El eco de los pasos se superponía al ruido de las
pisadas, acompasadamente, como una melodía en sordina, rebotando contra los
muros de ladrillo y hollín de la calle, y resonando entre las temblorosas farolas
de gas que apenas eran capaces de magnificar la húmeda neblina en la
invisibilidad de la noche. Al fondo oímos un ruido y, conforme avanzamos, una
sombra se hizo cada vez más oscura, más tangible.
Tenía, pudimos verla al llegar a su altura, el mismo
rostro anodino de todas las anteriores, y la fofa barbilla temblaba sobre el amorfo
montón de trapos que constituía su vestido. Yo, abrigado por del caro paño,
envuelto en cinco vueltas de blanca bufanda, no sentía el frío ante la
expectación que sentía por aquello que estaba por venir.
En la cara pintarrajeada se abrió un pozo con el brocal
medio derruido y volcó sobre nosotros su aliento de pútridas palabras. Repitió
la propuesta ante el silencio de mi amo. Por única respuesta éste me sacó a mí,
y fue gozoso ver cómo al contemplarme sus ojos se deshacían de su etílica
turbidez y parecían despertar por última vez a la vida. Venida de la nada, los
periódicos os dirían al día siguiente quien era. Sobre hacia dónde iba, yo
mismo se lo dije, me hice entender tras una lucha intestina, desentrañando sus
más íntimas pulsiones.
Terminado el trabajo, muerto el placer, la gamuza me acaricia
deshaciéndome de los pegajosos e infectos humores, y regreso al bolsillo
sintiendo cómo mi amo desliza junto a mí un paquete de papel encerado, blando y
cálido. Nos alejamos varias calles y aguzamos el oído hasta que la noche nos trae
remotos gritos, el silbato delator, las carreras que no buscamos esquivar, que
tratamos de atajar volviendo sobre nuestros pasos.
—Soy médico—dice entonces mi amo con voz de autoridad.
Esta noche, he de reconocerlo, su temple me despierta admiración.
—Gracias a Dios. Venga, venga, por favor. Han encontrado
a otra. Necesitamos confirmar el fallecimiento antes de que se llegue la
prensa.
Benditas linternas que apartan la vaporosa niebla, que la constriñen y destierran fuera de los muros de ladrillo y de las oquedades reparadas con ripios, que arrojan las tinieblas hasta los márgenes de la escena a la que hemos vuelto para contemplar nuestra obra dibujada sobre los adoquines cubiertos de negro. Sin ellas, aunque nos abalanzásemos a la vía, ¿cómo íbamos a ver?
1 comentario:
Mil gracias. Espero que haya sido para bien.
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