo solicitábamos. En aquel caso, siguiendo el
sistema Newark, nuestra ficha era sustituida en el fichero de libros por la del libro retirado y la de este introducida en la bolsita de papel destinada a tal efecto y que permanecía pegada a las guardas del libro. En ella, como decía, se imprimiría la fecha de devolución.
Otro tanto ocurría con los libros de la biblioteca pública del pueblo, aunque como allí podíamos sacar incluso dos títulos por aquél entonces y la ficha de lector ya no era tal, sino un flamante carné, los datos del préstamo se copiaban en un mamotreto de folios grapados donde se resumían los datos de la operación: Fulanito de Tal, con n.º de lector cual, retira el libro con signatura equilicual con su correspondiente título. Y en la ficha de préstamo del libro, o incluso en la correspondiente bolsita de papel, que solía llevar impresa también la cuadrícula, ¡plaf!, se estampaba la fecha.
Ya lo hacía por aquél entonces y vuelvo a hacerlo ahora, cuando saco libros de una biblioteca pública que permite leer su historia. Porque, al igual que ocurre con los libros de segunda mano, los libros de las bibliotecas tienen su historia y se nos permite fantasear con ella cuando tenemos suficientes datos para hacerlo. La mala costumbre de doblar las esquinas nos permiten saber si los lectores pretéritos detenían su la lectura entre capítulos o si los leían ordenadamente y solo finalizaban la lectura al acabar uno de ellos. La no mucho mejor costumbre de subrayar o anotar libros que no son nuestros nos permitía saber si algo llamó su atención especialmente. Yo, he de confesarlo, en ocasiones corregí alguna errata anotando la letra, tilde o palabra correctas; eso sí, con lápiz, si sirve en descargo de mi persona.
Una de mis ensoñaciones preferidas cuando de libros de biblioteca se trata viene dada precisamente por las fichas de préstamo o, en su defecto, por las bolsitas de préstamo, si están presentes y siguen siendo usadas. En ellas podemos ver la historia del libro y saber si fue muy demandado en una determinada época —habitualmente cuando fue publicado, cuando estrenaron la película basada en él, cuando murió su autor...— o si durmió en su balda durante años el sueño del olvido, de la inapetencia o del desconocimiento.
Por ejemplo, a mi lado tengo el libro La loca de la casa, de Rosa Montero (a él pertenece la fotografía que acompaña esta entrada), y puedo ver que en 2003 —fecha de su lanzamiento— fue retirado con cierta frecuencia, una vez al mes salvo en diciembre, y que en 2004 aún todavía lo sacaban con cierta asiduidad, incluso varias veces al mes; puede que en alguna ocasión debido a una renovación, al mediar un par de semanas entre las fechas, y otras desde luego que no, al estar más o menos espaciadas. Después el ritmo lector menguaría, pasando a dos lecturas en 2005 y otras dos en 2006 para acabar en una única en 2007. En 2010, por ejemplo, no lo sacó nadie de la biblioteca, al igual que en 2014. Y este año soy su primer lector.
La frecuencia de los préstamos dependerá mucho del libro, por supuesto. Recuerdo los días en los que la bibliotecaria de Santa Fe arrancaba uno de estos sobres, repleto completamente de fechas, y pegaba sobre el lugar en el que se adivinaba la marca de pegamento una nueva para comenzar de nuevo con una historia de lecturas que imaginar. Ahora, que estoy disfrutando de esta suerte de ensayo autobiográfico repleto de amor por el oficio de escribir, me decido a recuperar el placer de imaginar —porque «la imaginación es la loca de la casa», como dijera Santa Teresa de Jesús— con él y su historia de lecturas, y de escribir sobre ello.
¡Feliz lectura!